Materia (27 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

–¿Lo sabe Batra?

–Sinceramente, espero que no. Me podría pasar el resto de mi carrera en Contacto llevando maletas, o algo peor.

–¿Es esto siquiera semioficial? –preguntó Anaplian. Jamás había perdido del todo su bien desarrollada suspicacia.

–¡Por todos los diablos, no! Es solo cosa mía. –El dron hizo una pausa–. Se me encargó que te protegiera, Djan Seriy –dijo con tono más serio–. Y no soy una de esas máquinas que obedecen a ciegas. Me gustaría seguir intentando protegerte, sobre todo ahora que te vas de viaje tan lejos de la protección general de la Cultura, a un lugar violento y con tus habilidades reducidas. Por todas esas razones, te ofrezco mis humildes servicios.

Anaplian frunció el ceño.

–Salvo por lo que tu aspecto insinúa que sería tu mejor servicio –dijo–, acepto.

11. Baldío, noche

O
ramen yacía en la cama con la chica que decía llamarse Jish. Estaba jugando con su cabello, se enredaba largos mechones castaños de la muchacha en un dedo y luego los volvía a soltar. Le divertía el parecido entre los bucles de la joven y las bocanadas de humo que producía la chica con la pipa de unge que estaba fumando. El humo se enrollaba con pereza hacia el techo alto y ornamentado de la habitación, que formaba parte de una casa en una zona elegante y respetable de la ciudad, uno de los lugares preferidos de muchos miembros de la corte a lo largo de los años, entre ellos su hermano Ferbin.

Jish le pasó la pipa, pero él la rechazó con un gesto.

–No.

–¡Oh, vamos! –dijo la chica con una risita. Se volvió hacia él e intentó obligarlo a aceptar la pipa, los pechos le temblaban cuando se movía por la enorme y revuelta cama–. ¡No seas aguafiestas! –Después intentó meterle el tubo de la pipa en la boca.

Oramen giró la cabeza y apartó la pipa con el dorso de la mano.

–No, gracias.

La chica se sentó con las piernas cruzadas delante de él, desnuda y perfecta, y le dio unos golpecitos en la nariz con la pipa.

–¿Por qué no quiere jugar Ora? ¿Ora no quiere jugar? –dijo con una vocecita ronca y graciosa. Tras ella, el amplio cabecero de la cama con forma de abanico estaba cubierto por un cuadro de criaturas mitológicas (los sátiros y ninfas de ese mundo) en plena orgía de tonos rosados sobre unas nubes blancas algodonosas, un cuadro que se iba deshaciendo por los bordes–. ¿Por qué no quiere jugar Ora?

El príncipe sonrió.

–Porque Ora tiene otras cosas que hacer.

–¿Qué hay que hacer, mi encantador príncipe? –La chica le dio una breve bocanada a la pipa y soltó el humo gris con un lustre acuoso–. El ejército está fuera y la tranquilidad es absoluta. Todo el mundo se ha ido, hace buen tiempo y no hay nada que hacer. Juega con tu Jish, ¿por qué no?

Oramen se echó en la cama y se estiró. Una mano se acercó a la copa de vino que permanecía en la mesita de noche, como si fuera a cogerla, pero después volvió a caer.

–Ya sé –dijo Jish con una sonrisa y le dio un poco la espalda, sus pechos se perfilaban bajo la luz ahumada que se derramaba por las altas ventanas del otro lado de la habitación. El príncipe vio que estaba aspirando profundas bocanadas de la pipa. La joven se volvió de nuevo hacia él con los ojos brillantes, se inclinó sobre él mientras apartaba la pipa de los dos, posó los labios sobre los del príncipe y abrió la boca llena de humo para intentar que su compañero respirara el aire de sus pulmones. Oramen sopló con aspereza haciendo que la joven se apartara entre toses y arcadas en medio de una nube rebelde de vapores amargos.

