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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

–¿Pero está bien?

–Sufre heridas leves pero está bastante bien. Tyl Loesp a su vez acusa a Oramen de impaciencia y de intentar arrebatarle la corona al regente nombrado según los procesos legítimos antes de tener la edad legal para hacerlo. Regresa de su viaje por otros lugares de este nivel y ha enviado señales a las fuerzas leales a él para que se reúnan corriente arriba, a cierta distancia de las Cataratas. Werreber (que está al mando de la mayor parte del ejército) ha recibido mensajes tanto de Oramen como de Tyl Loesp y todavía no se ha posicionado a favor de ninguno de los dos bandos. Pero se encuentra en el Octavo y está a diez días o más de distancia, aunque acuda volando. Sus fuerzas terrestres llegarían muchas semanas después.

Ferbin sintió un escalofrío.

–Entonces no hemos llegado demasiado tarde. –Intentaba parecer esperanzado.

–No lo sé. Hay más: un artefacto enterrado desde la antigüedad en la Ciudad Sin Nombre al parecer comienza a dar señales de vida y toda la atención se concentra en él. Pero eso fue hace cinco días. Desde entonces no ha habido nada. No solo no ha habido ningún servicio de noticias, sino que no se ha recibido ninguna nueva señal del entorno de las Cataratas, del asentamiento, ni de ningún otro lugar en esa sección. Las redes de datos de toda esa zona están en un estado de caos bloqueado. Lo cual resulta extraño y preocupante. Además, estamos captando unos indicadores curiosos y bastante anómalos en la propia Ciudad Sin Nombre.

–¿Eso es malo?

Djan Seriy dudó un momento. Cosa que preocupó a Ferbin todavía más.

–Es posible. –Anaplian añadió después:– Vamos a posarnos a las afueras de la ciudad, corriente abajo, en unos veinte minutos. Díselo al traje si necesitas hablar conmigo entretanto. ¿De acuerdo?

–De acuerdo.

–No te preocupes. Nos vemos pronto. –El príncipe sintió un pequeño golpecito en el tobillo y después desapareció la presión.

Ferbin supuso que su hermana había regresado a su posición por delante de él en la formación de diamante, pero no la vio pasar junto a él ni tampoco consiguió distinguirla volando por delante.

Se precipitaron hacia una pequeña colina sin perder velocidad. Ferbin se dio cuenta de que estaban haciendo algo más que planear, algo los impulsaba. Dijo que quería mirar hacia atrás y se le proporcionó una vista desde la parte posterior de su cabeza. Había una membrana que llenaba la «v» que quedaba entre sus piernas y dos pequeños y gruesos cilindros que le salían de los tobillos. La visión que quedaba entre ellos era borrosa.

Volvió a mirar hacia delante justo cuando pasaban a toda velocidad sobre lo que parecía una carretera, unas antiguas vías de tren y un canal seco. Después, el suelo cayó de repente y se encontró mirando un paisaje plano y helado otros doscientos metros más abajo, un erial cubierto de sombras de corrientes de agua amplias y congeladas, canales sinuosos y delgados, orillas redondeadas y montículos de arena y nieve; toda la planicie lineal, envuelta por el invierno e interrumpida al azar por una amplia variedad de fragmentos deformes, tocones de cascotes arbitrarios y restos desiguales de lo que parecían edificios en ruinas o barcos hundidos, todos sobresaliendo en un caos oblicuo, rotos y solos en la superficie helada y agujereada.

Se lanzaron en picado y cayeron hacia el centro de ese nuevo paisaje despiadado que contenían y encerraban los abruptos y lejanos acantilados de cada lado.

Cuando alcanzaron la Ciudad Sin Nombre, se encontraron sobre montones crecientes de detritus fracturados y mezclados al azar, atrapados por el hielo y los yermos congelados de arena, nieve y barro. Vieron entonces estelas finas de humo que se alzaban hacia el cielo y salían de su izquierda, sobre los acantilados de ese lado. Duras contra los acantilados, visibles con un aumento modesto, distinguieron tracerías zigzagueantes de escaleras y celosías abiertas de huecos para ascensores. No se movía nada salvo el humo, que flotaba poco a poco hacia el cielo entre aquella luz tenue y sin viento.

Delante de ellos se alzaba la ciudad; las agujas y torres más altas seguían a unos kilómetros de distancia. Todavía a las afueras, cruzaron el primer revoltijo de edificios pequeños de pocas plantas y empezaron a frenar. El traje soltó a Ferbin de su suave presa y le liberó los brazos y las piernas.

Momentos después, el príncipe sintió que lo inclinaban hacia delante y seguía frenando al tiempo que las piernas iban descendiendo, bajaban y se colocaba en posición, como si fuera a empezar a caminar. Un pequeño espacio abierto que tenía delante parecía ser el objetivo de los cuatro. Se dio cuenta de que el edificio de pocas plantas era en realidad mucho más alto, pero los pisos inferiores estaban enterrados en el hielo y el barro congelado.

