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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (34 page)

Anaplian sintió que entraba y salía flotando de su yo más joven, a veces era la niña pequeña de antaño y a veces miraba desde fuera. Podía ver la mayor parte de la escena con bastante claridad aunque, como siempre, cuando flotaba separado lo único que era vago e informe era su propio y pequeño yo. Era como si ni siquiera en sueños pudieras estar de verdad en dos sitios a la vez. Mientras se mecía en el aire a un lado de su yo soñado, no podía verse de niña, solo una especie de imagen vaga y borrosa de la forma y tamaño más o menos adecuados.

Ya estaba criticando su propio sueño. ¿La señora Machasa había sido de verdad tan grande? ¿Su grupo había estado compuesto de verdad por tanta gente?

De regreso en su cabeza, observó que el tren jadeaba, resollaba y expulsaba grandes nubes blancas y notó el olor a humedad. Después se encontraron en carruajes de vapor, los llevaban por una carretera que atravesaba una gran llanura. Había nubes en un cielo muy azul. Algunos árboles. Una hierba achaparrada que
Zeel,
su mersicor castrado, habría despreciado levantando su bonito morro. Todo muy común y bastante aburrido.

En su recuerdo no había advertencia alguna, de repente allí tenía las Cataratas. La instantánea de un viaje en carruaje, interminable para un niño (seguramente unos diez minutos) y después
bang,
las Hyeng-zhar, en toda su inmensa y caótica gloria.

Debía de poder verse aquel río enorme, con la otra orilla perdida entre las brumas creadas por él mismo de modo que parecía que un mar entero se derramaba y perdía en el olvido; flotas enteras de nubes que se ondulaban y ondeaban se apilaban sobre la curva inmensa de la colosal catarata, y se alzaban sin cesar hacia el cielo invadido; continentes pétreos de brumas amontonadas y tostadas que desaparecían en el horizonte; cortinas enteras, muros y acantilados de espuma, el trueno que todo lo cubría de aquel océano de agua que se volcaba sobre la roca expuesta y golpeaba el mareante complejo de estanques unidos bajo el lugar donde enormes bloques sesgados, curvas sobresalientes y monstruosas, huecos abiertos y ángulos irregulares de escombros mezclados sobresalían y se alzaban.

Debía de haber visto a algunos de los monjes de la misión Hyeng-zhar, la orden religiosa que controlaba la excavación de las Cataratas y debía de haber habido, por lo menos, toda la miseria y los tugurios del poblado de chabolas siempre en movimiento que era la ciudad creciente y ambulante que se llamaba el asentamiento Hyeng-zhar, además de todo el equipo, destrozos y material general asociados con unas excavaciones desesperadas que siempre iban mal de tiempo... Pero Anaplian no recordaba nada de eso, no antes de la conmoción de las propias cataratas, que de repente estaban allí, como si el mundo entero se retorciera y cayera de lado, como si el cielo se diera la vuelta, como si todo en el universo cayera por siempre sobre sí mismo, revolviéndose y pulverizándolo todo, destruyéndolo en un remolino loco de caos elemental. El aire temblaba, la tierra temblaba, el cuerpo temblaba, el cerebro temblaba dentro de la cabeza, asaltado, agitado como una canica en un tarro.

Se había aferrado a la mano de la señora M muy fuerte.

Había querido chillar. Había tenido la sensación de que los ojos se le iban a salir, de que estaba a punto de hacerse pipí encima (la violencia del aire tembloroso que la envolvía y apretaba iba a arrancarle el agua del cuerpo a la fuerza), pero sobre todo, quería gritar. No lo hizo porque sabía que si lo hacía la señora M se la llevaría de allí, chasqueando la lengua, sacudiendo la cabeza y diciendo que ya sabía ella que era una mala idea, pero gritar, quería gritar. No porque estuviese asustada (aunque lo estaba, estaba aterrorizada) sino porque quería unirse al ruido, quería conmemorar aquel momento con algo propio.

No importaba que aquello fuera lo más asombroso que hubiera visto en toda su vida (y, a pesar de todo, a pesar de todas las maravillas que incluso la Cultura había tenido que mostrarle en años posteriores, lo había seguido siendo, en lo fundamental), que eso no tuviera igual, que no hubiera forma de medirlo ni de competir con aquello, no tenía sentido intentar siquiera que advirtiera su presencia, lo único que importaba era que ella estaba allí, que aquella maravilla estaba allí, que estaba haciendo el mayor ruido en la historia de todo y ella necesitaba añadir su propio reconocimiento a aquella poderosa y abrumadora voz. Su pequeñez en comparación con aquella maravilla era irrelevante; la vastedad impasible de aquella maravilla le quitaba el aliento, le arrancaba el sonido del grito de sus pequeños pulmones y del delicado tallo de su garganta.

