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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (50 page)

Hyrlis se limitó a sonreír.

–¿Así que me estáis diciendo que no tenemos privacidad? –dijo Ferbin, que estaba enfadado y consternado.

–Oh, es posible que la tengáis. –Hyrlis se encogió de hombros–. Quizá nadie os vigile, incluyendo a vuestro dios. Pero si otros lo hacen, y podéis convencerlos para que compartan esa grabación, entonces tendréis un arma que podéis utilizar contra Tyl Loesp.

–Pero señor –dijo Holse–, dado ese fantástico despliegue, ¿no se podrían falsificar todas y cada una de las cosas?

–Se podría, pero a la gente se le da bastante bien distinguir lo que se ha falseado. Y el efecto sobre la gente que no sabe que se puede falsear cualquier cosa suele ser profundo. Si se revela en el momento adecuado, una grabación así, si existe, puede sacudir de un modo tan visible a Tyl Loesp y los demás conspiradores que su reacción inmediata no deje ninguna duda a cualquier mente imparcial de que son culpables.

–¿Y cómo podríamos descubrir si existe tal grabación? –preguntó Ferbin. Todo le seguía sonando inverosímil y absurdo, incluso en aquel reino jerárquico de mundo inverosímil más allá de cualquier mundo inverosímil.

–Puede ser tan sencillo como pedírsela a las personas adecuadas –dijo Hyrlis. Seguía de pie junto a los ventanales inclinados. Algo blanco destelló a lo lejos, en la llanura oscura, algo que le iluminó durante un instante un lado de la cara. Una parte de la iluminación inicial permaneció encendida y después se fue desvaneciendo poco a poco con un tono amarillo–. Encontrad a alguien comprensivo en la Cultura y preguntádselo. Vuestra hermana, príncipe, parecería la elección obvia y, dado que está en Circunstancias Especiales, tendría una buena posibilidad de poder averiguar la verdad, incluso si está oculta e incluso si no es la propia Cultura la que está haciendo las observaciones. Recurrid a vuestra hermana, príncipe. Puede que ella tenga la respuesta que buscáis.

–Dado que vos os negáis a ayudarme, no me quedan muchas más opciones, señor.

Hyrlis se encogió de hombros.

–Bueno, la familia debería permanecer unida –dijo con tono casual. Otro destello le iluminó la cara y (allá, a lo lejos) una gran nube resplandeciente de amarillo ondulada y creciente surgió con una lentitud imparable en medio del aire nocturno. La luz rojiza y anaranjada de la enorme nube progresiva iluminó las colinas y montañas del horizonte y las tiñó de un color sanguinolento.

–Podríais haber compartido esa información en vuestros propios aposentos –le dijo Ferbin al hombre–. ¿Para qué traernos aquí, entre estos pobres desgraciados y sobre este salvajismo, para contarnos algo que podríais habernos dicho mientras cenábamos?

–Para que pudiéramos observarlo como corresponde, príncipe –dijo Hyrlis. Después señaló con la cabeza el paisaje que se veía–. Estamos contemplando todo esto desde las alturas, y quizá nos contemplen a su vez a nosotros desde otras alturas. Es muy posible que todo lo que veamos aquí solo esté teniendo lugar para que se pueda observar.

–¿Y eso significa qué, señor? –preguntó Holse cuando Ferbin no lo hizo. Y también porque su anfitrión parecía no tener intención de añadir nada más. Se limitaba a mirar con aire lánguido por los ventanales inclinados y contemplar las nubes rojas mal iluminadas y la oscuridad infestada de chispas del paisaje lleno de cráteres que veían.

Hyrlis se volvió hacia Holse.

–Significa que todo este conflicto, esta guerra entera, es un producto manufacturado. Se procede con ella para provecho visual de los nariscenos, que siempre han considerado la guerra como una de las artes más nobles y elevadas. El lugar que ocupan entre los involucrados de la comunidad galáctica les impide por desgracia seguir tomando parte en conflictos significativos, pero tienen la autorización, los medios y la voluntad de hacer que otros civilizaciones, estados satélites de los que son mentores, guerreen entre ellos a petición suya. El conflicto que observamos aquí, y en el que estoy orgulloso de tomar parte, es una de esas disputas artificiales, instigada y mantenida por y para los nariscenos sin más motivos que el de que ellos puedan observar el proceso y obtener una satisfacción indirecta de él.

Ferbin emitió una especie de bufido.

Holse lo miró escéptico.

–¿Es eso cierto, señor? –preguntó–. Es decir, ¿admitido por todos los implicados?

Hyrlis sonrió. Un estruendo sordo y lejano pareció estremecer en el aire a la aeronave.

–Oh, encontraréis muchas excusas en un principio convincentes, muchos
casus belli
, y se han dado y al parecer aceptado justificaciones varias, todo inspirado para proporcionar pretextos y evitar que pueblos como la Cultura intervengan para impedir la diversión, pero no son más que aliños, disfraces, fintas. La verdad es lo que les he dicho. Créanme.