Su hermana, Holse y Hippinse parpadearon y se hicieron relativamente visibles, unas formas calinosas y mal definidas, cada una a unos diez metros de distancia, que se iban posando en el pequeño claro helado. Al fin, aunque quizá fuera en un lugar extraño bajo un sol invisible, en el nivel equivocado y a través de unas suelas que sin duda lo aislarían de cualquier cosa incluido el cero absoluto, los pies de Ferbin volvieron a tocar el suelo de su hogar.

26. El sarcófago

E
l objeto que ya empezaba a llamarse el sarcófago se encontraba casi justo en el centro de la Ciudad Sin Nombre. Estaba ubicado en lo más profundo, bajo la plaza inferior y dentro de un edificio tan grande, alto e impresionante como cualquiera de los de aquella antigua metrópolis enterrada durante tanto tiempo. Al corazón de la ciudad se accedía al fin por una vía recién instalada. Los ingenieros habían aprovechado la helada para construir vías donde no las había podido haber hasta entonces, sobre extensiones congeladas de río que se habrían llevado cualquier caballete o torreta en un instante si todavía llevaran agua en lugar de hielo, y sobre bancos de arena y barro que habrían cambiado, se habrían hundido y habrían reaparecido en otro sitio en el curso de un solo turno si hubieran seguido rugiendo los rápidos.

Desde el nutrido caos de la cabeza de línea (una estación iluminada por arcos situada en lo más profundo de la plaza cuyo volumen de tráfico habría hecho justicia a la terminal de cualquier ciudad importante) el camino pisoteado llevaba, tras dejar atrás máquinas que silbaban, rugían y bramaban y pilas de rollos de tuberías y cables, por una avenida de veinte metros de anchura atestada de criaturas de carga, bestias de guerra obligadas a prestar servicio como animales de transporte, locomotoras de tracción a vapor y de gasolina, trenes de vía estrecha y (sobre todo), fila tras fila, hilera tras hilera, grupos, compañías, destacamentos, turnos y pandillas de trabajadores, peones, ingenieros, guardias, especialistas y profesionales de cien tipos diferentes.

En una inmensa estructura redonda elevada que se encontraba en el centro de una docena de rampas y carreteras originales de la Ciudad Sin Nombre, la gran calle atestada se dividía en una veintena de direcciones diferentes. Cintas transportadoras, tranvías y vías aéreas partían con las carreteras, todas salpicadas de tenues lámparas de aceite, instalaciones de gas que siseaban y luces eléctricas que parpadeaban. Lo que había sido la rampa más ajetreada (atendida por tranvías, cintas transportadoras y funiculares, como vías de tren demasiado escarpadas con escaleras desiguales en el centro) cruzaba un lago rellenado y una amplia carretera de gruesos tablones y bajaba al gran edificio bulboso que albergaba el sarcófago.

El torrente de hombres, máquinas, animales y material había penetrado a raudales a través de lo que había sido una entrada gigante, alargada y formal de cien metros de anchura y cuarenta de alto, flanqueada por una docena de esculturas vertiginosas de mundos concha tallados que llevaba a un atrio todavía más alto con forma de boca.

Ese torrente se había ido reduciendo hasta convertirse en un simple chorro una vez que Oramen y el séquito que abandonó la reunión que el príncipe había celebrado en la gran carpa descendieron al centro de la ciudad y las excavaciones. Los esfuerzos se concentraban ya en otra parte, sobre todo en los diez artefactos más pequeños y parecidos al que Oramen había ido a inspeccionar cuando se había atentado contra su vida. Ese cubo negro concreto era el objetivo de los esfuerzos más intensos debido al derrumbamiento parcial de la cámara que se había excavado a su alrededor.

La cámara central que albergaba el sarcófago era parecida (pero mucho más grande) a la que albergaba el cubo negro que había visto Oramen. Las excavaciones habían vaciado una enorme cavidad dentro del edificio, habían extraído barro, sedimentos, arena y restos variados que se habían recogido allí a lo largo de incontables siglos para revelar lo que siempre había sido una enorme pista central de más de cien metros de anchura en lugar de un vacío improvisado abierto con una explosión y arrancado a habitaciones y espacios más pequeños.

En el centro, bien iluminado por arcos voltaicos y atestado de capas, niveles y plataformas de andamios y salpicado por las sombras resultantes, se encontraba el sarcófago en sí: un cubo de color gris pálido de veinte metros de lado con las esquinas y los bordes sutilmente redondeados. Durante casi veinte días, mientras se excavaba el artefacto en su totalidad, alrededor del artefacto se había producido un caos controlado, una tormenta de hombres, máquinas y movimientos ayudados por gritos, golpes, chispas, rugidos de animales, brotes y estallidos de vapor y gases. Pero en ese momento, cuando al fin podía contemplarlo Oramen, la cámara que rodeaba el objeto estaba tranquila y silenciosa y el ambiente era casi reverencial, aunque imbuido, a menos que Oramen se lo estuviera imaginando, por cierta tensión.

–No parece muy vivo desde aquí –dijo Oramen. Poatas y él se encontraban, rodeados de guardias, en la entrada principal de la cámara central, una puerta amplia situada diez metros por encima de la base de la cuenca poco profunda en cuyo centro reposaba el sarcófago, sobre un plinto redondo, elevado unos cinco metros sobre el suelo.

