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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (60 page)

Por otro lado, los mineros y saqueadores (una panda muy supersticiosa que se inquietaba con facilidad en el mejor de los casos, según lo que todos decían) habían comentado que habían visto más cosas extrañas e inusuales de lo habitual. En esos días la única luz externa procedía de Kiesestraal y buena parte de su trabajo y su atención se concentraba en los edificios situados bajo aquella plaza de varios kilómetros de anchura, donde habría estado bastante oscuro incluso si los días hubieran disfrutado de una luz normal.

Con la perspectiva de trabajar en aquella oscuridad redoblada, al amparo de unas luces toscas y poco fiables y en un entorno que podía cambiar en cualquier momento y matarte de tantas y tan repentinas maneras, rodeado por los restos fantasmales de edificios de una antigüedad casi inimaginable, lo extraño era que los hombres se aventuraran siquiera a bajar allí, no que experimentaran o imaginaran cosas fuera de lo normal. Aquel era un lugar fuera de lo normal, pensó Oramen. Pocos lugares de los que él hubiera oído hablar lo eran más.

Se llevó los pesados binoculares a los ojos y registró el paisaje en busca de gente. Siempre que mirabas y adonde quiera que miraras con la atención necesaria, las Cataratas (tan inmensas, tan impersonales, con una magnitud tan furiosa e indiferente a la de la humanidad) resultaban estar plagadas de figuras humanas, animales y actividad. Pero el príncipe buscó en vano. Los gemelos eran los mejores que había disponibles, con unas lentes grandes y amplias para acumular tanta luz como fuera posible de modo que, si acaso, mostraban un paisaje más iluminado de lo que lo estaba en realidad, pero incluso así todavía había muy poca luz para ver con suficiente detalle y distinguir a los individuos.

–¡Aquí estáis! Señor, nos dais esquinazo y un buen susto en igual medida cuando os escabullís así. –Neguste Puibive llegó al mirador con varias bolsas y un gran paraguas. Después se inclinó hacia atrás en la puerta–. ¡Está aquí! –gritó escaleras abajo–. El conde Droffo también nos acompaña –le dijo a Oramen–. Pero por suerte no los señores V y B. –Oramen sonrió. A Neguste no le caían mejor que a él Vollird y Baerth.

Oramen les había dicho a los dos caballeros que su presencia no era necesaria. Lo cierto era que no veía la necesidad de que contar con una guardia personal tan dedicada, los peligros principales que encerraba el barranco en sí no estaban provocados por las personas y él no se adentraba en las partes del asentamiento donde ocurrían actos violentos. Con todo, los dos hombres lo acompañaban, con gesto hosco, siempre que el príncipe no tenía un cuidado especial en perderlos. Ponían como excusa que si algo le llegaba a ocurrir a Oramen, Tyl Loesp les partiría el cráneo como si fueran un par de huevos.

Oramen se pasaba buena parte de su tiempo evitando a personas que le parecían desagradables. El general Foise, que estaba al cargo de la seguridad y protección del asentamiento y las Cataratas, era una de esas personas. El hombre al que Fanthile había descrito como alguien dedicado casi de forma exclusiva a Tyl Loesp no era en absoluto siniestro y no daba la menor indicación de ser otra cosa que un funcionario leal del Ejército y el Estado. Era, sin embargo, una persona muy aburrida. Era un hombre delgado y miope tras unos gruesos cristales, tenía un rostro delgado que nunca sonreía y una voz serena y monótona. Era una persona anodina en la mayor parte de los sentidos y se parecía más al secretario de un mercader que a un auténtico general. Su historial en las últimas guerras era encomiable, si bien no espectacular. Los suboficiales que lo rodeaban eran parecidos: eficientes pero poco inspiradores, más gestores que intrépidos espadachines. Pasaban mucho tiempo trabajando en planes y contingencias y determinando el mejor modo de proteger el mayor número de lugares posibles con el menor número de hombres. Oramen estaba encantado de dejarlos trabajar a su modo y no solía intentar meterse.

–Debéis dejar de salir corriendo así, señor –dijo Neguste mientras abría el gran paraguas y lo sostenía sobre la cabeza de Oramen. El príncipe supuso que sí se podía decir que había algo de espuma flotando–. Cada vez que os pierdo de vista, creo que os habéis caído de un edificio o algo parecido, señor.

–Quería ver esto –dijo Oramen, al tiempo que señalaba el gran edificio plano que se alzaba al otro lado del yermo salpicado de brumas de las aguas espumosas–. Los ingenieros dicen que podría caer en cualquier momento.

Neguste se asomó un poco.

–Pero no caerá hacia aquí, ¿verdad, señor?

–Al parecer, no.

–Esperemos que no, señor.

Entre el edificio con aspecto de hoja y el edificio Fuente, otro destello azul iluminó la cortina de agua que caía de la inmensa plaza situada al otro lado de los edificios de enfrente.

–¿Habéis visto eso, señor?

–Sí. El segundo desde que estoy aquí.

–Fantasmas, señor –dijo Neguste con énfasis–. Ahí está la prueba.

