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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (46 page)

–Los ejércitos están acostumbrados a los destinos en el extranjero y a permanecer lejos de sus casas. Sin embargo, les concederé (en cierta medida, sin dejar ningún lugar desprotegido) tales derechos de saqueo y posibilidades de conseguir ganancias fáciles que o bien rogarán que les permita regresar el Noveno o cada uno será el oficial de reclutamiento más entusiasta de sus hermanos menores. En cuanto a mí, regreso a Pourl pero por muy poco tiempo. Tengo intención de pasar la mitad de cada año o más en Rasselle.

–Es la sede tradicional del poder, y de una elegancia infinita si se compara con nuestro pobre pueblo, siempre en movimiento, pero ya sea en tren o en caude, está a dos días de distancia. Más si el tiempo es malo.

–Bueno, pronto tendremos una línea telegráfica y cuando yo no esté aquí, vos, Poatas, seréis la autoridad. Os ofrezco un poder absoluto sobre todas las Cataratas, en mi nombre. –Tyl Loesp agitó una mano con gesto desdeñoso–. Según las leyes literales, quizá sea en nombre del príncipe regente, pero es poco más que un chiquillo todavía. De momento (y es posible que, con el tiempo, parezca un momento muy largo) el futuro poder del príncipe es mío, todo él. ¿Me entendéis?

Poatas esbozó una sonrisa parca.

–Toda mi vida y cada uno de mis trabajos me han enseñado que hay un orden natural en las cosas, una estratificación legítima de la autoridad y el poder. Yo trabajo con ella, señor, jamás intento derrocarla.

–Bien –dijo Tyl Loesp–. Me alegro de oírlo. He pensado, además, proporcionaros un director titular de la excavación, alguien a quien me gustaría tener cerca pero no a mi lado cuando esté en Rasselle. De hecho, su presencia en la excavación podría ayudar a reclutar a muchos sarlos.

–¿Pero estaría por encima de mí?

–En teoría. No en la práctica. Y lo recalco, su superioridad y rango serán solo honorarios.

–¿Y quién sería esa persona? –preguntó Poatas.

–Pues la misma de la que acabamos de hablar. Mi pupilo, el príncipe regente, Oramen.

–¿Es eso prudente? Vos decís que es un chiquillo. Las Cataratas pueden ser un lugar lleno de pestilencias y el asentamiento un lugar anárquico, peligroso, sobre todo una vez desaparecidos los hermanos.

Tyl Loesp se encogió de hombros.

–Debemos rezar para que el Dios del Mundo lo mantenga a salvo. Y tengo en mente a un par de caballeros que pretendo convertir en la esencia de su guardia personal. Ellos se ocuparán de él.

Poatas lo pensó un momento, asintió y secó un poco de humedad que mojaba el bastón en el que se apoyaba.

–¿Querrá venir? –preguntó, no muy convencido, mientras miraba aquellos inmensos espacios de las Hyeng-zhar que se iban revelando poco a poco, asombrosos y complicados, en un cañón en retroceso de veinte kilómetros de ancho.

Tyl Loesp observó el complejo del cañón y sonrió. Nunca había estado allí hasta que lo habían invadido sus ejércitos y, tras haber oído a tantos hablar sobre su belleza sin igual y esa grandeza fabulosa que te empequeñecía, había decidido no dejarse impresionar cuando al fin lo viera. Pero las Hyeng-zhar parecían tener otras ideas y él se había quedado sin palabras, pasmado, maravillado sin remedio.

Las había visto desde varios ángulos diferentes en la última semana, incluyendo desde el aire, en un lyge (aunque solo desde cierta altura y solo en compañía de aviadores experimentados y especialistas en las Cataratas, y, con todo, comprendía por qué era un lugar tan peligroso para los aviadores; la necesidad de explorar, de descender y ver mejor era casi irresistible y hasta parecía irrelevante saber que tantos habían muerto haciendo precisamente eso, atrapados en las tremendas corrientes de aire y vapor que surgían de las cataratas y los arrojaban al vacío sin poder hacer nada).

El propio Poatas expresaba cierto asombro ante la última demostración de las Cataratas. Lo cierto era que jamás habían estado más espectaculares, desde luego no desde que él las conocía, y por todo lo que había podido ver en los archivos, tampoco en ningún momento del pasado.

Una meseta (quizá lo que en un principio había sido una especie de plaza alta e inmensa de varios kilómetros de anchura en medio de la Ciudad Sin Nombre,) comenzaba a revelarse poco a poco por la acción del torrente furioso de agua que caía y exponía lo que era (según había acordado la mayor parte de expertos y estudiosos) el centro de la ciudad enterrada. Las cataratas, en su sección central de cuatro o cinco kilómetros de anchura, se encontraban divididas en dos etapas: la primera caída era de unos ciento veinte metros y arrastraba las aguas que se estrellaban, levantaban espuma y estallaban en medio de la meseta recién descubierta y se precipitaban entre el laberinto de edificios que sobresalían de aquella inmensa superficie plana.