–¿Y estáis orgulloso de tomar parte en lo que de hecho describís como una farsa, una guerra de feria, una charada deshonrosa y cruel para provecho de unos poderes alienígenas insensibles y decadentes? –dijo Ferbin, que pretendía parecer (y hasta cierto punto lo conseguía) desdeñoso.

–Sí, príncipe –dijo Hyrlis con tono razonable–. Hago lo que puedo para hacer que esta guerra sea tan humana en su inhumanidad como sea posible, y en cualquier caso, siempre sé que por muy perversa que sea, esa misma cualidad de puro horror innecesario al menos ayuda a garantizar que no estamos hundidos en un universo diseñado y supervisado, y por tanto hemos escapado a ese destino degradante y desmoralizador de existir solo dentro de algún tipo de simulación.

Ferbin lo miró unos instantes.

–Eso es absurdo.

–No obstante... –dijo Hyrlis con tono casual, después estiró los brazos y echó atrás la cabeza, como si estuviera cansado–. Volvamos, ¿quieren?

La nave nariscena
De ahí la fortaleza,
un venerable crucero estelar de clase Cometa se alzó de un profundo barranco donde un arroyo envenenado de agua negra se movía como una sombra licuada. El aparato se elevó sobre el borde de la fisura y se adentró en los aires ligeros que se movían sin ruido por un paisaje de arenas lívidas bajo un cielo encapotado de un color gris suave. Aceleró por los cielos más oscuros y encontró el espacio en pocos minutos. La nave transportaba un cargamento de varios millones de almas humanas petrificadas en el interior de una amplia variedad de matrices de almacenamiento a nanoescala, y también dos varones humanos. La gravedad volvía a ser lo que los nariscenos consideraban normal y por tanto mucho más aceptable para ambos hombres.

Tenían que compartir un pequeño camarote que habían improvisado para alojar a los humanos en un pequeño almacén, pero no se quejaban. Para ellos era un alivio poder alejarse de la opresiva gravedad de Bulthmaas y de la inquietante presencia de Xide Hyrlis.

Se habían quedado solo dos días más, con sus noches, si es que tales términos significaban algo en el laberinto de cavernas y túneles enterrados en las profundidades de la roca donde los habían alojado. Hyrlis no había parecido excesivamente molesto cuando sus invitados habían manifestado su deseo de irse lo antes posible después de que él le dijera a Ferbin que no podía ayudarlo.

A la mañana siguiente de haberlos llevado a la gran aeronave llena de heridos, Hyrlis solicitó su presencia en una cámara semiesférica de unos veinte metros de diámetro, donde se desplegaba un mapa enorme de lo que parecía casi la mitad del planeta y que mostraba lo que se podía considerar un único continente inmenso puntuado por algo así como una docena de pequeños mares alimentados por ríos cortos que surgían de irregulares cordilleras montañosas. El mapa se abombaba hacia el techo, invisible como un inmenso globo iluminado por dentro por cientos de colores y decenas de miles de diminutos símbolos relucientes, algunos reunidos en grupos grandes y pequeños y otros colocados en hileras moteadas, y había más esparcidos de forma individual.

Hyrlis bajó la vista y contempló aquel inmenso despliegue desde un amplio balcón que había a media altura de la pared al tiempo que hablaba en voz baja con una docena de figuras humanas uniformadas que respondían en tonos incluso más bajos. A medida que murmuraban, el mapa mismo iba cambiando, rotaba y se ladeaba para destacar partes diferentes del paisaje y se movían diversas colecciones de símbolos relucientes que, con frecuencia, desarrollaban patrones muy distintos y después se detenían mientras Hyrlis y los otros hombres hacían corrillos y se consultaban, antes de que el mapa regresara a su anterior configuración.

–Hay una nave nariscena que tiene programado parar por aquí dentro de un par de días –les dijo a Ferbin y Holse, aunque su mirada seguía clavada en la enorme forma de aquel visualizador que brillaba con tono apagado y por el que se movían varios grupos de símbolos relucientes, Ferbin supuso que representaban unidades militares. Estaba claro que algunas de las unidades, de color azul grisáceo y mostradas de forma borrosa y menos detallada que el resto, debían de representar al enemigo–. Les llevará a Syaung-un –dijo Hyrlis–. Es un mundo nido morthanveld, uno de los puertos de tránsito principales entre los morthanveld y la Cultura. –Su mirada recorrió el enorme globo sin descanso–. Deberían encontrar una nave allí que les llevará a la Cultura.

–Os lo agradezco –dijo Ferbin con rigidez. Le resultaba difícil mostrar otra cosa que no fuera una formalidad cortés con Hyrlis después de que este lo hubiese rechazado, aunque el propio Hyrlis apenas parecía notarlo, o importarle siquiera.

El despliegue se detuvo y después parpadeó y mostró varios patrones finales en rápida sucesión. Hyrlis sacudió la cabeza y agitó un brazo. El gran mapa redondo volvió a parpadear y asumió de nuevo su estado original, tras lo cual hubo muchos suspiros y estiramientos entre los asesores uniformados o generales que se apiñaban a su alrededor.

Holse señaló el mapa con la cabeza.

–Todo esto, señor. ¿Es un juego?

