Materia (64 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

La mitad del paisaje se veía rebanado por la plaza, los espacios inferiores también encerrados por las paredes congeladas de agua que envolvían, inmóviles, sus bordes.

–Bueno, ahora pueden llegar a cualquier parte –dijo Droffo.

Oramen miró hacia el lugar en el que las grúas, poleas y montacargas trasladaban ya plataformas enteras de hombres, animales y equipo al fondo de la sima. Unos cuantos volvían a salir al terminar sus turnos de trabajo.

–Sí, así es –dijo. Miró a Vollird y Baerth, que se habían apoyado en la barandilla y se habían quedado mirando el barranco. Hasta ellos parecían impresionados. Vollird tosió un poco, un ruido áspero, seco y asfixiante, después reunió la flema en la boca y la escupió al barranco.

–¿Te encuentras bien, Vollird? –exclamó Oramen.

–Nunca mejor, señor –respondió el tipo, después volvió a carraspear y escupir.

–Por Dios que son una pareja nada fácil de apreciar –murmuró Droffo.

–Ese hombre no está bien –dijo Oramen con tono tolerante.

Droffo sorbió un poco por la nariz.

–Aun así.

Ese último resfriado los estaba afectando a todos, uno por uno. Los hospitales de campaña estaban llenos de aquellos a los que había golpeado con más fiereza y el terreno cubierto de maleza de las afueras del asentamiento, parte de lo que se afirmaba que era, y seguramente fuera, el cementerio más largo del mundo, se estaba llenando de aquellos que la enfermedad no había respetado.

–Pero sí, pueden llegar al centro –dijo Oramen con los ojos clavados en la ciudad que se revelaba–. Ya no se lo impide nada.

–Sí que parece ser el foco de todos los trabajos –dijo Droffo.

Oramen asintió.

–Sea lo que sea lo que haya.

La última sesión informativa de los eruditos de las Cataratas y los caballeros ingenieros había sido fascinante. Oramen jamás los había visto tan animados, aunque, por supuesto, no llevaba allí mucho tiempo. Había hablado con Poatas, que sí había estado más tiempo; este le había dicho que por supuesto que estaban locos de emoción. ¿Qué esperaba el joven príncipe? Se estaban acercando al centro de la Ciudad sin Nombre, ¿cómo no iban a estar nerviosos? Esa era su cima, su clímax, el apogeo de su trabajo. De allí en adelante, la ciudad seguramente sería más de lo mismo y poco a poco habría menos a medida que dejaban atrás el centro, una lenta agonía, una reducción continua. Y mientras tanto, ¡qué tesoro!

Había estructuras en el centro de la ciudad, muy por debajo de la plaza superior, de un tipo que no se habían encontrado jamás. Se estaban haciendo todos los esfuerzos posibles para investigar y penetrar en ese corazón oscuro y congelado y por una vez disponían del lujo del tiempo y cierta certeza de que el suelo no iba a moverse bajo sus pies en solo un instante. Las Cataratas no volverían a cobrar vida en otros cuarenta días o más, así que las aguas tardarían ese tiempo al menos en empezar a llevárselo todo. Era un buen augurio; una suerte que había que coger con las dos manos y explotar al máximo. Entre tanto, con cada tren que llegaba arribaban los refuerzos de Tyl Loesp, sus nuevos y voluntariosos trabajadores, impacientes por comenzar. Jamás habría un momento mejor. Aquella era la cumbre y el centro de toda la historia de la excavación de la Ciudad Sin Nombre, de las Cataratas en sí, en realidad. Y merecía todas y cada una de sus energías y recursos.

