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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (63 page)

~
Hmm,
respondió el dron, era obvio que no estaba muy convencido.
¿Y Jerle Batra no ha clarificado su estatus?

~
Exacto.
Los ojos de Anaplian se entrecerraron cuando los pocos sistemas de los que podía disponer de inmediato y que podía controlar con solo pensarlo se conectaron y empezaron a comprobar su estado.
Así que tiene que ser una vieja máquina de CE. O algo muy parecido.

~
Esperemos, supongo.

~
Sí, esperemos,
asintió la agente.
¿Tienes algo más que añadir?

~
Por ahora no. ¿Por qué?

~
Voy a dejarte un momento, Turminder. Debería ir a hablar con mi hermano.

24. Vapor, agua, hielo, fuego

A
Tyl Loesp el mar Hirviente de Yakid lo decepcionó. Sí, era cierto, hervía en el centro del gran cráter que lo albergaba, pero tampoco era tan impresionante, aunque los vapores y brumas resultantes «asaltaran las bóvedas del cielo», (palabras de algún antiguo poeta de cuyo nombre se alegraba no acordarse, cada lección olvidada era una victoria sobre los tutores que tanto se habían esforzado, bajo las instrucciones expresas de su padre, por meterle a golpes el conocimiento). Con el viento soplando en dirección contraria, lo único que tenía que ofrecer el mar Hirviente era la sensación de encontrarse en un denso banco de niebla; lo que no se podía decir que fuera un fenómeno por el que mereciera la pena salir y mucho menos viajar durante días enteros por un paisaje que, con franqueza, carecía por completo de cualquier cosa fuera de lo común.

Las Hyeng-zhar eran mucho más imponentes y magníficas.

Tyl Loesp había visto el mar Hirviente desde la costa, desde el agua en un vapor de placer (como en ese momento) y desde el aire, en un lyge. En cada caso a nadie se le permitía acercarse demasiado, pero él sospechaba que, incluso situándose tan cerca como para que hubiera un peligro real, no se llegaría a vivir una experiencia demasiado interesante.

Se había llevado lo que a todos los efectos era su corte itinerante y había establecido una capital temporal en Yakid para pasar alrededor de un mes disfrutando de un tiempo más fresco que el que afectaba a Rasselle. La estancia le permitiría también visitar otros lugares famosos (se podía decir que Yakid estaba en el centro de todo) y poner cierta distancia entre él y tanto Rasselle como las Hyeng-zhar. En realidad, para ser sinceros, lo que le permitiría sería poner distancia entre él y Oramen.

Había adelantado su partida de Rasselle solo un día para evitar encontrarse con el príncipe regente. Con eso el tipo ya sabría quién era el jefe y así había sido como lo había justificado ante sí mismo en un primer momento, pero sabía que el motivo real era más complicado. Había desarrollado cierta antipatía por el jovencito (por el joven príncipe o como se quisiera llamar). No quería verlo, así de simple. Se encontraba incómodo en su compañía, por raro que fuera, y experimentaba una extraña dificultad para mirarlo a los ojos. Lo había notado por primera vez el día de su triunfo en Pourl, cuando nada debería haber nublado su humor, y sin embargo, aquel insólito fenómeno lo había conseguido.

No podía ser la sensación de culpabilidad ni la incapacidad de disimular, Tyl Loesp estaba convencido de haber hecho lo correcto (¿acaso no lo atestiguaba el hecho de que pudiera viajar por aquel nivel recién conquistado como si fuera su rey en todo salvo el nombre?) y le había mentido con soltura a Hausk durante veinte años al decirle lo mucho que lo admiraba, lo respetaba y lo reverenciaba, que siempre estaría en deuda con él y siempre sería la espada de su mano derecha, etcétera, etcétera, así que solo podía ser que había terminado por despreciar al príncipe regente. No había otra explicación razonable.

Era todo de lo más desagradable y no podía continuar así. En parte por esa razón lo había dispuesto todo para que se pusiera fin a la situación en las Hyeng-zhar mientras él estaba fuera.

Así que allí estaba, a una distancia más que respetable de cualquier suceso desagradable, había visto el maldito mar Hirviente con sus propios ojos y, de hecho, también había visto algunos otros lugares espectaculares y encantadores.

Seguía sin estar muy seguro de por qué lo había hecho. Una vez más, no podía ser solo porque deseara evitar al príncipe regente.

Además, tampoco hacía ningún daño que un nuevo gobernante inspeccionara sus posesiones recién conquistadas. Era una forma de imponerse sobre su nuevo dominio y de que sus súbditos lo vieran una vez que tenía la certeza de que la capital era segura y las cosas funcionaban sin contratiempos (tenía la impresión de que a los funcionarios deldeynos les daba completamente igual quién gobernase; lo único que les preocupaba era que alguien lo hiciera y que a ellos se les permitiera gestionar los asuntos del reino en nombre de esa persona).

