Materia (30 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Estoy tocando la antigüedad,
pensó,
y el futuro. Nuestros descendientes quizá construyan algún día a esta escala poderosa capaz de amenazar al mismo Dios. Si yo no puedo estar allí
(los alienígenas tenían el don de la vida eterna, así que quizá pudiera estar allí si todo iba como se atrevía a esperar)
entonces lo estará mi nombre.

Cerca, en la ruidosa oscuridad, el tractor de una carreta de suministros se había estropeado y la estaban enganchando a uno de repuesto.

Volvió a ponerse el guante y regresó al semioruga.

–Con franqueza, señor, es un arma asesina –dijo Illis, el armero de palacio. Era un hombre achaparrado y fornido. Tenía las manos oscuras, incrustadas de suciedad.

Oramen hizo girar la delgada pero al parecer potente pistola en la mano. Se había preocupado durante varios días por la advertencia de Harne antes de decidir al fin desecharla, pero entonces se había despertado de un sueño en el que estaba atrapado en una silla mientras hombres sin cara le clavaban cuchillos en los brazos. También iba a hacer caso omiso de aquello pero entonces llegó a la conclusión de que había algo inquieto en su interior e incluso si solo era para mantener las pesadillas a raya, quizá fuera aconsejable llevar un arma más potente que su habitual cuchillo largo.

La pistola era pesada. El mecanismo funcionaba con un fuerte muelle de modo que se pudiera utilizar con una sola mano y contenía diez cartuchos de una pieza, ordenados en una especie de vertical escalonada dentro del mango e impulsados hacia la recámara por otro fuerte muelle que se amartillaba con una palanca que se plegaba después del uso.

Los cartuchos estaban cortados al bies en las puntas.

–Esto sí que para a un hombre –dijo Illis, y después hizo una pausa–. De hecho, es capaz de parar hasta aun hefter, si he de servir a la verdad. –Después sonrió, lo que resultaba un poco desconcertante porque le quedaban muy pocos dientes–. Intentad evitar accidentes con esto, señor –le dijo con tono razonable y después insistió en que el príncipe practicara con ella en la larga galería de tiro que había junto a la armería.

De lo que no cabía duda era que el arma tenía el retroceso de un hefter (y hacía más ruido que cualquiera de ellos), pensó Oramen, pero disparaba bien y en línea recta.

Encontró un sitio para la pistolera de piel de ynt ligeramente aceitada, la ocultó en una zona abullonada de la parte de atrás de su túnica, y prometió mantener el seguro puesto.

12. Cumuloforma

A
Ferbin le costó algún tiempo aceptar que no estaba muerto. Fue recuperando muy poco a poco una especie de conciencia y se encontró suspendido en una nada espaciosa bajo una inmensa masa reluciente de burbujas congeladas. Unas nubes enormes de tonos dorados se extendían en todas direcciones, sobre todo hacia arriba. Abajo, en el fondo, había un océano de un sorprendente color azul desprovisto de tierra. Inmutable, estampado con un encaje de olas rizadas, parecía, a pesar de todo su azul oceánico, congelado de algún modo.

A veces, mientras flotaba sobre aquella aparición, sí que parecía cambiar y Ferbin creyó ver aparecer en la superficie unas motas diminutas, pero después las motas diminutas desaparecieron con la misma lentitud microscópica con la que habían cobrado vida y todo volvía a ser como antes: sereno, tranquilo, inmutable, celestial...

Tenía la sensación de que había estado poco antes en el océano aunque había sido cálido en lugar de frío y él había podido respirar a pesar de estar sumergido en él. Era como si la muerte se pareciera en cierto sentido al nacimiento, como si todavía estuviera en el útero materno.

Y allí estaba al fin, en aquella extraña fuga de nubes infinitas y océano interminable con solo la consoladora presencia de las torres, que iban pasando sin prisas, para tranquilizarlo: estaba en la otra vida que debía. Y hasta las torres parecían demasiado alejadas unas de otras.

Vio una cara. Era una cara humana y sabía que debería reconocerla.

Después volvió a despertar y la cara había desaparecido. Sospechó que había soñado la cara y se preguntó si se soñaba cuando era obvio que estabas muerto. Entonces pareció quedarse dormido. Volviendo la vista atrás, eso también era de lo más sorprendente.

Estaba despierto y sentía un extraño entumecimiento en la espalda y el hombro derecho. No sentía ningún dolor ni incomodidad pero daba la sensación de que había un enorme agujero cubriéndole una cuarta parte del torso, algo que no podía tocar, ni sentir ni hacer nada con ello. Un rugido lejano le llenaba los oídos, como una catarata oída a distancia.

Flotó sobre aquella masa azul perfecta e inmutable. Comenzó a caer la tarde con lentitud, bruñendo las grandes nubes con tonos rojos, violetas y malvas. Observó la torre que se deslizaba a su lado y cuyo cetrino tronco desaparecía en la cada vez más profunda masa del mar, ribeteada de blanco allí donde se encontraban las superficies.