Poatas mismo cumplió su palabra, se hizo un nuevo cuartel general en el fondo del propio barranco y se instaló allí con su personal, en una parte de las construcciones que había bajo la plaza, cerca de uno de los artefactos recién descubiertos que parecían, por su tamaño y su ubicación central, que tenían una importancia especial. A Oramen se le había dado la clara impresión de que no se requería su presencia en el centro de toda aquella furiosa actividad y, de hecho, incluso podría entorpecer los trabajos dado que cuando él estaba por allí había que desplegar guardias adicionales para garantizar su protección y una parte de los obreros siempre dejaba de trabajar para quedarse mirando al príncipe con la boca abierta, con lo que se inhibía el progreso expeditivo y eficiente de la gran obra que se estaba llevando a cabo.

No obstante, Oramen estaba decidido a ver lo que estaba pasando y ya había visitado varias partes de las excavaciones incluso mientras el hielo se iba extendiendo y las aguas se retiraban. Había ido sin anunciarse y con tan pocas personas en su séquito como había podido, con la intención de que su presencia causara las menores alteraciones posibles. Y desde luego, no le iban a impedir que viera de cerca lo que estaba pasando una vez que las aguas se habían congelado del todo. Sobre todo quería ver esa nueva clase de artefacto que estaba apareciendo; tenía la sensación de que Poatas le había ocultado su importancia, como si esa última revelación no fuera asunto suyo. No pensaba tolerar, no podía tolerar, semejante falta de respeto.

Bajarían volando en caudes. Los animales se quejaban por el frío y por los bajos niveles de luz pero sus cuidadores les aseguraron a Oramen y su séquito que se había dado de comer a las criaturas un par de horas antes y estaban calientes y listos para volar. Montaron todos, Vollird maldiciendo porque el primer intento lo estropeó un ataque de tos.

Había pasado tanto tiempo desde la última vez que Oramen había volado que se planteó pedir un vuelo de práctica en el suelo, hacer que el animal corriera por la pista y se alzara un poco, lo que le daría tiempo para recordar sus viejas lecciones de vuelo en una relativa seguridad, pero eso habría sido degradante, una señal de debilidad. Él tenía el caude más grande y se había ofrecido a llevar a Neguste con él, en una silla de montar detrás de él, pero el muchacho había rogado que lo excusaran. Tenía tendencia a vomitar. Oramen había sonreído y le había dado la mañana libre.

Se lanzaron al aire más allá del precipicio, Oramen en cabeza. Había olvidado lo alarmante que era aquella bajada que revolvía el estómago al comienzo del vuelo, cuando la bestia aérea se dejaba caer un poco antes de ganar altura.

Cuando el caude se dejó caer y extendió las alas, el viento frío mordió las partes expuestas de la cara de Oramen; incluso con una bufanda sobre la boca y la nariz y con gafas de vuelo, el príncipe sintió que se le metía el frío gélido en el cuerpo. Tiró de las riendas del caude, le preocupaba lo perezoso que parecía y la lentitud de su respuesta. La bestia se alzó poco a poco y cambió de postura bajo el cuerpo del príncipe con gesto fastidioso, como si no se hubiera despertado del todo. Seguían cayendo demasiado rápido. Oramen levantó la cabeza y vio a Droffo, que se lo había quedado mirando desde casi diez metros más arriba. Vollird y Baerth estaban incluso más arriba que el conde.

El caude se sacudió y empezó a cruzar el abismo batiendo las alas, por fin cogió aire y se equilibró. Oramen lo vio levantar su gran cara alargada y girar la mirada a ambos lados al tiempo que levantaba la cabeza para mirar a sus compañeros como si estuviera mareado. El rumbo de la bestia cambiaba unos milímetros con cada gesto ya que la cabeza del animal actuaba como una especie de timón delantero y no cabía duda de que la cola se crispaba como compensación instintiva con cada movimiento. La bestia lanzó un profundo bramido y aleteó con más fuerza, poco a poco se fue elevando para reunirse con los otros y después volaron todos juntos durante unos minutos.