Djan Seriy hinchó el pecho hasta el punto que pudo sentir los huesos y la piel forzando el abrigo bien abotonado, abrió la boca todo lo que pudo y después se sacudió y tembló como si estuviera chillando con todas sus fuerzas pero sin hacer ningún ruido, desde luego ningún ruido que se pudiera apreciar por encima de aquel asombroso clamor que arrollaba el aire, de modo que el grito se interrumpió y se quedó apretado en su interior, apagado en el interior de su cuerpecito, enterrado para siempre bajo capas y capas de recuerdos y saber.

Se quedaron allí un buen rato. Debía de haber barandillas por las que podía mirar o a las que quizá se subió. Quizá la señora M la había levantado. Recordaba que se mojaron todos, los jirones de brumas se enroscaban sobre ellos y flotaban de un lado para otro con aquella brisa fresca y vigorizante que caía sobre ellos y los empapaba.

Había tardado un rato en notar que los grandes bloques y bultos que dominaban el paisaje acuático que había bajo las cataratas eran edificios gigantes. Cuando miró bien, una vez que supo lo que tenía que buscar, los empezó a ver por todas partes: inclinados y rotos alrededor de estanques que eran como lagos, volcados entre las brumas río abajo, sobresaliendo como puntas de huesos de las paredes oscuras de la caída de agua antes de llenarse y florecer con una espuma gris y sucia que se convertía en blanca al alzarse cada vez más hacia las alturas para convertirse en nubes, para convertirse en cielo.

En aquel momento a Anaplian le había preocupado que los habitantes de la ciudad se ahogasen. Poco después, cuando le dijeron que ya era hora de irse e intentaron soltarle los dedos de la barandilla, había visto a los habitantes. Eran casi invisibles, ocultos entre las brumas la mayor parte del tiempo, solo revelados cuando los muros y doseles de espuma se separaban por un breve instante. Estaban en el límite absoluto de la capacidad del ojo para distinguirlos; eran enanos, como insectos para la escala inhumana impuesta por el arco de las Cataratas que todo lo abarcaban, tan diminutos y reducidos que no eran más que puntos, sin miembros, solo personas posibles o probables porque no podían ser otra cosa, porque se movían, porque cruzaban puentes suspendidos, tenues y microscópicos y se arrastraban por hebras diminutas que debían de ser senderos, se agrupaban en muelles en miniatura donde unos botes minúsculos y unos barcos diminutos se mecían sobre la superficie áspera de aquellas olas agitadas y briosas.

Y por supuesto no eran las personas que habían construido y habitado en un principio los edificios de la gran ciudad que revelaba el progreso constante de aquellas cataratas siempre en retirada, no eran más que algunos de las decenas de miles, quizá cientos de miles, de saqueadores, carroñeros, excavadores, alpinistas, zapadores, constructores de túneles y de puentes, trabajadores del ferrocarril, rastreadores, cartógrafos, operadores de grúas y montacargas, pescadores, marineros, abastecedores, guías, excavadores autorizados, exploradores, historiadores, arqueólogos, ingenieros y científicos que habían vuelto a habitar aquella ruina incesante y siempre cambiante de sedimentos arrancados, rocas caídas, agua precipitada y monumentalidad restregada.

Le arrancaron los dedos de la barandilla uno por uno. La señora M la reprendió, pero la niña no la oyó, ni siquiera se dio la vuelta, le daba igual. Mantuvo los ojos muy abiertos y fijos en aquella inmensa pista de agua, roca, arquitectura y espuma, mantuvo la mirada clavada en los puntos diminutos que eran personas, concentrando toda su atención y diminuto ser en eso (ni siquiera se molestó en desperdiciar energía luchando o protestando) hasta que un guardia exasperado la apartó al fin, se la echó al hombro y se la llevó de allí con aire resuelto y con la señora M justo detrás de ellos, riñéndola con el dedo. A ella seguía sin importarle y ni siquiera la escuchaba, miró por encima de la señora Machasa, a las Cataratas; menos mal que el guardia se la había echado al hombro en aquella postura, mirando hacia atrás, de modo que podía seguir mirando la gran catarata Hyeng-zhar durante todo el tiempo posible, hasta que desapareció tras una franja de tierra y solo quedaron las torres, agujas y muros de bruma, espuma y nubes para llenar la mitad de aquel reluciente derroche de cielo.

La catarata Hyeng-zhar vaciaba un mar en otro mediante un río de dos mil kilómetros de longitud y en algunos lugares tan ancho que una orilla era invisible desde la otra. El río Sulpitine bajaba sin contratiempos y sin prisas por una ancha planicie en una serie de inmensas curvas hasta que llegaba a la garganta que había creado, por donde se precipitaba doscientos metros hacia un enorme bocado excavado en la tierra circundante, de hecho hacia una serie de bocados dentro de bocados a medida que toda una serie fractal de cataratas consumían el suelo excavado varias veces; cientos de saltos de agua con forma de «u» se acumulaban en una sucesión de agujeros enormes que parecían tazas rotas, colocados ellos mismos dentro de la complejidad todavía mayor del arco de aquella garganta que nunca dejaba de alargarse.