Después cayó la oscuridad y solo un rayo lejano iluminó el océano y las imponentes nubes y lo empujó al sueño con estallidos silencioso de luz remota.

Eso debía de ser el cielo, pensó. O por lo menos una especie de premio.

Las ideas sobre lo que ocurría después de morir variaban incluso entre la casta sacerdotal. A los primitivos se les permitía tener religiones más claras porque ¿qué sabían ellos? Una vez que se conocía aunque solo fuera un poco de la realidad de la situación en el universo exterior, las cosas se complicaban un poco más. Había muchos alienígenas y todos tenían (o habían tenido en su momento) sus propios mitos y religiones. Algunos alienígenas eran inmortales, algunos habían construido sus propias vidas de ultratumba, completamente operativas, donde terminaban los fallecidos (grabados, transcritos) tras la muerte; algunos habían hecho máquinas pensantes que tenían sus propias series de imponderables y poderes semidivinos; algunos eran como dioses, como el Dios del Mundo, por ejemplo, y otros se habían sublimado, lo que en sí mismo se podría decir que era una forma de ascensión a la divinidad.

El padre de Ferbin había tenido la misma opinión pragmática y robusta de la religión que de todo lo demás. Para él, solo los muy pobres y pisoteados necesitaban en realidad la religión, para hacer más soportables sus laboriosas vidas. La gente ansiaba darse importancia, anhelaba que les dijeran que importaban como individuos, no solo como una masa de gente o un proceso histórico. Necesitaban el consuelo de que si bien su vida quizá fuera dura, amarga e ingrata, tendrían alguna gratificación tras la muerte. Por fortuna para la clase gobernante, una fe bien formada también evitaba que la gente buscara su recompensa en el presente por medio de motines, insurrecciones o una revolución.

Un templo valía lo que una docena de cuarteles, un miliciano con un arma podía controlar a una pequeña multitud desarmada pero solo mientras estuviera presente; un único sacerdote podía poner un policía en la cabeza de todos y cada uno de los miembros de su rebaño para siempre.

Los más acomodados, y aquellos que ostentaban un poder real, podían optar por creer o no, como les dictaran sus tendencias personales, pero sus agradables vidas, relativamente fáciles, ya eran una recompensa en sí y para los más poderosos de la tierra, la posteridad (un lugar en la propia historia) sería su premio tras la muerte.

Ferbin jamás se había molestado mucho con pensamientos sobre la otra vida. Ese lugar de nubes se parecía al cielo, o algo por el estilo, pero no estaba muy seguro. Parte de él pensaba que ojalá hubiera prestado más atención a los sacerdotes cuando habían intentado instruirle sobre ese tipo de cosas, claro que, dado que daba la sensación de que había logrado entrar en la otra vida sin fe ni conocimiento alguno, ¿qué sentido habría tenido?

Choubris Holse lo miró desde arriba.

Choubris Holse. Ahí estaba el nombre de la cara que había visto antes. Se la quedó mirando y se preguntó qué estaba haciendo Holse en la tierra de los muertos y encima con una ropa extraña, demasiado suelta, aunque todavía tenía el cinturón y el cuchillo. ¿Debería estar Holse allí? Quizá solo estaba de visita.

Se movió y sintió algo en un lugar donde antes no había habido ningún tipo de sensación o movimiento, en la parte derecha y superior de la espalda. Miró a su alrededor lo mejor que pudo.

Viajaba en algo parecido a la barquilla de un globo, echado sobre una gran cama que se ondulaba un poco y desnudo salvo por una fina manta. Choubris Holse estaba sentado, mirándolo y masticando lo que parecía un trozo fibroso de carne seca. Ferbin sintió de repente un hambre de lobo. Holse eructó y se disculpó y Ferbin experimentó una extraña amalgama de emociones al darse cuenta de que, después de todo, aquello no era la otra vida y él seguía vivo.

–Buen día, señor –dijo Holse. Tenía la voz rara. Ferbin se agarró por un instante a aquella pequeña prueba de que quizá todavía estuviera muerto con la ferocidad de un hombre que se ahoga y se aferra a una hoja flotante. Después la soltó.

Intentó abrir la boca. La mandíbula emitió un chasquido y notó la boca gomosa. De algún lugar salió un ruido parecido al gruñido de un viejo y Ferbin se vio obligado a admitir que era probable que lo hubiera emitido él mismo.

–¿Os sentís mejor, señor? –preguntó Holse con tono práctico.

Ferbin intentó mover los brazos y se dio cuenta de que podía. Se llevó las dos manos a la cara. Estaban pálidas y la piel estaba arrugada, como el océano que todavía pasaba bajo sus pies. Como si hubiera estado demasiado tiempo en él. O quizá solo demasiado tiempo en un baño calentito.

–Holse –dijo con voz ronca.

–A vuestro servicio, señor –suspiró Holse–. Como siempre.

Ferbin miró a su alrededor. Nubes, océano, esa especie de barquilla burbuja.

–¿Qué es esto? ¿No es el cielo?

–No es el cielo, señor, no.

–¿Estás seguro?