Oramen aprovechó la oportunidad pana mirar a su alrededor todo el tiempo que pudo, quería empaparse de la vista e intentar grabársela en la mente. Sabía que ver la Ciudad Sin Nombre tan de cerca desde una bestia voladora era un privilegio muy escaso. Después bajaron todos planeando juntos hacia la pista de aterrizaje temporal instalada cerca de los pies obstinadamente helados de la catarata secundaria, que formaba un gran muro oscuro que trepaba hasta el borde del nivel de la plaza, bastante más arriba.

Había pasado junto a los restos del edificio Fuente, el peso del hielo acumulado en sus superficies lo había derrumbado y se había desmoronado poco antes de que la congelación fuera completa.

–Esta es una de las diez estructuras parecidas menores que se han observado alrededor de la grande del medio, la que llaman el sarcófago, donde se concentra la mayor atención, como es de esperar –les dijo el capataz mientras bajaban por un túnel poco inclinado hacia una de las últimas excavaciones.

–¿Se sabe algo más sobre el sarcófago? –preguntó Oramen.

Broft (una figura erguida, calva y delgada con un peto bien planchado que dejaba ver un llamativo bolígrafo de bolsillo) sacudió la cabeza.

–En realidad no se sabe nada de ninguno de ellos, señor, que yo sepa.

La bocamina iba bajando poco a poco hacia las entrañas de un edificio derrumbado mucho tiempo atrás y seguía un pasaje que se había obstruido cuando la ciudad había quedado enterrada. Una sarta de bombillas eléctricas que no dejaban de parpadear hacían lo que podían por iluminar el camino, aunque un par de los hombres del capataz también llevaban faroles protegidos por unas mallas. Los utilizaban casi más porque los faroles (a veces) los advertían sobre los gases nocivos que por la luz que arrojaban, aunque esta también se agradecía. El aire que rodeaba al pequeño grupo había pasado de gélido a suave a medida que bajaban.

Oramen y el capataz Broft abrían la marcha flanqueados por los dos hombres con faroles. Droffo y una pequeña panda de trabajadores, algunos de camino a sus turnos, iban detrás, seguidos por Vollird y Baerth, Oramen oía la tos sofocada de Vollird de vez en cuando. El pasaje era liso salvo por una especie de costillas a la altura de las rodillas que cruzaban el suelo cada quince pasos más o menos. En otro tiempo habían formado parte de las paredes del pasaje. El edificio había caído de espaldas y estaban caminando por lo que había sido un pozo vertical. Se habían colocado unas tablas sólidas de madera sobre esas costillas para proporcionar un sendero nivelado, una esquina del cual se había cedido a cables y cañerías.

–Este es el más profundo tras haber caído desde el nivel de la plaza, señor –dijo Broft–. Estamos investigando todas esas estructuras anómalas por una cuestión de orden estratigráfico, por una vez prestamos poca atención a la integridad y al orden secuencial de todos los objetos descubiertos. El señor Poatas suele ser muy estricto con la integridad de los objetos pero no aquí. –Se estaban acercando al pozo donde habían descubierto el artefacto. En las paredes chorreaba la humedad y el aire estaba caliente. El agua gorgoteaba bajo las tablas del suelo. Algo más adelante se oían unas bombas de agua, compañeras de las que habían pasado en la entrada de la bocamina. Para Oramen, las máquinas eran como los hombres a ambos lados de una de esas sierras que van de un lado a otro para cortar un gran tronco.

–Son muchas las teorías, como podréis imaginar, mi príncipe y señor, respecto a los objetos. Sobre todo respecto al grande del centro. Lo que yo pienso...

Oramen solo escuchaba a medias. Estaba pensando en cómo se había sentido cuando el caude había caído bajo él al abandonar la cima del acantilado. Se había quedado aterrorizado. Primero había pensado que se había olvidado de volar y después que la criatura no estaba bien despierta (con desayuno copioso o sin él), o quizá enfermo. Los caudes tenían achaques igual que los hombres y había enfermedades suficientes por el asentamiento. Incluso se había preguntado, solo por un instante, si cabía la posibilidad de que la bestia estuviera drogada.