Los agujeros de la meseta (muchos pequeños, varios de cien metros de anchura o más) desaguaban en el oscuro nivel inferior, dejando caer el torrente de agua en el lecho del barranco a través de un tortuoso complejo de edificios extraños, rampas y carreteras, estructuras intactas, otras volcadas, algunas socavadas, algunas perforadas y desplazadas, derrumbadas y barridas hasta quedar encajadas y atrapadas contra estructuras más grandes todavía y los cimientos tenebrosos de la masa de edificios que descollaban por encima de ellas.

A esas alturas, la bruma ya casi había abandonado la mitad de las cataratas y había revelado la última maravilla de la excavación: el edificio Fuente. Era una gran torre cuya base estaba al nivel del cañón, situada junto a la nueva meseta. Todavía permanecía en pie, intacta; parecía estar hecha completamente de cristal, medía ciento cincuenta metros y tenía la forma de una especie de esfera alargada. Alguna configuración aleatoria de túneles y espacios ocultos de las cataratas, río arriba, se las había arreglado para enviar el agua al interior de aquella estructura, pero por debajo, y con una presión tan extrema que salía a chorros en grandes abanicos y surtidores blancos embarrados por todas las ventanas, surtidores que se alzaban con forma de espiral y estallaban con una fuerza ilimitada incluso en la propia cima, empapando los edificios más pequeños, los tubos, las rampas y las corrientes de agua inferiores que lo rodeaban, con una lluvia incesante e inmisericorde.

–¿Y bien, señor? –preguntó Poatas–. ¿Lo hará? ¿Ese principito vuestro, querrá venir?

Tyl Loesp había enviado la orden al marido de Aclyn solo dos días antes; le informaba de que él iba a ser el nuevo alcalde de la ciudad de Rasselle. Puesto que era un cargo permanente, debía abandonar la lejana Kheretesuhr con la mayor celeridad y trasladarse al Noveno con toda su familia y criados, bajo pena de perder tanto un ascenso que era una oportunidad única en la vida como la estima del regente.

–Oh, me parece que sí –dijo Tyl Loesp con una leve sonrisa.

18. La emergencia actual

–B
ilpier, cuarto del sistema de colonias nariscenas Heisp, es pequeño, sólido, con un núcleo duro y habiformado según las especificaciones nariscenas durante el último centieón, con una atmósfera dinámica de O
2
, cien por cien narisceno y setenta y cuatro por ciento de superficie colmenada con burbujas.

Holse y Ferbin ganduleaban en el salón de su suite, de proporciones más que generosas, del
Centésimo Idiota;
una amplia variedad de máquinas sumisas los mantenían alimentados e hidratados y las imágenes de las pantallas de la pared los entretenían. Sabían que iban a Bilpier y la ciudad colmena de Ischuer y que el viaje duraría diez días, aunque eso era todo lo que les habían dicho desde que la directora general Shoum les había conseguido los pasajes en una nave que salía solo un día después de que hablaran Ferbin y ella.

A Ferbin se le había ocurrido pedirle más información a la nave.


Hmm
–dijo el príncipe, que se había quedado como estaba–. Busco a un hombre llamado Xide Hyrlis –continuó–. ¿Sabes si está allí, en ese tal Bilpier?

–Lo desconozco –respondió
El centésimo idiota
–. No es probable que esté allí. Ustedes tienen autorización especial para que los acompañen hasta el lugar donde se encuentra esa persona, como ha solicitado, con énfasis, la directora general del Espinazo Terciario Huliano morthanveld. Puedo confirmarles ya que tienen reservas para continuar el viaje desde Ischuer, Bilpier, a bordo del navío morthanveld
Fasilyce, al despertar,
un Casco Hinchado de cat.5. Su destino no se incluye en los archivos públicos.

Ferbin y Holse se miraron. Aquello era nuevo.

–¿No tienes ni idea de cuánto va a durar el viaje cuando dejemos Bilpier? –preguntó Ferbin.

–Dado que van a viajar a bordo de un Casco Hinchado de cat.5, no es probable que su destino se encuentre en el sistema Heisp –respondió la nave–. El Casco Hinchado de cat.5 es una clase interestelar de largo alcance.

Ferbin asintió con gesto pensativo.

–¡Ah! –dijo, como si se le acabara de ocurrir algo–. ¿Y puedes enviarle un mensaje a un tipo llamado Oramen, casa de Hausk, ciudad de Pourl, el Octavo, Sursamen...?

–Eso se encuentra bajo el mandato de un protectorado narisceno –lo interrumpió la nave sin inmutarse– y por tanto sometido a provisiones de autorización especial cuando se trata del contacto directo entre individuos. Las instrucciones concretas que forman parte de los detalles vinculados a su viaje indican que ni siquiera puedo dar comienzo al proceso relevante de envío de mensajes. Lo siento.

Ferbin suspiró. Volvió a centrar su atención en las imágenes de unos alienígenas con aspecto de murciélagos que cazaban volando unas cosas sinuosas y finas como gasas en un lugar sin torres y con altísimos cañones de color rosa amarillento bajo unas nubes de color pastel.