La pipa cayó al suelo con un ruido metálico y la chica volvió a toser con una mano en la boca, daba la sensación de que estaba sufriendo arcadas. Oramen sonrió. Se sentó de repente, cogió la mano de la chica y se la apartó de un tirón al tiempo que le retorcía la piel hasta que la joven emitió un gritito de dolor. Ferbin le había dicho que muchas mujeres respondían bien a ese tipo de maltratos y (aunque le parecía extraño) estaba probando esa teoría.

–Yo no te obligaría a hacer nada que no quisieras, querida –le dijo. El rostro femenino había enrojecido de una forma muy poco atractiva y tenía los ojos llenos de lágrimas–. Deberías hacer lo mismo. –Después le soltó la mano.

La chica se frotó la muñeca y lo miró furiosa, después sorbió por la nariz y se apartó el pelo con gesto arrogante. Buscó la pipa y la vio en el suelo. Bajó medio cuerpo de la cama para cogerla.

–¿Qué pasa aquí? –Tove Lomma sacó la cabeza por encima del cabecero de abanico. La habitación contenía dos grandes camas que podían colocarse una al lado de la otra o pegadas por los cabeceros si se quería un poco más de privacidad. Tove estaba con otro par de chicas en la otra cama. Su rostro grande y sudoroso los miró radiante desde arriba–. No estaréis riñendo, espero. –Después examinó el trasero de Jish cuando la joven se estiró para coger la pipa–.
Hmm.
De lo más apreciable. –Miró a Oramen y señaló con un gesto las nalgas de Jish cuando la joven volvió a subirse a la cama–. Quizá deberíamos cambiarnos dentro de un momento, ¿eh, mi príncipe?

–Quizá –dijo Oramen.

Una de las chicas de Tove apareció a su lado y le metió la lengua en la oreja.

»Creo que te llaman –le dijo a Tove.

–Escucho y obedezco –dijo Tove con un guiño. La chica y él desaparecieron.

Oramen se quedó mirando el techo. Cuántas cosas habían cambiado, pensó. Cuánto había crecido y madurado en un solo mes, desde la muerte de su padre. Había estado con chicas, había aprendido a fumar y a beber y había acudido a despedir a todo un ejército. Había encontrado palabras bonitas, tanto para las chicas, aunque estas no necesitaban que las engatusaran, bastaba con el tintineo del monedero, como para el ejército. El pequeño discurso que les había echado lo había elaborado él mismo, el que Tyl Loesp le había preparado le había parecido vanaglorioso e inmodesto (el regente había hecho lo posible por ocultar su desagrado). Bueno, lo había elaborado casi todo él, había tomado prestado un poco de
La casa de muchos tejados,
de Sinnel, con una pizca del discurso del verdugo del tercer acto de
El barón Lepessi,
de Prode el Joven.

Y allá se habían ido las fabulosas fuerzas de su ejército, bajo estandartes de telas brillantes y nubes de vapor blanco, con muchos tintineos, siseos y relinchos, con muchos rugidos, traqueteos y vítores, todos rumbo a la gloria, decididos a caer sobre los ya casi indefensos deldeynos y concluir al fin el grandioso plan del rey Hausk para unificar el Octavo y más allá. Así llegaría la edad dorada de paz de la que su padre tanto había hablado, cuando un príncipe de su raza, es decir, Oramen, podría guiar a su pueblo a logros todavía más grandes y mayor reconocimiento.

Al menos esa era la teoría. Antes tenían que ganar la batalla. El ejército no iba a tomar el camino más obvio y estaría fuera más tiempo de lo que podría haberse anticipado, lo que debería hacer mucho más certero el resultado. Era de suponer que los deldeynos tendrían la mayor parte de las reducidas fuerzas que les quedaban esperando en la torre del portal más obvio, así que los sorprenderían además de arrollarlos, pero, con todo, nunca se sabía con seguridad. No le habían permitido acompañar al ejército. Todavía era un chiquillo, habían dicho, mejor sería no arriesgar a su último príncipe, no después de lo que le había pasado a Ferbin...