–Bueno, deberíais acercaros más –dijo Poatas.

Oramen le sonrió al hombre.

–Eso es exactamente lo que vamos a hacer, señor Poatas.

Se acercaron al objeto. A Oramen le pareció en muchos sentidos menos intimidante que aquel cubo de color negro puro que le había interesado antes. La cámara era mucho más grande y parecía menos opresiva (en parte, sin duda, porque se agradecía la falta de alboroto) y el objeto en sí, aunque mucho más grande que el que había visto solo unos días antes, parecía menos intimidante solo porque era de un tono gris relativamente poco amenazador en lugar de aquel negro que desafiaba a la luz y que tanto lo había repelido y fascinado en el otro objeto. No obstante, era muy grande y él lo estaba viendo desde abajo en lugar de desde arriba, así que parecía incluso más gigantesco.

El príncipe se preguntó hasta qué punto seguía sufriendo las secuelas de sus heridas. Podría haberse quedado otro día en la cama, sus médicos se lo habían recomendado pero a él le había preocupado más perder la confianza del pueblo y sobre todo la de los ex soldados del asentamiento. Había tenido que levantarse, había tenido que mostrarse ante ellos, había tenido que dirigirse a ellos y luego (cuando había entrado el mensajero con la noticia de que el sarcófago había dado señales de vida) no le había quedado más alternativa que acompañar a Poatas y a sus ayudantes más próximos al centro de la excavación. Tenía la sensación de que le faltaba el aliento, le dolían demasiados lugares como para contarlos y le martilleaba la cabeza; además, todavía le zumbaban los oídos y a veces le costaba oír lo que decía la gente, como si ya fuera un anciano, pero estaba haciendo todo lo que podía por parecer sano, campechano y despreocupado.

El sarcófago emitía, o eso le parecía a él mientras se acercaba, un aura de absoluta solidez, de contención e imperturbabilidad asentada, impasible, casi aplastante, incluso de intemporalidad, como si aquel objeto hubiera sido testigo del paso de años y eras que los hombres jamás podrían comprender y, sin embargo, de algún modo, seguía siendo un objeto más del futuro que del pasado.

Oramen le aseguró a la guardia improvisada de temibles ex soldados de aspecto preocupado que se había ido acumulando a su alrededor desde su discurso una hora antes que podía subir a los andamios con solo uno o dos de ellos para cuidarlo. Dubrile, un veterano canoso, tuerto y de aspecto hosco que había participado en muchas de las campañas de Hausk y que parecía haber sido aclamado como líder por muchos de los ex soldados que se habían concentrado a su alrededor, destacó a otros dos para que lo acompañaran en el cuidado de Oramen.

–No es necesario, ¿sabéis? –le dijo Poatas a Oramen mientras los guardias negociaban todo aquello entre ellos–. Aquí no corréis ningún peligro.

–Eso mismo pensé hace tres días, Poatas –dijo Oramen con una sonrisa–, cuando fui a ver el otro objeto. –Contuvo la sonrisa y bajó la voz–. Y tratad de recordar, Poatas, que debéis dirigiros a mí como «señor» tanto delante de los hombres como cuando estamos solos. –Volvió a sonreír otra vez–. Hay que mantener las formas, después de todo.

Dio la sensación de que Poatas acababa de descubrir de repente que tenía un zurullo congelado en los calzones. Se irguió y el bastón le tembló en la mano, como si estuviera apoyando en él más peso del que estaba acostumbrado, después asintió y contestó con voz estrangulada.

–Bueno, sí, desde luego, señor.

Cuando los guardias se organizaron, Oramen señaló con un gesto el gran objeto gris que tenían delante.

–Bueno, ¿vamos?

Subieron por las rampas hasta un punto situado en el centro de una de las caras del cubo, donde una docena de hombres con pulcras batas blancas se movían, ocultos del resto de la cámara por unas sábanas grises que envolvían los andamios que tenían detrás. Agrupadas al rededor de la plataforma había varias máquinas delicadas de aspecto misterioso e instrumentos de una sofisticación que era evidente que estaba más allá de la capacidad tanto de sarlos como de deldeynos. Todos parecían estar conectados unos a otros por unos alambres finos y cables de una amplia variedad de colores. Hasta esos parecían de algún modo avanzados, casi alienígenas.

–¿De dónde ha salido esto? –preguntó Oramen mientras señalaba con un gesto el equipo.

–Se ha adquirido a los oct –dijo Poatas con una satisfacción evidente–. Señor –añadió junto con un pequeño tic facial. Después se colocó de modo que se encontró entre Oramen y el resto de las personas que había en la plataforma. Oramen vio que Dubrile cambiaba de postura tras él, quizá para prevenir la poco probable posibilidad de que Poatas intentara tirar al príncipe regente del andamio. Poatas frunció el ceño pero continuó en voz baja, casi hasta el punto del susurro–. Los oct han comenzado a fijarse en nuestras excavaciones y mostraron un gran interés por ayudarnos cuando se dieron cuenta de que habíamos descubierto objetos tan avanzados. Señor.

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