Volvía a estar en aquella habitación forrada de libros, golpeado, inmóvil en aquella sillita. Se había imaginado que se había librado de ella, que podía levantarse, pero después de una sensación muy breve y vivido de movimiento repentino y no buscado, allí estaba de nuevo, paralizado, echado, tirado boca abajo en el suelo, indefenso. Volvía a ser un bebé. No tenía control alguno, no podía moverse, ni siquiera podía sujetarse la cabeza. Sabía que había personas a su alrededor, y fue consciente de algún movimiento y de más dolor todavía, pero nada se mostraba en su verdadera forma, nada tenía sentido. Abrió la boca para decir algo, aunque fuera solo para suplicar ayuda, para que alguien pusiera fin a aquel dolor fracturado que lo pulverizaba, pero solo se le escapó un aullido.
Volvía a estar despierto. Debía de haberse quedado dormido. Seguía sufriendo un dolor terrible, aunque parecía más apagado. ¡No podía moverse! Intentó incorporarse, intentó mover un miembro, estirar un dedo, abrir los ojos... pero nada.
Le llegaban sonidos como si estuviera dentro del agua. Estaba echado en algo blando, no duro. No era más cómodo. ¿En qué estaba pensando? Algo importante.
Volvió a subir nadando entre los sonidos acuosos que lo rodeaban, indefenso y consciente de los ruidos que hacía: resollaba, gimoteaba y gorjeaba.
¿En qué había pensado?
Se dividieron las aguas como una cortina de calima que se separara. Creyó ver a su amigo Droffo. Tenía que decirle algo. Quería aferrarse a la ropa de Droffo, incorporarse como pudiera, gritarle a la cara, ¡lanzar una advertencia terrible!
Y luego llegó Neguste. Tenía lágrimas en la cara. Había muchas otras caras, preocupadas, formales, neutrales, aterradas, espantosas.
Estaba despierto otra vez. Se estaba aferrando al cuello de Droffo, solo que no era Droffo en realidad.
¡No se lo permitáis! ¡Destruidlo! ¡Minadla cámara, derribadlo! No permitáis...
Estaba dormido en su asiento, un anciano quizá, perdido al final de sus días, días revueltos en esa lenta desaparición de su luz. Confusiones suaves, confiaba en otros para que se ocuparan de él. Había alguien detrás de él, buscaba algo. Siempre le robaban. ¿Era eso lo que siempre había querido? Entonces es que no era hijo de su padre. Intentó darse la vuelta para enfrentarse a quienquiera que estuviese intentando robarle los recuerdos, pero no pudo moverse. A menos que esa sensación también fuera un recuerdo. Tuvo la impresión de que estaba a punto de echarse a llorar. La voz seguía susurrándole al oído, en su cabeza. No sabía lo que estaba diciendo. La vejez llegaba con un gran dolor, cosa que no parecía justa. Todos los demás sentidos se apagaban, pero el dolor seguía brillando. No, eso no era verdad, el dolor también se apagaba. Ya se estaba apagando otra vez.
–¿Qué está intentando decir?
–No sabemos. No lo entendemos.
Despierto otra vez. Parpadeó y levantó los ojos a un techo que ya había visto antes. Intentó recordar quién era. Decidió que debía de ser Droffo, tirado allí, en el tren hospital. No, mira, allí estaba Droffo. Entonces debía de ser otra persona. Tenía que decirle algo a Droffo. ¿Quiénes eran todas esas personas? Quería que se fueran. ¡Tenían que entenderlo! Pero tenían que irse. Entenderlo y luego irse. Había que hacer cosas. Un trabajo urgente. Lo sabía y tenía que decirles que lo sabía. Tenían que hacer lo que él no podía hacer. ¡Enseguida!
–
Estruir
–
se
oyó decir entre las ruinas–.
Erribalo
todo. Es
...
–Y entonces se le fue la voz, y la luz también. Esa oscuridad que lo envolvía todo. Qué rápido se movían las estrellas rodantes, qué poco iluminaban. Necesitaba decírselo a Droffo, necesitaba hacerle entender y a través de él a todos los demás...
Volvió a parpadear. La misma habitación. Compartimento médico. Pero había algo diferente. Oyó lo que parecían disparos. ¿Olía a humo, a quemado?
Levantó la vista. Droffo. Pero no era Droffo. Parecía Mertis tyl Loesp. ¿Qué estaba haciendo allí?
–Socorro... –se oyó decir.
–No –dijo Tyl Loesp con una débil sonrisa–. No hay forma de socorrerte, príncipe. –Y un puño con cota de malla cayó sobre su rostro y borró la luz.