También había visitado varias ciudades más, por supuesto, y le había impresionado (aunque había tenido cuidado de que no se le notara) lo que había visto. Las ciudades deldeynas eran por lo general más grandes y más limpias que las sarlas, estaban mejor organizadas y sus fábricas también parecían estar organizadas con mayor eficiencia. De hecho, los deldeynos superaban a los sarlos en muchas áreas, por desesperante que fuese, salvo en aquellas vitales del poder militar y la habilidad marcial. Lo extraño era que hubieran podido dominarlos.

Pero, una vez más, el pueblo del Noveno (o al menos aquellos que él había conocido en las recepciones de la casa ducal, las comidas en el ayuntamiento y las cenas en los salones de los gremios) parecía poner un gran interés, bastante patético por cierto, en demostrar que se alegraban de que la guerra hubiera terminado y que agradecían que se hubiera restaurado el orden. ¡Y pensar que en otro tiempo se había planteado arrasar casi todo el nivel, hacer que los cielos se llenaran de llamas y llantos y las alcantarillas y ríos de sangre! Y todo para mancillar el buen nombre de Hausk. Qué limitado e inmaduro parecía ese deseo a aquellas alturas.

Aquellas personas apenas sabían, ni les importaba, quién había sido Hausk. Habían estado en guerra y al fin había llegado la paz. Tyl Loesp tenía la inquietante y a la vez también perversamente alentadora sensación de que los deldeynos se iban a adaptar mejor al estado de paz como derrotados que los sarlos como vencedores.

Había empezado a vestirse al estilo deldeyno, suponía que con eso se ganaría sus simpatías. Con aquella ropa suelta, casi afeminada (unas trusas ondulantes y una levita) al principio se sentía raro, pero no había tardado en acostumbrarse. El gremio de relojeros de Rasselle le había regalado un magnífico reloj incrustado de joyas y se había aficionado a llevarlo en el bolsillo que se había cortado en la levita para tales instrumentos concretos. En esa tierra de ferrocarriles y horarios, era un avío sensato, incluso para alguien que podía ordenar que trenes y vapores partieran o no según dictara su capricho.

Su palacio temporal estaba en la casa ducal de Dillser, en la costa. El vapor de placer (las paletas chapoteaban en el agua, la chimenea expulsaba humo y vapor) se dirigía al muelle repleto de banderas, se abría camino por las aguas apenas templadas y cubiertas de una suave bruma bajo un cielo despejado por los vientos. Unas montañas lejanas bordeaban el horizonte, unas cuantas de las cimas redondeadas y ondulantes estaban coronadas de nieve. Las esbeltas torres y las estrechas agujas de la ciudad se alzaban más allá de la casa ducal y las varias carpas y pabellones que cubrían los céspedes.

Tyl Loesp se empapó del aire fresco y limpio e intentó no pensar en Oramen (¿Sería ese mismo día? ¿Habría ocurrido ya? ¿Hasta qué punto tendría que hacerse el sorprendido cuando le llegara la noticia? ¿Cómo lo llevarían a cabo?) Se puso a pensar en su lugar en la cena de esa noche y en la chica que escogería para esa velada.

–Vamos muy bien de tiempo, señor –dijo el capitán del vapor cuando se reunió con él en el puente volante. Saludó con un gesto de la cabeza a la guardia personal de Tyl Loesp y a los oficiales que se habían reunido cerca.

–¿Las corrientes son favorables? –preguntó Tyl Loesp.

–Más bien la falta de naves submarinas de los oct –dijo el capitán. Se apoyó sobre la barandilla y se subió la gorra. Era un tipo pequeño y alegre sin pelo alguno.

–¿Suelen ser un peligro? –preguntó Tyl Loesp.

–Bancos de arena móviles –dijo el capitán con una carcajada–. Y encima no demasiado rápidos cuando toca quitarse de en medio. Nos han abollado unos cuantos navíos y han hundido un par. No es que los embistan, es que las naves oct suben por debajo del vapor y lo vuelcan. Se han ahogado unas cuantas personas. Nada intencionado, por supuesto. Solo que no saben navegar muy bien. Se diría que deberían ser capaces de hacerlo algo mejor con lo avanzados que están. –El capitán se encogió de hombros–. Quizá sea que les da igual.

–¿Pero hoy no es un peligro para la navegación? –dijo Tyl Loesp.

El capitán sacudió la cabeza.

–Hace ya veinte días que no lo es. No hemos visto ni uno solo.

Tyl Loesp frunció el ceño y miró el muelle al que se acercaban.

–¿Por lo general, qué es lo que los trae aquí? –inquirió.

–¿Quién puede decirlo? –dijo el capitán con tono alegre–. Siempre hemos supuesto que es el Hirviente, quizá sea incluso más impresionante en el fondo del mar, si se tiene una nave que puede llevarte ahí abajo y después volver a subir y así puedes ver lo que está pasando por ahí. Los oct nunca salen de sus submarinos, así que no podemos preguntarles. –El capitán señaló el muelle con la cabeza–. Bueno, será mejor que atraquemos. Disculpadme, señor. –Regresó bajo el puente cubierto, a la cámara del timonel, sin dejar de dar órdenes a gritos. El vapor empezó a girar y el motor agotó un penacho de humo y vapor por la alta chimenea antes de replegarse y terminar el viaje con un
puf, puf, puf
constante y ocioso.