–Con una certeza más que moderada, señor. Es una porción del Cuarto, señor. Estamos en el reino de los seres que se hacen llamar cumuloformas.

–¿El Cuarto? –dijo Ferbin. Su voz también era rara–. ¿Pero seguimos todavía dentro del gran Sursamen?

–Desde luego, señor. Solo hemos subido cuatro niveles. A medio camino de la superficie.

Ferbin volvió a mirar a su alrededor.

–Extraordinario –dijo por lo bajo, después tosió.

–Extraordinariamente aburrido, señor –dijo Holse mientras miraba con el ceño fruncido el trozo de carne seca que tenía en la mano–. Llevamos navegando sobre estas aguas los últimos cinco días largos o así y si bien el panorama es impresionante al principio y el aire vigorizante, os asombraría lo rápido que toda esa impresión y vigor se convierten en tediosos cuando no hay nada más que contemplar en todo el día. Bueno, nada que contemplar en todo el día salvo vuestra insigne persona, por supuesto, señor, y, con franqueza, vos tampoco habéis sido la alegría de la huerta en vuestro sueño. Ni una sola palabra, señor. Al menos ni una sola palabra que tuviera sentido. Pero, en cualquier caso, señor, bienvenido a la tierra de los vivos. –Holse fingió mirar bajo sus pies, a través de la fina membrana que mostraba una versión brumosa del océano del fondo–. Aunque tierra, como quizá hayáis notado, es lo único que parece escasear en este nivel.

–¿El Cuarto, sin lugar a dudas? –dijo Ferbin. Se apoyó en un codo (algo le dio una fuerte punzada en el hombro derecho y el príncipe hizo una mueca) para mirar por el costado de la cama en la que estaba echado y se asomó a la brumosa superficie en la estaba Holse. Todo tenía un aspecto bastante alarmante.

–Sin lugar a dudas el Cuarto, señor. No es que yo haya tenido oportunidad de ir contando, por así decirlo, pero es desde luego como lo llaman sus habitantes.

Ferbin miró la carne seca que sostenía Holse y la señaló con un gesto.

–Dime, ¿crees que podría comer un poco de eso?

–Os daré un trozo fresco, ¿queréis, señor? Dijeron que podíais comer algo normal cuando quisierais.

–No, no; ese trozo me servirá –dijo Ferbin sin dejar de mirar la carne y sintiendo que se le hacía la boca agua.

–Como deseéis, señor. –Holse le dio a Ferbin la carne y este se la metió entera en la boca. Sabía salada y un poco a pescado, estaba buenísima.

–¿Cómo es que llegamos aquí, Holse? –dijo Ferbin entre bocado y bocado–. ¿Y a quién te refieres cuando dices «dijeron»?

–Bueno, veréis, señor... –dijo Holse.

A Ferbin lo había herido de gravedad una bala de carabina cuando se metieron en el cilindro que se había revelado en la torre de acceso de los oct. Pura suerte, le dijo Holse. Un disparo casi a oscuras desde una bestia aérea en pleno vuelo y contra un objetivo que corría, hasta el mejor tirador necesitaría todo su cupo de buena fortuna de un mes para dar en el blanco.

Habían caído los dos en el interior del cilindro, que después se limitó a quedarse allí plantado, con la puerta todavía abierta, durante lo que a Holse le había parecido una eternidad. Había acunado al ya inconsciente Ferbin en sus brazos y poco a poco se había ido cubriendo de sangre, chillándole a quien fuera o lo que fuera que cerrara la puerta o hundiera el puñetero tubito en la torre, pero no había pasado nada hasta que algunos de los hombres que los habían atacado aterrizaron fuera, en la cima. Entonces el cilindro decidió por fin adentrarse en la torre. Holse había chillado y aullado para pedir ayuda para Ferbin porque estaba seguro de que el príncipe se estaba muriendo. Entretanto, tenía la sensación de que la sala redonda en la que estaban seguía hundiéndose cada vez más en el interior de la torre de acceso.

La sala se detuvo, la puerta por la que habían caído había aparecido otra vez y una máquina con la forma de un gran oct se había acercado a ellos a toda prisa. Le había quitado de los brazos el cuerpo sin fuerzas de Ferbin y lo había vuelto a toda prisa a un lado y a otro hasta encontrar el agujero de la espalda y la herida de salida, más grande, en el pecho. Después había sellado ambas heridas con una especie de chorro y le había acunado la cabeza con una especie de mano. Le había parecido que unas tenazas de esa mano se deslizaban por el cuello y la nuca de Ferbin, pero Ferbin había estado demasiado inconsciente para reaccionar y Holse había supuesto y esperado que aquello formara de algún modo parte de las atenciones, cuidados médicos o lo que fuera que estuviera haciendo la criatura.

Había aparecido una plataforma flotante y los había llevado por un amplio pasillo con series y secuencias enteras de puertas impresionantes (cada una de ellas bien podía ser del mismo tamaño que las verjas principales del palacio de Pourl) que se deslizaron, rodaron, subieron y bajaron de formas varias para permitirles pasar. Holse había supuesto que estaban entrando en la base de la propia torre D'neng-oal.

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