Tyl Loesp bajó a grandes zancadas por la rampa que llevaba a la cámara que albergaba el sarcófago; tras él, hombres fuertemente armados. El cubo gris estaba rodeado por círculos concéntricos de oct. Apenas parecían haber notado que por la cámara yacían esparcidos hombres muertos y moribundos. A los moribundos los ayudaban a continuar su camino los encargados de despachar a los heridos. A Tyl Loesp le habían dicho que unos cuantos de los defensores quizá todavía fueran capaces de resistirse; tal vez no se hubiera dado cuenta de todos los heridos, la cámara seguía siendo peligrosa. Pero él estaba impaciente por ver aquello con sus propios ojos y había volando directamente hasta allí después de tomar el centro del asentamiento y descubrir al príncipe regente moribundo y echado en su cama de hospital.
–Poatas, Savide –dijo cuando se acercaron a él entre la masa de oct. El regente volvió a mirar la entrada de la cámara, donde se estaba manipulando un gran cubo negro de diez metros de lado para llevarlo a la cima de la rampa del túnel que había más allá. Resonaron un par de disparos lejanos que levantaron ecos en la cámara. Tyl Loesp sonrió al ver que Poatas se estremecía como si hubiera recibido él el tiro–. Habéis estado muy ocupados –le dijo al anciano–. Nuestro príncipe no retrasó las cosas, ¿no?
–No, señor –dijo Poatas con la vista baja–. El progreso ha sido todo el que hubiéramos deseado. Es un placer veros una vez más, señor y saber que la victoria es vuestra...
–Sí, sí, Poatas. Todos muy leales. Savide, ¿aprobáis todo lo que está pasando aquí?
–Todo es aprobación. Nos gustaría ayudar más. Permitidnos ayudar.
–Háganlo, desde luego.
Despierto otra vez. Pero con más dolor. Oyó su propia respiración. Emitía un extraño gorgoteo. Alguien le estaba limpiando la cara y le hacía daño. Intentó gritar, pero no pudo.
–¿Señor?
No podía emitir ningún sonido. Vio a su sirviente con un ojo, otra vez como si fuera a través de una cortina de bruma. ¿Dónde estaba Droffo? Tenía que decirle algo.
–¡Oh, señor! –dijo Neguste sorbiendo por la nariz.
–¿Todavía vivo, príncipe?
Consiguió abrir el único ojo bueno que tenía. Ni siquiera esa acción le ahorró dolores. Era Mertis tyl Loesp. Neguste se había quedado un poco más atrás, con la cabeza baja, sollozando.
Intentó mirar a Tyl Loesp. Intentó hablar. Oyó un borboteo.
–Oh, vamos, vamos.
Chss,
calladito –dijo Tyl Loesp como si hablara con un bebé, frunció los labios y se llevó un dedo a la boca–. No te demores, querido príncipe. No dejes que te entretengamos. Parte, no te apures. Por favor, señor, a tu padre no le costó tanto morirse. Deprisa. Eh, tú.
–¿Señor? –dijo Neguste.
–¿Puede hablar?
–No, señor. No dice nada. Lo intenta, creo... El conde Droffo, pregunta por el conde Droffo. No estoy seguro.
–¿Y Droffo?
–Muerto, señor. Vuestros hombres lo mataron. Estaba intentando...
–Ah, sí. Bueno, pregunta todo lo que quieras, príncipe. Droffo no puede venir a ayudarte, aunque no tardarás en acudir tú a su lado.
–¡Oh, por favor, no le hagáis daño, señor, por favor!
–Cállate o al que haré daño será a ti. Capitán, dos guardias. Tú, tú vas a... ¿y ahora qué?
–¡Señor, señor! –Una nueva voz, joven y urgente.
–¿Qué?
–¡La cosa, señor, el objeto, el sarcófago! Está... está haciendo... Es que... ¡No puedo, es...!
No es lo que creéis,
tuvo tiempo de pensar Oramen, después las cosas salieron volando otra vez y sintió que volvía a deslizarse bajo las aguas.
–¡Señor!
–¿Qué? –dijo Tyl Loesp sin detenerse. Estaban en el túnel recién agrandado, a un minuto de la entrada de la gran cámara semiesférica que contenía el sarcófago.
–Señor, este hombre insiste en que es un caballero que está a vuestras órdenes.
–¡Tyl Loesp! –resonó una voz angustiada por encima de la manada de asesores, guardias y soldados que rodeaban a Tyl Loesp–. ¡Soy yo, Vollird, señor!