–Merecía la pena intentarlo, señor –le dijo Holse, y después volvió a su propia pantalla, en la que se veía una especie de mapa en profundidad llamado holograma que mostraba los rumbos de las naves espaciales nariscenas y sus asociados.

La galaxia estaba unida como una malla, pensó el criado. Era todo bucles, círculos y largas hebras entrelazadas, parecía esa cosa pasada de moda que algunos caballeros viejos de los condados y valles más profundos y oscuros se ponían todavía cuando se aventuraban a acercarse a la corte, aunque casi nunca la limpiaban por si se gastaba.

El centésimo idiota
se posó con suavidad en un valle entre dos enormes burbujas oscuras de varios kilómetros de anchura, en un paisaje que solo era más de lo mismo; la espuma de unas gigantescas ampollas cubrían tres cuartas partes de la superficie de Bilpier y envolvía continentes, asfixiaba océanos, se arqueaba sobre cordilleras y solo dejaba expuestas las junglas y pantanos originales del planeta como consideraba conveniente el sentido estético de los nariscenos.

A Ferbin y a Holse los acompañaron hasta unas cúpulas impresionantes que cubrían unas cosas naranjas y bulbosas que parecían ser mitad árboles y mitad edificios. Allí se reunieron con un zamerín narisceno y tuvieron que escuchar música nariscena durante casi una hora.

En menos de un día local se encontraban encima de unas cinchas abiertas, a una altura preocupante y por encima de más árboles edificio naranjas gigantes, en la elevada costura que unía dos inmensas burbujas, en el medio kilómetro de sombra que arrojaba un nido de naves radiante y bulboso en el espacio abierto del valle formado por dos ampollas gigantes.

Los recibió una morthanveld que se presentó como la oficial de enlace Chilgitheri.

Los trasladaron durante casi treinta días en el
Fasilyce, al despertar.
Fue un viaje menos agradable que el de la nave nariscena. Tuvieron que ponerse unos trajes para investigar la amplia mayoría de la nave, casi toda llena de agua; su alojamiento era más pequeño y, lo peor de todo, la nave no dejó de incrementar el campo de gravedad para prepararlos para lo que fuera que los esperaba. Los morthanveld, que eran criaturas acuáticas, parecían desdeñar la gravedad, pero decidieron aumentar poco a poco el efecto aparente de esa fuerza sobre la nave para aclimatar a sus invitados humanos. Eran los únicos no morthanveld que había a bordo y, como dijo Holse, deberían sentirse halagados de que los complacieran así, pero era difícil sentir mucha gratitud cuando te dolían tanto los pies, la espalda y casi todo lo demás.

El
Fasilyce, al despertar
llevaba una docena de naves más pequeñas dispuestas como voluminosas semillas alrededor de la cintura y la parte posterior. Una de ellas era el Casco Delgado de cat.3
Ahora, para volver a la razón y su justa dulzura;
fue esa nave la que trasladó a Ferbin y Holse en el último tramo de su viaje. Amo y criado compartieron dos camarotes más bien pequeños, y se habrían pasado casi todo el tiempo tirados en los catres si Chilgitheri no les hubiera dado la lata para que se levantaran, dieran paseos e incluso hicieran algún que otro ejercicio poco exigente en la imitación de gravedad de la nave, que seguía aumentando poco a poco.

–Pues no está aumentando con suficiente lentitud, que conste –comentó Holse con un gemido.

El
Ahora, para volver a la razón y su justa dulzura
entró de panza en una tierra fracturada y rota de rocas y cenizas. Eso, según les informó la oficial de enlace Chilgitheri, era lo que quedaba del país de Prille, en el continente de Sketevi, en el planeta Bulthmaas, en el sistema Chyme.

Cuando la nave se acercó a aquel yermo de color gris y marrón, se levantó el incremento final de gravedad que sé había posado como charreteras de plomo sobre los dos sarlos. Las naves morthanveld les habían hecho experimentar de forma deliberada un campo de gravedad un poco mayor al que advertirían al salir en aquel planeta para que la sensación real no fuera tan desagradable.

–Una bendición tan pequeña que es microscópica –murmuró Holse.

–Es mejor que nada –les informó Chilgitheri–. Y den gracias, caballeros. Vamos.

Los dos hombres se encontraron en la base plana y fundida de un gran cráter de aspecto reciente. Fuera del bulto inferior rotado de la nave que daba acceso a esta, el aire olía a quemado. Un viento frío y cortante giraba en la base circular de la depresión y levantaba columnas y velos de cenizas y polvo. La atmósfera les irritó la garganta y el aire se agitaba con lo que parecía un trueno continuo que se oía muy lejos.

Un cacharro pequeño y bulboso que parecía el compartimento de un carruaje hecho en su mayor parte de cristal había subido al bulto de acceso con ellos tras acercarse rodando para presentarles aquel espeluznante lugar. Ferbin se había preguntado si aquel trasto era una especie de mecanismo guardián. Por suerte no era más que su medio de transporte, no tendrían que caminar con aquel horrendo agobio que los estaba aplastando.

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