Tyl Loesp contempló las olas de su estela, que se curvaban y alejaban del barco, y los últimos y extensos jirones de vapor que salían de la chimenea y se acomodaban sobre la arruga cremosa de agua chispeante para hacer sombras sobre ella.

–Unos veinte días –dijo para si en voz baja. Después le hizo una seña al ayudante que tenía más cerca–. Levantad el campamento –le dijo–. Regresamos a Rasselle.

Una quietud extraordinaria se había adueñado de las Hyeng-zhar. Aliada con la oscuridad, parecía una especie de muerte.

El río se había congelado en toda su anchura, el canal del medio había sido lo último en helarse. Con todo, el agua había seguido cayendo por la Ciudad Sin Nombre al barranco, aunque fuera a un ritmo mucho más reducido, y aparecía bajo la corona de hielo y se precipitaba, envuelta en bruma, sobre el paisaje de torres, rampas, plazas y canales de agua del fondo. El rugido seguía allí, aunque muy disminuido, parecía un compañero ideal para el brillo trémulo que era la luz débil y miserable de la lenta estrella rodante Kiesestraal.

Poco después, Oramen se había despertado una noche y se había dado cuenta de que algo iba mal. Se había quedado echado en la oscuridad, escuchando, incapaz de decir qué era lo que le parecía tan inquietante. Lo afligió una especie de terror cuando pensó que podría ser otro mecanismo abandonado de los tiempos del archipontino, un artefacto que también hubiera cobrado vida y lo llamara. Pero no había sonido alguno. Escuchó con atención pero no oyó nada y tampoco había luces que parpadearan, ni verdes ni de ningún otro color, por ninguna parte.

Le dio la vuelta a la cubierta que escondía la gruesa vela de noche e iluminó el compartimento. Hacía mucho frío; tosió (un resto apagado más de la típica aflicción del asentamiento que lo había tenido en cama durante unos días) y observó los jirones de aliento que se escapaban de su boca.

Le había llevado un rato descubrir qué era lo que iba mal: era el silencio. No se oía el ruido de las cataratas.

Salió al comienzo del siguiente periodo laborable y se adentró en aquella semipenumbra que parecía perpetua. Lo acompañaban Droffo, Neguste y los dos hoscos caballeros. A su alrededor, las multitudes habituales y los equipos de trabajadores se iban preparando, listos para descender al barranco. Unos cuantos más ese día que el día anterior, como había ocurrido cada día desde la llegada de Oramen.

Arrastraban los pies, daban patadas en el suelo y gritaban, así se abrían camino los hombres, despacio, rumbo a los ascensores y las grúas que salpicaban el borde del precipicio a lo largo de kilómetros hasta el mismo borde del barranco. Un ejército dejándose caer al abismo.

Los cielos estaban despejados. La única bruma que había se alzaba de los amplios lomos de algunos bestias de carga que tiraban de carros pesados y de la maquinaria más grande. Eran chunsel, uoxantch y ossesyi; Oramen ni siquiera sabía que se podía domar a esas grandes bestias de guerra, al menos lo suficiente como para tirar de carros y cargar pesos. Se alegraba de no tener que compartir un montacargas con ninguna de esas bestias inmensas e impresionantes, pero también aterradoras.

Desde el barranco, las Cataratas ofrecían una visión fabulosa e inquietante. No corría el agua. Ninguna nube oscurecía parte alguna del monumental abismo que habían formado las aguas en la tierra. La vista no se interrumpía y estaba sorprendentemente despejada. Unas cortinas congeladas y varias capas de agua solidificada envolvían cada precipicio. Los canales del fondo del barranco (cada uno de los cuales habría sido un gran río por derecho propio en cualquier parte) eran eriales negros y sinuosos, medio cubiertos por charcos de escarcha y nieve.

Oramen tenía la sensación de que estaba contemplando el lugar donde se había producido una inmensa carnicería, un paisaje carcomido (masticado por un animal de una escala inimaginable) que después había sufrido daños menores pero a pesar de todo gigantescos cuando las crías del primer monstruo se habían acercado y se habían llevado cada una varios mordiscos del semicírculo mayor, después de lo cual unos cuantos monstruos más pequeños todavía también habían arrancado varios bocaditos de los perímetros de esos mordiscos secundarios, lo que había dejado un mordisco tras otro y otro, todos arrancados del paisaje y todos devorados y arrastrados por las aguas.

Y después, entre toda esa desolación estructurada, entre ese avance escalonado de caos fracturado, se revelaba una ciudad que estaba más allá de las habilidades y el trabajo de cualquier porción de humanidad que Oramen hubiera encontrado jamás. Una ciudad a una escala que resultaba inverosímil, una ciudad de torres negras y espejadas, agujas blancas como huesos, hojas como filos retorcidos de obsidiana, estructuras de curvas escandalosas y patrones extraños, con un propósito indescifrable y unas vistas enormes que todo lo abarcaban y llevaban a cañones, estratos y filas enteras de edificios resplandecientes, brillantes, uno tras otro hasta que solo se interponía la pared vertical del barranco al otro lado de las silenciosas Cataratas, a diez kilómetros de distancia.

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