¿Estaba siendo ridículo? No lo sabía. Desde la conversación que había tenido con Fanthile el día que habían asesinado a Tove y él les había disparado a los dos asesinos, había estado pensando mucho. Pues claro que había personas que lo querían muerto, era un príncipe, el príncipe regente, futuro líder del pueblo que había conquistado aquella tierra. Y su muerte, por supuesto, convendría a algunos. Incluso a Tyl Loesp. «¿Quién se beneficiaría más de su muerte?», había preguntado Fanthile. Seguía sin poder creer que Tyl Loesp lo quisiera muerto; había sido un amigo demasiado bueno e íntimo de su padre durante demasiado tiempo, pero un hombre con semejante poder estaba rodeado por otros que podrían actuar en su nombre pensando que cumplían deseos a los que el poderoso no se atrevía a dar voz.

Incluso esos horribles momentos en el patio de la posada, cuando había muerto Tove, habían quedado envenenados para él. Si lo pensaba, la pelea había empezado con demasiada facilidad y Tove lo había sacado de allí y recuperado la sobriedad muy rápido. (Bueno, era cierto que las peleas de borrachos empezaban por nada y la perspectiva de la violencia podía quitarle la borrachera a un hombre en un santiamén). Pero después Tove había intentando hacerlo pasar por aquella puerta el primero y había parecido sorprendido, incluso alarmado, cuando Oramen lo había empujado fuera. (Claro que querría que su amigo se pusiera a salvo antes que él, creía que el peligro estaba detrás de ellos, en el bar). Y luego sus palabras: «A mí no», o algo muy parecido.

¿Por qué eso? ¿Por qué esas palabras exactas, con la implicación (quizá) de que el asalto en sí se esperaba pero debería haberle ocurrido a quienquiera que estuviera con él, no al propio Tove? (Le acababan de meter un cuchillo en las tripas y se lo habían clavado casi hasta el corazón, ¿iba a sospechar porque no había gritado «¡Diablos, asesino!» o «¡Oh, señor, me habéis matado!» como un mimo en una obra?)

Y el Dr. Gillews, que al parecer había muerto por su propia mano.

Pero ¿por qué Gillews? Y si Gillews...

Sacudió la cabeza, el capataz Broft lo miró y el príncipe tuvo que esbozar una sonrisa alentadora durante un momento antes de resumir sus pensamientos. No, eso era llevar las suposiciones demasiado lejos.

Fuera como fuera, Oramen estaba seguro de que esa mañana debería haber probado al caude. Había sido una tontería no hacerlo. Admitir que sus lecciones de vuelo estaban un poco oxidadas no habría sido ninguna deshonra. La próxima vez haría lo más sensato, aunque eso significara correr el riesgo de quedar en ridículo.

Salieron a una plataforma que estaba sobre el pozo y se asomaba desde media altura del muro curvado al centro de toda la atención: un cubo negro como la noche, de diez metros de lado, que yacía inclinado en un foso de agua sucia al fondo de una gran cámara apuntalada de al menos treinta metros de diámetro. El cubo parecía tragarse la luz. Estaba rodeado de andamios y personas que escalaban por él, muchas usando lo que parecía equipamiento minero. Unos destellos azules y naranjas iluminaban la escena y se oían los siseos y el estruendo metálico de los martillos de vapor, uno de los muchos métodos que se estaban probando para intentar acceder al interior del cubo (si es que se podía entrar), o al menos para intentar desprenderle alguna astilla. Pero entre todo aquel ruido y barahúnda, era el objeto en sí el que siempre atraía todas las miradas. Algunos de los trabajadores a los que habían acompañado se metieron en un montacargas acoplado a la plataforma principal y esperaron a que los bajaran al pozo.

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