Oramen giró la cabeza por un momento.

–Fantasmas –dijo–. ¿De veras?

–Tan cierto como el destino, señor. He estado hablando con los caldereros, los cinturones apretados, los dinamiteros y demás, señor. –Oramen sabía que Neguste era de los que frecuentaba los bares infames y peligrosos, las tiendas donde se fumaba y los salones de baile de las zonas menos salubres del asentamiento, hasta el momento sin recibir daño alguno–. Dicen que hay todo tipo de cosas terribles, extrañas y misteriosas ahí dentro, bajo esa especie de plaza.

–¿Qué clase de cosas? –preguntó Oramen. Siempre le gustaba oír los detalles concretos de tales cargos.

–Oh –dijo Neguste, al tiempo que sacudía la cabeza y encogía las mejillas succionándolas–, cosas terribles, extrañas y raras, señor. Cosas que no deberían ver la luz del día. Ni siquiera de la noche –dijo mirando el cielo oscurecido–. Es un hecho, señor.

–¿Ah, sí? –dijo Oramen. Saludó a Droffo con la cabeza cuando apareció. El conde se mantuvo en la parte interna de la plataforma, junto al muro. No era muy aficionado a las alturas–. Droff. Bien hecho. Te toca a ti esconderte. Cuento hasta cincuenta.

–Señor –dijo el conde con una sonrisa débil, se acercó al príncipe y se detuvo tras él. Droffo era un tipo estupendo en muchos sentidos, dueño también de un sentido del humor seco, pero pocas veces les encontraba la gracia a los chistes de Oramen.

Oramen se inclinó sobre el parapeto de la plataforma y miró por el borde.

–No está tan alto, Droff.

–Lo suficiente, príncipe –dijo Droffo, que levantó la cabeza y miró hacia otro sitio cuando Oramen se inclinó un poco más–. Preferiría que no hicierais eso, señor.

–Yo también, que conste, señores –dijo Neguste al tiempo que miraba a un hombre y después al otro. Una ráfaga de viento amenazó con tirarlo.

–Neguste –dijo Oramen–, baja ese artilugio antes de que el viento te tire de este maldito edificio. De todos modos, la espuma viene sobre todo de abajo así que no sirve de nada.

–De acuerdo, señor –contestó Neguste, bajó el paraguas y lo plegó–. ¿Habéis oído hablar de todos esos sucesos extraños, señor? –le preguntó a Droffo.

–¿Qué sucesos extraños? –preguntó el conde.

Neguste se inclinó hacia él.

–Grandes monstruos marinos que se mueven por las aguas corriente arriba, se alejan de las cataratas, señores, vuelcan botes y arrancan anclas. Se ven también corriente abajo, se mueven allí por donde ningún barco se atrevería a ir. Espíritus, fantasmas y apariciones extrañas, personas a las que encuentran congeladas en piedra o convertidas en polvo, no más polvo del que se podría sostener en la palma de una mano, señor, y otras que pierden el juicio de modo que no reconocen a nadie, ni siquiera a sus seres más queridos y cercanos y vagan por las ruinas hasta que caen por un barranco. Personas que ven algo en las ruinas y las excavaciones, algo que los hace acercarse a la luz eléctrica más cercana y clavan la vista en ella hasta que sus ojos se quedan ciegos, o bien meten las manos para tocar la chispa y mueren entre sacudidas, humeando y llameando.

No era la primera vez que Oramen oía todo eso. Se dio cuenta de que él también podría haber contribuido con su propio suceso extraño.

Solo diez horas antes lo había despertado en plena noche un ruidito extraño e insistente. Había abierto la lámpara de vela y había mirado por el vagón bajo la luz creciente para intentar encontrar la fuente del gorjeo. Jamás había oído un sonido parecido. Parecía un trino curioso, metálico.

Notó una luz verde y suave que se encendía y apagaba, como un parpadeo, no en el compartimento que servía de dormitorio sino a través de la puerta abierta, en el estudio y cámara de recepción del vagón. Xessice, la chica cuya presencia prefería desde que había llegado al asentamiento, se agitó un poco pero no despertó. El príncipe salió de la cama sin ruido, se puso una bata y sacó la pistola de debajo del cabecero.

La luz y el sonido procedían de una bella maqueta del mundo, labrada y ornamentada con delicadeza, que se encontraba en la mesa del estudio. Era uno de los pocos adornos que Oramen había conservado de cuando el carruaje había pertenecido al archipontino. Lo admiraba por su elaboración, de una ejecución exquisita, y había sido casi físicamente incapaz de tirarlo, aunque sospechaba que era en cierto sentido un artefacto religioso foráneo y por tanto no demasiado adecuado para un buen sarlo que respetaba al Dios del Mundo.