En realidad tampoco sabía muy bien si quería ir o no. Habría sido interesante y parecía una pena que al menos uno de los hijos del fallecido rey no estuviera allí para presenciar su última gran batalla. Oramen bostezó. Bueno, daba igual. Seguro que más de un hombre de cada cien en el ejército preferiría estar donde estaba él en ese momento en lugar de donde estaban.

Su padre le había preguntado si quería ir a una casa como aquella unas cuantas temporadas atrás pero él no se había sentido preparado. No es que estuviera totalmente desprevenido, Ferbin ya llevaba un par de años regalándole con relatos de depravación centrados sobre todo alrededor de casas parecidas, así que él sabía lo que pasaba y lo que se requería. Con todo, la experiencia completa había sido de lo más sorprendente y agradable. Desde luego superaba al estudio. Así que le había deseado a Shir Rocasse una feliz jubilación.

Y Tove había sido, bueno, el mejor amigo, el más complaciente, alentador y servicial que cualquier tipo podría desear. Se lo había dicho y se había alegrado de ver la consiguiente expresión de placer en el rostro de Tove.

Jish estaba volviendo a llenar la pipa. Oramen la observó un ratito mientras escuchaba los sonidos que llegaban desde el otro lado del cabecero, después se levantó sin prisas de la cama y empezó a vestirse.

–Tengo que irme –le dijo a la chica.

–En realidad no quieres irte –le respondió ella con una expresión astuta. Después señaló con la cabeza–. Eso no quiere irse.

Oramen bajó la cabeza. Volvía a estar empalmado.

–Eso no soy yo –le dijo–, eso es solo mi polla. –Se dio unos golpecitos en la cabeza–. Esto quiere irse.

La chica se encogió de hombros y encendió la pipa.

Se puso las trusas y después se levantó mientras se metía la camisa por dentro.

La chica lo miró mal entre jirones de humo gris cuando Oramen se volvió hacia la puerta con las botas en una mano.

–Ferbin habría sido más simpático –dijo la chica.

Oramen se dio la vuelta y se sentó a los pies de la cama, estiró el brazo, atrajo a la chica hacia sí y le habló en voz baja.

–¿Estuviste con mi hermano? –Levantó la mirada. La parte superior del cabecero de la otra cama se mecía hacia delante y hacia atrás–. No grites –advirtió a la joven.

–Unas cuantas veces –dijo Jish con una especie de tímido desafío–. Era un cachondo. No como dicen ahora que era. Él se habría quedado.

–Apuesto a que sí –dijo Oramen. Su mirada buscó algo en los ojos de la chica, después sonrió y estiró una mano para acariciarle la cara–. De verdad que tengo que irme, Jish. En otra ocasión.

Se acercó despacio a la puerta con las botas todavía en la mano. Jish volvió a tirarse en la cama y se quedó mirando el techo, con la pipa a un lado, cuando la puerta se cerró sin ruido.

Un poco después, Tove, que respiraba con dificultad, sacó la cabeza por el lado del cabecero y miró, desconcertado, a Jish y la cama, casi vacía.

–¿Se fue a mear? –le preguntó a la chica.

–Pues si se fue a mear, el puto principito se ha largado al puto palacio para mear allí –le dijo–. Y se ha llevado los putos perifollos con él.

–¡Mierda! –dijo Tove, y desapareció. Un instante después él también se estaba vistiendo, ante las protestas de las chicas.

–¿Doctor Gillews?

El médico tenía su consulta en el ala auxiliar inferior del palacio, a solo unos minutos de los aposentos del rey, junto a un par de pasillos y una larga galería bajo las vigas de uno de los edificios principales. Era un lugar sorprendentemente silencioso para estar tan cerca del centro de todo. Los aposentos se asomaban a un jardín medicinal, inclinado y dividido en terrazas para captar lo mejor de la luz. Oramen había encontrado la puerta cerrada pero sin el cerrojo después de llamar un par de veces. Volvió a llamar al médico por su nombre desde el umbral. Gillews era famoso por quedar absorto en los varios experimentos y destilaciones que llevaba a cabo en su cámara de trabajo principal y a veces no oía (o fingía no oír) cuando lo llamaban.

