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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (58 page)

La mujer se acercó a él. Los que lo rodeaban se quedaron callados, hasta Hippinse, como si supieran algo que él desconocía. La mujer asintió una vez y esbozó una sonrisa cauta pero no hostil.

Ferbin se dio cuenta de que era Djan Seriy un instante antes de que la mujer abriera la boca para hablar.

22. Las Cataratas

–E
n estos momentos esta es nuestra vista más impresionante –dijo Jerfin Poatas al tiempo que agitaba el bastón y señalaba el extraño edificio que surgía entre las tenues brumas broncíneas. El tipo tenía que levantar la voz para que lo oyeran por encima de la estruendosa cacofonía de la cascada, aunque lo hacía con una especie de facilidad que implicaba que ni siquiera sabía que lo hacía, pensó Oramen.

El edificio Fuente era desde luego impresionante. Se acercaban a él en un pequeño vagón cubierto que traqueteaba por una de las muchas vías que serpenteaban dibujando caminos precarios y con frecuencia peligrosos entre islotes, bancos de arena, partes de edificios caídos y torretas ancladas colocadas en las propias aguas espumosas. El techo y los lados del vagón estaban hechos de material reutilizable recogido en la ciudad sin nombre, una sustancia parecida al vidrio pero más ligera, más flexible y mucho más transparente que cualquier cristal que Oramen hubiera visto fuera de un telescopio o un microscopio, y sin defecto alguno. Pasó la yema de un dedo por la superficie interior del material. Ni siquiera estaba frío como el vidrio. Se volvió a poner el guante.

El tiempo era fresco. En el cielo, en dirección anterior, casi justo debajo del barranco del Sulpitine después de que el río cayera por las cataratas, las estrellas rodantes Clissens y Natherley habían caído hacia el horizonte (Clissens parecía rozarlo, Natherley ya medio oculta por él) y solo quedaba la debilitada estrella rodante Kiesestraal para arrojar algo de luz sobre las Hyeng-zhar al salir por la dirección en la que se ocultaban Clissens y Natherley.

Kiesestraal arrojaba una luz débil, de color blanco azulado y aspecto acuoso, pero apenas proporcionaba calor alguno. Las estrellas rodantes tenían una vida de menos de mil millones de años y la de Kiesestraal ya casi había acabado. A punto de agotarse, seguramente solo le quedaban unos cuantos miles de años antes de extinguirse por completo, después de lo cual caería del techo situado a mil cuatrocientos kilómetros, atravesaría la atmósfera a toda velocidad (produciría un último, breve y horrendo estallido de luz y calor) y se estrellaría contra la superficie del Noveno en algún punto de su curso y, si los sabios de las estrellas, los catastrofistas, los astrólogos y científicos se habían equivocado en sus cálculos, o si sus advertencias eran desatendidas, provocaría una auténtica catástrofe allí donde cayera y podría matar a millones de personas.

Incluso si no había nadie presente justo debajo, la caída de una estrella muerta, sobre todo en un nivel en el que se daba una mayoría de suelo sólido, era un acontecimiento apocalíptico que pulverizaba tierra y roca y las convertía en polvo y fuego, que levantaba proyectiles del tamaño de montañas como si fueran metralla que se extendía a su alrededor y producía todavía más impactos terribles que a su vez provocaban el nacimiento de sucesiones de cráteres cada vez más pequeños, piedras despedidas y rocalla hasta que al fin lo único que quedaba era un erial (con el centro barrido y convertido en un terreno baldío, en un mundo reducido al mínimo) y nubes de polvo y gas, años de inviernos cada vez más largos que todo lo agotaban, lluvias terribles, cosechas frustradas y vientos que aullaban llenos de polvo. El mundo entero resonaba con tales impactos. Incluso justo debajo del techo de un suelo que recibía ese impacto, a un ser humano le costaría notar algún efecto, así de sólida era la estructura de un mundo concha, pero las máquinas de todos los niveles, desde el núcleo a la superficie, registraban el golpe y oían al mundo resonar como una inmensa campana durante varios días. El Dios del Mundo, se decía, oía la caída de la estrella y lloraba.

Por suerte tales catástrofes no abundaban, la última sufrida por Sursamen había ocurrido decieones antes. Al parecer también formaban parte de la vida natural de un mundo concha modificado. O eso afirmaban los oct, los aultridia y otras especies conductoras de mundos concha. Y todas esas destrucciones llevaban a formas de creación, aseguraban, que producían nuevas rocas, paisajes y minerales. Y las estrellas podían reemplazarse, se podía colocar y encender otras nuevas, aunque era una tecnología que al parecer estaba fuera del alcance de especies como los oct y los aultridia, que confiaban en la buena voluntad de los óptimos para eso.