Hyrlis sonrió sin dejar de mina la gran burbuja reluciente del despliegue.

–Sí –dijo–. Es todo un juego.

–¿Pero parte de lo que se podría llamar realidad? –preguntó Holse mientras se acercaba al borde del balcón, era obvio que fascinado, con el rostro iluminado por la gran semiesfera reluciente. Ferbin no dijo nada. Había renunciado a intentar que su criado fuera más discreto.

–De lo que nosotros llamamos realidad, que nosotros sepamos, sí –dijo Hyrlis. Se volvió para mirar a Holse–. Lo usamos para probar posibles disposiciones, estrategias prometedoras y tácticas varias. Buscamos las que ofrezcan mejores resultados, suponiendo que el enemigo actúe y reaccione según nuestras predicciones.

–¿Y ellos estarán haciendo lo mismo con respecto a ustedes?

–No cabe duda.

–¿No podrían sencillamente jugar la partida unos contra otros, señor? –sugirió Holse con tono alegre–. ¿Y prescindir de toda esa matanza, mutilaciones, destrucción, desolación y demás? Como en los viejos tiempos, cuando se encontraban dos grandes ejércitos y al considerarse iguales, llamaban a sus paladines, uno de cada ejército, y, por acuerdo previo, se consideraba que su combate individual determinaba todo el resultado. Así podían enviar a muchos soldados aterrados de regreso a sus granjas, con sus seres queridos.

Hyrlis se echó a reír. El sonido fue obviamente tan sorprendente e inusual para los generales y asesores del balcón como para Ferbin y Holse.

–¡Yo jugaría si ellos lo hicieran también! –dijo Hyrlis–. Y aceptaría de buena gana el veredicto fuera cual fuera. –Le sonrió a Ferbin y después se dirigió a Holse–. Pero da igual si estamos todos en una partida todavía mayor, lo que tenemos ante nosotros sigue siendo una representación más cruda y tosca que aquello de lo que es una maqueta. Batallas enteras y, a veces y por tanto, guerras, pueden depender de un arma encasquillada, una batería averiada, un único proyectil que no estalle o un simple soldado que de repente se dé la vuelta y eche a correr o se arroje sobre una granada.

Hyrlis sacudió la cabeza.

»Eso no se puede simular, al menos de forma fiable y consistente. Eso hay que llevarlo a cabo en la realidad, o en la simulación más detallada que se tenga disponible, que es, a todo los efectos, lo mismo.

Holse esbozó una sonrisa triste.

–La materia, ¿eh, señor?

–La materia –asintió Hyrlis–. Y, además, ¿dónde estaría la gracia si solo fuera un juego? Nuestros anfitriones podrían hacerlo ellos solos, sin ayuda de nadie. No. Nos necesitan para llevar a cabo el gran resultado definitivo. Nada más serviría. Deberíamos sentirnos privilegiados de ser tan valiosos, tan irremplazables. ¡Es posible que todos seamos simples partículas, pero cada una de ellas es fundamental!

Hyrlis parecía a punto de echarse a reír otra vez, después su tono y su expresión entera cambiaron cuando miró a un lado, donde no había nadie.

–Y no creáis que vosotros sois mucho mejores –dijo sin alzar la voz. Ferbin chasqueó los labios de forma ruidosa y apartó la cabeza mientras Hyrlis continuaba–. ¿Qué es la dulce y fácil continuación de todo lo que pertenece a la Cultura si no se basa en la acogedora certeza de que se está haciendo un buen trabajo en tu nombre en tierras lejanas? ¿Eh? –Señaló con la cabeza algo o alguien que nadie veía–. ¿Qué decís, mis leales espectadores? ¿Que sí? Contacto y CE, ellos juegan vuestras propias partidas reales y permiten que los trillones de durmientes mimados que habitan todas esas grandes cunas que los mecen y que llamamos orbitales recorran sin incidentes lo que de otro modo sería una noche aterradora, sin que nadie los moleste.

–Es obvio que estáis muy ocupado –le dijo Ferbin con tono práctico a Hyrlis–. ¿Nos permitís abandonaros ya?

Hyrlis sonrió.

–Sí, príncipe. Regresad con vuestros propios sueños y dejadnos a nosotros con los nuestros. Por supuesto, id ya.

Ferbin y Holse se dieron la vuelta para irse.

–¡Holse! –lo llamó Hyrlis.

Choubris y Ferbin se dieron la vuelta a la vez para mirarlo.

–¿Señor? –dijo Holse.

–Holse, si le ofreciera la oportunidad de quedarte aquí y ser general, jugar en esta gran partida, ¿la aprovecharía? Sería a cambio de riquezas y poder, tanto aquí y ahora como en otros sitios y momentos, en lugares mejores, menos explotados que este lamentable montón de cenizas. ¿La acepta, dígame?

Holse se echó a reír.

–¡Pues claro que no, señor! ¡Os burláis de mí, estoy convencido!

–Claro –dijo Hyrlis con una gran sonrisa. Después miró a Ferbin, que seguía allí, confuso y enfadado, al lado de su criado–. Vuestro hombre no tiene un pelo de tonto, príncipe –le dijo Hyrlis.

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