La catarata había formado parte en un tiempo de la costa del mar Sulpine Inferior (los acantilados que quedaban todavía envolvían una cuarta parte de la otra orilla del mar) pero se había retirado a toda prisa cuando su fuerza titánica se llevó sus propios cimientos y dejó una garganta de doscientos metros de profundidad y (la primera vez que Djan Seriy la había visto) cuatrocientos kilómetros de largo.

La garganta se erosionaba a toda velocidad por la naturaleza de la estratificación de la tierra. La roca superior que sostenía el río justo al borde de las cataratas era arenisca, así que se erosionan con gran facilidad. La capa inferior casi ni era roca, más bien un barro muy compactado proveniente de una serie de inundaciones ocurridas millones de años antes. En una gravedad más intensa, los barros se habrían convertido también en roca pero en Sursamen algunos seguían siendo tan blandos que una mano humana podía desmenuzarlos.

Toda la catarata era la Hyeng-zhar. La habían llamado así desde la época en la que el río había empezado a precipitarse directamente en el mar Sulpine Inferior seis mil años antes y todavía la llamaban así, aunque el complejo de cascadas se había retirado ya cuatrocientos kilómetros de su posición original. Nadie sabía cómo se llamaba la ciudad. Sus habitantes habían desaparecido en un cataclismo ocurrido cientos de millones de años antes y el nivel entero había quedado abandonado durante decenas de millones de años antes de que (con el tiempo y cierto temor) lo volvieran a colonizar sus actuales habitantes.

Ni siquiera sabían que la ciudad estaba allí, y desde luego no tenían ni idea de cómo se llamaba. Ni los oct, los nariscenos o los morthanveld, ni siquiera las supuestamente casi omniscientes culturas de ancianos de la galaxia parecían saberlo; había ocurrido mucho tiempo atrás y con otros propietarios, era responsabilidad de la dirección anterior, un desafortunado problema asociado con los últimos, fallecidos y llorados inquilinos. Lo único que sabía todo el mundo era que el nombre de la ciudad no era Hyeng-zhar.

El resultado fue que la ciudad terminó llamándose la Ciudad Sin Nombre. Lo que significaba, por supuesto, que su nombre ya era en sí mismo una contradicción. Las Cataratas habían sido una de las maravillas de Sursamen durante milenios gracias solo a su simple magnitud, famosas incluso en niveles de aquel mundo cuyos habitantes, al menos la inmensa mayoría, jamás las verían en persona. Aun así, los ciudadanos más destacados, importantes o simplemente ricos de los cometas del Duodécimo, de los zarcillos naiant del Undécimo, de los vesiculares del Décimo y de los tubulares e hidrales del Cuarto a veces hacían el esfuerzo de ir a ver las Hyeng-zhar. Los oct o los aultridia los transportaban por una o más de las torres y luego hasta las Cataratas (los que provenían de entornos muy diferentes encerrados en el traje o receptáculo imprescindible para su supervivencia) para admirar, por lo general a través de un cristal, pantalla u otro material intermedio la estruendosa majestad de la celebrada cascada.

Cuando las Cataratas comenzaron a exponer los edificios de las afueras de la ciudad enterrada (casi cien años antes de que Djan Seriy la viera por primera vez) su fama aumentó, se extendió todavía más y adoptó además cierto aire de misterio. La metrópolis que se iba descubriendo poco a poco no era un simple asentamiento primitivo sino (a medida que las cataratas iban excavando más y más y su verdadera magnitud comenzaba a quedar clara) una ciudad de extraordinario tamaño; no cabía duda de que era muy antigua, pero era obvio también que había sido una cultura muy avanzada. Incluso en ruinas, albergaba tesoros. La mayor parte del botín era muy convencional: metales y piedras preciosas a los que les costaría darse de forma natural en un mundo concha, con su falta de placas tectónicas y de reciclaje de la corteza planetaria. Otros tesoros, sin embargo, se encontraban en forma de materialos exóticos que podían utilizarse, por ejemplo, para elaborar hojas y partes mecánicas con un filo o una dureza poco convencionales e insuperables y obras fabulosas aunque incomprensibles de lo que se suponía que debía de ser arte.

Los materiales de los que estaban hechos los propios edificios poseían propiedades casi impensables para las personas que hicieron los descubrimientos en el Noveno. Traviesas, vigas y finos revestimientos que se podían utilizar para construir puentes de una enorme resistencia y una ligereza asombrosa. El problema principal al que se enfrentaban los que querían utilizar este extravagante botín era que la materia prima pocas veces se podía extraer en trozos y pedazos manejables y por lo general era imposible cortarlos o reducirlos.

Intactos o en ruinas, los interiores de los edificios también solían proporcionar artefactos extraños y de vez en cuando suministros útiles, aunque nunca cuerpos, fósiles o tumbas.

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