Ese destino era el que aguardaba a Kiesestraal y a la parte del Noveno sobre la que cayera; pero de momento, como si fuera una gran ola que retiraba las aguas antes de volver a cargar con furia, la estrella emitía un chorro fino y atenuado de luz, y por todo el curso del Sulpitine y mucho más allá, incluyendo los grandes mares interiores a ambos extremos del río, comenzaba a dejarse sentir un invierno parcial, primero con el enfriamiento del aire y después el de la tierra y las aguas también a medida que irradiaban su calor hacia la oscuridad que los envolvía. Muy pronto comenzaría a congelarse el Sulpitine y hasta el caos inmenso e incesante de las cataratas se detendría. Parecía imposible, increíble, pensó Oramen mientras observaba las visiones repentinas y esporádicas de la danza loca de las aguas, las olas que provocaban las excentricidades del viento creado por las cataratas y los atronadores muros de espuma que se levantaban, y sin embargo había pasado en siglos anteriores y seguramente ocurriría de nuevo.

El vagón comenzaba a detenerse. Traqueteaba por una sección elevada de vía estrecha y desigual sujeta sobre un arenal poco profundo por unas altas torretas. El arenal estaba rodeado de elipses y curvas de aguas veloces y estridentes que daba la sensación de que podían cambiar de rumbo en cualquier momento y llevarse las arenas y las torretas. Un vendaval parecía sacudir el pequeño vagón y apartar por un instante parte de la bruma y la espuma que lo rodeaba.

El edificio Fuente se alzaba sobre ellos y estallaba en surtidores curvos de agua que se convertían en espuma y lluvia que caía a su alrededor en un torrente incesante que comenzaba a tamborilear y golpear el techo del vagón y a sacudirlo a pulso. Un viento gélido gemía en los intersticios del vagón y Oramen sintió la corriente fría en la cara. Se preguntó si los aluviones y velos de agua que golpeaban el vagón se convertirían en nieve cuando llegara el invierno, pero antes de que se congelaran todas las cataratas. Intentó imaginárselo. ¡Qué magnífico sería!

Esos inviernos parciales eran casi desconocidos en el Octavo. En ese nivel, el techo era casi liso por completo, así que una estrella, ya fuera rodante o fija, arrojaba su luz con libertad y lanzaba sus rayos en todas direcciones salvo allí donde intervenía el propio horizonte. En el Noveno, por razones que solo los velo sabían y que daban a entender las ecuaciones de los fluidos cálculos físicos que hubieran empleado, el techo (y en ciertos sitios, también el suelo) estaba interrumpido de forma casi constante por las grandes aspas, palas y canales requeridos para hacer que los mundos concha funcionasen de acuerdo con su misterioso propósito original.

Unos elementos que por lo general se extendían a lo largo de kilómetros o decenas de kilómetros desde el suelo o el techo y con frecuencia atravesaban directamente el horizonte. Se sabía que algunas ristras del techo se extendían casi por medio mundo.

El resultado era que la luz de una estrella estaba con frecuencia mucho más localizada en el Noveno que en el Octavo, de modo que la luz del sol brillaba a lo largo de una línea del paisaje mientras que justo a un lado el resto se mantenía en una sombra profunda y solo recibía la luz reflejada de la extensión general del cielo brillante en sí. Algunas tierras malditas, por lo general las atrapadas entre altas aspas superficiales, no recibían ningún tipo de luz directa en ningún momento y eran auténticos yermos.

El vagoncito siguió lanzando resoplidos y nubes de vapor hasta que se detuvo con una sacudida y un chirrido de frenos a solo unos metros de una serie de topes que parecían dañados, el agua se estrellaba y estallaba por el techo y los costados del vagón y lo mecía como si estuviera en una cuna de locos. Un haz de vapor se alzó en espiral desde las ruedas.

Oramen miró al suelo. Se encontraban en equilibrio sobre el costado de un gran edificio ladeado y caído hecho, o al menos revestido, de un material muy parecido al que le había proporcionado al vagón los costados y el techo. Las vías del tren reposaban en unos caballetes como cuñas acopladas al costado del edificio en sí, lo que parecía más seguro que las torretas de aspecto endeble que acababan de atravesar.

Unos metros más allá de los topes, el borde del edificio caía de golpe para revelar (entre ese edificio tirado y el edificio Fuente, todavía erguido) un caldera con un remolino salvaje de bruma y espuma de cincuenta metros o más de profundidad, en cuya base (en las pocas ocasiones en las que las nubes de vapor se hendían lo suficiente como para que se abriera la perspectiva) se podía vislumbrar por un instante un oleaje gigante de espuma teñida de marrón.

Una gran plataforma de madera y metal se extendía desde las vías, en el lado de la ladera inclinada, bañada por los torrentes casi sólidos de agua que caían del edificio Fuente. En la superficie de la plataforma había tiradas una o dos máquinas, aunque resultaba difícil imaginar cómo podía trabajar nadie en la plataforma con aquel impresionante y demoledor diluvio. Algunas partes de los bordes de la plataforma parecían haberse roto, era de suponer que se los había llevado la fuerza del agua que caía.