Oramen se adentró más en el vestíbulo y después atravesó un arco y entró en lo que parecía el recibidor del médico. Las ventanas se asomaban al pequeño jardín y a las nubes altas y lejanas.

–¿Doctor Gillews? –exclamó. Vio lo que parecía un banco delante de una de las ventanas, estaba cubierto de libros, cajas, viales y redomas. Oyó un tenue goteo y olió algo acre. Atravesó la salita y se aseguró de que no había nadie según caminaba, no quería molestar al médico si estaba durmiendo. El goteo se hizo más alto y el olor de algo amargo se hizo más fuerte.

–¿Doctor...?

Se detuvo con la mirada clavada en algo.

El médico estaba sentado en una silla de madera con intrincadas tallas, tenía la cabeza apoyada en el banco que tenía delante. Parecía haber golpeado algunos viales y vasos de precipitación al caer, algunos los había desperdigado y había roto otros. El goteo procedía de los líquidos derramados por algunos recipientes de cristal al romperse. Uno de los líquidos humeaba en el aire y crepitaba al chocar con el suelo de madera.

Una jeringuilla sobresalía del expuesto antebrazo izquierdo de Gillews, el émbolo lo habían bajado por completo. Los ojos del médico miraban sin ver el banco cubierto de instrumental.

Oramen se llevó una mano a la boca.

–Oh, doctor Gillews –dijo y se sentó en el suelo porque temía que le fallaran las piernas. Volvió a levantarse a toda prisa, tosiendo, y se apoyó en el banco. Los vapores eran peores cerca del suelo. Se inclinó y abrió de un empujón dos de las ventanas que se asomaban al patio.

Respiró hondo varias veces y estiró el brazo para buscar el pulso en el cuello del médico, un poco sorprendido y avergonzado de que le temblara tanto la mano. La piel de Gillews estaba fría y no había pulso.

Oramen miró a su alrededor. No estaba muy seguro de qué buscaba. Todo estaba desordenado, pero bien podría ser la norma en un sitio así. No vio ninguna nota ni un último mensaje garabateado.

Suponía que debía ir a informar a la guardia de palacio. Miró, fascinado, la jeringuilla. Había sangre alrededor del pinchazo y unas magulladuras y arañazos alrededor de un puñado de pequeñas heridas más, como si el médico hubiera tenido algún problema para encontrar una vena y se hubiera pinchado varias veces antes de encontrar el lugar adecuado.

Oramen tocó otra vez la piel de Gillews en la muñeca expuesta, donde había una magulladura apagada. Tosió otra vez, los vapores se le atragantaban en la garganta, cuando levantó el puño de la camisa que cubría la otra muñeca del médico y vio unas magulladuras parecidas. Los brazos del sillón eran bastante amplios y planos.

Volvió a bajarle el puño y se fue en busca de un guardia.

Los oct usaron cientos de sus ascensonaves más grandes y media docena de ascensotubos, circuitos cíclicos de navíos como sartas de cuentas en manos de mercaderes que hicieran recuento de las ganancias del día. Se llenaron de hombres, bestias, máquinas, artillería, carretas, suministros y materiales en el Octavo y después bajaron a toda velocidad al Noveno para derramar su contenido y regresar de inmediato por la torre Illsipine en busca de otra carga. Con todo, el proceso llevó un día largo entero, con los retrasos inevitables provocados por la complejidad de aquella inmensa empresa. Los animales se aterraban en las ascensonaves, no querían entrar o se negaban a salir (los hefter, las más numerosas de las bestias de carga, parecían especialmente sensibles), los depósitos de roasoaril tenían fugas y se daba el riesgo de que hubiera explosiones, los vagones de vapor se estropeaban (uno estalló dentro de una ascensonave, no provocó daños en esta, pero mató a muchos de los que iban en el interior, los oct la sacaron del ciclo para limpiarla) y un centenar de pequeños incidentes y accidentes se unieron para hacer que el procedimiento entero se alargara mucho más de lo que parecía un límite razonable.

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