En ese momento el objeto emitía ese trino extraño y alienígena y en su interior palpitaba una luz verde. La forma también había cambiado, había sido reconfigurada o bien se había reconfigurado sola de modo que las partes medio abiertas y separadas de las conchas se habían alineado y habían creado una especie de hemisferio erizado con la luz verde pulsando en su interior. El príncipe miró por el estudio (la luz verde iluminaba el espacio lo suficiente como para poder ver), después cerró sin ruido la puerta que llevaba al dormitorio y se sentó en la silla que había delante del escritorio. Se estaba planteando sondear la luz verde central con el cañón del arma cuando la luz se apagó con un parpadeo y quedó sustituida por un círculo suave de colores que iban cambiando despacio y que a él le pareció una especie de pantalla. Se había echado hacia atrás al ocurrir eso pero después se inclinó de nuevo hacia delante con gesto vacilante, y entonces se oyó una voz suave y andrógina.

–¿Hola? ¿Con quién hablo? ¿Es usted sarlo, sí? El príncipe Oramen, se me advierte, ¿es así?

–¿Quién habla? –contestó Oramen–. ¿Quién desea saberlo?

–Un camarada. O, para ser más precisos, alguien que querría ser un camarada, si así se lo permitieran.

–He conocido a muchos camaradas. No todos eran lo que podrían parecer en un primer momento.

–¿Y quién de nosotros lo es? Con todos nos equivocamos. Hay tantas barreras a nuestro alrededor. Estamos demasiado separados. Yo pretendo eliminar algunas de esas barreras.

–Si quiere ser mi camarada, ayudaría saber su nombre. Por su voz, no estoy muy seguro de que sea varón.

–Llámeme camarada, entonces. Mi identidad es complicada y solo serviría para confundir. Usted es el príncipe de Sarl llamado Oramen, ¿verdad?

–Llámeme oyente –sugirió Oramen–. Títulos, nombres; pueden confundir, como al parecer ya hemos acordado.

–Ya veo. Bueno, oyente, quiero expresarle mis mejores deseos y la mayor benevolencia posible por mi parte, con la esperanza de que haya entendimiento y un interés mutuo. Le ruego que acepte estos ofrecimientos.

Oramen llenó la pausa que se produjo.

–Gracias. Le agradezco sus buenos deseos.

–Bueno, una vez aclarado eso, con el ancla clavada, por así decirlo, me gustaría hablar con usted para advertirle de algo.

–¿No me diga?

–Le digo. En este tema concreto: hay que ejercer la cautela en las horadaciones que están haciendo.

–¿Horadaciones? –preguntó Oramen, que miraba con el ceño fruncido la pantalla que brillaba con luz suave. Los colores seguían variando y cambiando.

–Sí, sus excavaciones en la gran ciudad. A ellos deben acercarse con cautela. Les pedimos con humildad que nos permitan asesorarlos en ese tema. No todo lo que está oculto a sus ojos está de igual forma oculto a los nuestros.

–Creo que aquí hay demasiado oculto. ¿Quiénes son ustedes? ¿De qué «nosotros» estamos hablando? Si quieren asesorarnos, empiecen por asesorarnos en cuanto a su identidad.

–Aquellos que querrían ser sus amigos, oyente –dijo la voz asexuada con suavidad–. Me acerco a usted porque creo que es ilimitado. De usted, oyente, se cree que es capaz de labrarse su propio camino, sin las restricciones de los surcos de otros. Tiene la libertad de moverse, de dar la espalda a las creencias incorrectas y las calumnias desafortunadas dirigidas contra aquellos que solo quieren ayudar, no entorpecer. Se engañan aquellos que aceptan la calumnia de otros, calumnias lanzadas por aquellos que solo tienen presentes sus propios y limitados intereses. A veces, aquellos que parecen más encauzados son los más libres y aquellos que son los más...

–Espere un momento, déjeme adivinar; usted es oct, ¿me equivoco?

–¡Ja! –dijo la voz, y después se produjo una pausa–. Eso sería un error, mi buen oyente. Sin duda cree que soy de esa especie porque quizá parezca que pretendo engañarlo. Es un error comprensible, pero un error, no obstante. Oh, sus mentiras llegan hondo, al mismo núcleo, y están cavadas a toda prisa. Tenemos mucho que desentrañar aquí.

–Muestre su rostro, criatura –dijo Oramen. Cada vez estaba más seguro de la clase de ser con el que estaba hablando.

–A veces debemos prepararnos para encuentros importantes. Se deben allanar caminos, negociar gradientes. Un acercamiento brusco y frontal podría producir rechazo mientras que un camino más curvado y suave, aunque pareciera menos directo y honesto, logrará al fin el éxito, el entendimiento mutuo y la satisfacción.

–Muestre su rostro, criatura –dijo Oramen–, o creeré que es un monstruo que no osa hacerlo.

–Hay muchos niveles de traducción, oyente. ¿Podemos decir en realidad que es necesaria una cara para ser una criatura moral? ¿El bien o el mal debe configurarse alrededor de órganos alimenticios?
¿
Es esa una regla que persiste a lo largo de todo el vacío que nos rodea? Muchos son los...

–Dígame de una vez quién es o le juro que atravieso ese mecanismo con una bala.

–¡Oyente! Yo también juro. Soy su camarada. ¡Lo somos! Pretendemos solo advertirle de los peligros...

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