–Esta era una plataforma del andamiaje de las obras del edificio que tenemos debajo –dijo Poatas– hasta que el hundimiento de tierras o derrumbamiento del túnel río arriba provocó que el edificio que tenemos delante se convirtiera en el edificio Fuente.

Poatas se había sentado junto a Oramen, detrás del conductor del vagón. Los asientos posteriores los habían ocupado Droffo, el caballerizo de Oramen, y su sirviente, Neguste Puibive. Oramen sentía las rodillas huesudas del tipo presionándole la espalda a través del fino respaldo del asiento cada vez que Neguste cambiaba de postura sus largas piernas. En la última fila estaban los caballeros Vollird y Baerth. Eran su guardia personal, escogidos a propósito por Tyl Loesp y muy recomendables y capaces, según le habían dicho, pero Oramen los encontraba dados al mal humor y su presencia un tanto desagradable. Habría preferido dejarlos en casa (encontraba excusas para ello siempre que podía) pero había espacio en el vagón y Poatas había hablado con tono sombrío de que necesitaban todo el peso que pudieran reunir en el pequeño vehículo para contribuir a mantenerlo anclado a las vías.

–Esta plataforma parece correr cierto peligro de que se la lleven las aguas –le gritó Oramen a Poatas, quizá con un tono demasiado alto.

–No cabe duda –admitió el hombrecito encorvado–. Pero es de esperar que no ocurra todavía. De momento, es la que ofrece la mejor vista del edificio Fuente. –Clavó el bastón en el aire y señaló aquella estructura alta e improbable coronada de espuma.

–Que es toda una visión –admitió Oramen mientras asentía. Levantó la cabeza y miró el edificio bajo la luz broncínea de la penumbra de la puesta de sol. Los pliegues y las olas de agua caían y se estrellaban contra el techo del vagón, un golpe especialmente pesado rebotó de repente sobre el material casi invisible que los protegía e hizo que el coche entero se estremeciera, como si estuviera a punto de verse arrojado de las vías y lanzado por la superficie empapada de la plataforma sin vías, sin duda para estrellarse y romperse en mil pedazos en el fondo.

–¡Por los tres huevos del Dios! –soltó de repente Neguste Puibive–. Perdón, señor –murmuró.

Oramen sonrió y levantó una mano para perdonarlo. Los golpeó otra ola de agua sólida que hizo que crujiera algo en un lado más bajo de los asientos.

–Chire –dijo Poatas al tiempo que le daba al conductor unos golpecitos en el hombro con la punta del bastón–. Creo que podríamos dar marcha atrás.

Oramen levantó una mano.

–Pensé que podría intentar salir un poco –le dijo a Poatas.

Los ojos de Poatas se abrieron de par en par.

–E intentarlo es todo lo que vais a hacer, señor. Las aguas os derribarían y os llevarían antes de que pudierais respirar una sola vez.

–Y, señor, además quedaríais empapado –señaló Neguste.

Oramen sonrió y contempló el torbellino de agua que se estrellaba y el viento que giraba en el aire.

–Bueno, solo sería un momento, únicamente para experimentar algo de un poder tan fabuloso y una energía tan poderosa. –Se estremeció de anticipación.

–Según esa lógica, señor –dijo Droffo, que se había adelantado un poco para hablarle en voz muy alta a Oramen al oído–, se podría experimentar algo de la potencia y energía de un proyectil colocando la cabeza sobre el cañón justo cuando alguien tirase de la cuerda y el gancho de disparo. Sin embargo, me aventuraría a sugerir que la sensación resultante no permanecería mucho tiempo en el cerebro.

Oramen esbozó una gran sonrisa, se dio la vuelta para mirar a Droffo y después miró otra vez a Poatas.

–Mi padre advirtió a todos sus hijos que habría momentos en los que hasta los reyes deben admitir que les han ganado la partida. Supongo que debo prepararme para esos momentos. Acepto el criterio del parlamento aquí reunido. –Estiró una mano y la agitó entre Poatas y el conductor, que se había dado la vuelta para mirarlos–. Chire, ¿ese era tu nombre?

–Sí, señor.

–Por favor, haz lo que dice el señor Poatas y retirémonos un poco.

Chire miró a Poatas, que asintió. El tren hizo un cambio de marchas y después comenzó a dar marcha atrás, entre resoplidos, nubes de vapor y el olor a aceite caliente.

Droffo se dio la vuelta para mirar a Vollird y Baerth.

–¿Se encuentran bien, caballeros?

–Nunca mejor, Droffo –respondió Vollird. Baerth se limitó a gruñir.

–Están muy callados –dijo Droffo–. No se habrán puesto enfermos con tanto movimiento, ¿verdad?

–Hace falta algo más –le dijo Vollird con una sonrisa muy poco sincera–. Aunque puedo ponerme enfermo con la provocación suficiente.

–De eso estoy seguro –contestó Droffo al tiempo que volvía a darles la espalda.

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