–¿Vollird? –dijo Tyl Loesp, se detuvo y se dio la vuelta–. Dejadme verlo.
Los guardias se separaron y dos de ellos le llevaron a un hombre cogido por los brazos. Era cierto que era Vollird, aunque iba vestido con lo que parecían harapos, tenía cabello de loco y una expresión de más loco todavía, con los ojos fijos y clavados en algo.
–¡Es verdad, señor! ¡Soy yo! ¡Vuestro buen y fiel sirviente, señor! –exclamó Vollird–. ¡Hicimos todo lo que pudimos, señor! ¡Casi lo conseguimos! ¡Lo juro! ¡Pero había demasiados!
Tyl Loesp se quedó mirando al tipo y sacudió la cabeza.
–No tengo tiempo para ti...
–¡Solo salvadme de los fantasmas, Tyl Loesp, por favor! –A Vollird se le doblaron las rodillas y los guardias de cada lado tuvieron que soportar su peso. Vollird había abierto mucho los ojos y se lo había quedado mirando mientras la saliva le manchaba la boca.
–¿Fantasmas? –dijo Tyl Loesp.
–¡Fantasmas, hombre! –chilló Vollird–. Los he visto, ¡fantasmas de todos, que vienen a perseguirme!
Tyl Loesp sacudió la cabeza y miró al comandante de la guardia.
–Este hombre ha perdido el juicio. Llevadlo... –empezó a decir.
–¡Gillews es el peor! –dijo Vollird, se le quebraba la voz–. ¡Podía sentirlo! ¡Podía sentirlo todavía! El brazo, la muñeca bajo...
No pudo decir nada más. Tyl Loesp había sacado la espada y se la había hundido directamente. Dejó a Vollird borboteando y gesticulando, con los ojos todavía muy abiertos y la mirada centrada en la hoja plana que le sobresalía de la garganta, donde el aire silbaba y la sangre palpitaba, hacía burbujas y chorreaba. Movía la mandíbula con torpeza, como si estuviera intentando tragar algo demasiado grande.
Tyl Loesp clavó la espada un poco más con la intención de cortarle la espina dorsal pero la punta rebotó en el hueso y el filo rebanó la carne del lado del cuello y produjo otro chorro de sangre al cortarle una arteria. El guardia de ese lado se movió para esquivar la sangre. Vollird se quedó bizco y el último aliento lo abandonó como un suspiro lleno de burbujas.
Los dos guardias miraron a Tyl Loesp, que extrajo la espada.
–Soltadlo –les dijo.
Cuando lo dejaron, Vollird cayó hacia delante y se quedó tirado y quieto en el charco oscuro de su propia sangre, que seguía extendiéndose. Tyl Loesp limpió la espada en la túnica del tipo con dos golpes rápidos.
–Dejadlo –le dijo a los guardias.
Después se dio la vuelta y se dirigió a la cámara.
El sarcófago había insistido en que quitaran los andamios que lo rodeaban. Se encontraba sobre un plinto, y a su alrededor los tres cubos negros, en el suelo de la cámara. Uno justo delante y los otros dos cerca de las esquinas traseras. Los oct seguían dispuestos tras sus círculos concéntricos de devoción.
Tyl Loesp y los que lo rodeaban llegaron justo a tiempo para ver la transformación. Los lados de los cubos negros emitían unos chisporroteos, unos crujidos. Un cambio en la textura de su superficie los hizo parecer de repente apagados, entonces empezaron a adoptar un tono gris y una fina red de fisuras se fue extendiendo por ellos.
Poatas se acercó cojeando adonde se encontraba Tyl Loesp.
–¡Sin precedentes! –dijo mientras agitaba el bastón en el aire. Dos miembros de la guardia personal de Tyl Loesp se adelantaron pensando que aquel viejo loco y maníaco podría ponerse violento con su señor pero Poatas no pareció ciarse cuenta–. ¡Estar aquí! ¡Estar aquí, ahora! ¡Y ver esto! ¡Esto! –exclamó y se dio la vuelta agitando el bastón y señalando el centro de la cámara.
Las caras de los cubos negros mostraban grandes grietas por toda la superficie. Un vapor oscuro salía de ellas y se iba elevando poco a poco. Entonces temblaron los lados y se abrieron con una lenta nube de lo que parecía un hollín pesado, los revestimientos de los cubos parecieron convertirse en polvo todos a la vez y revelaron los ovoides oscuros y resplandecientes del interior, cada uno de unos tres metros de largo y metro y medio de circunferencia. Subieron flotando y salieron de entre los restos de su renacimiento, que se iban asentando poco a poco.
Poatas se volvió un momento hacia Tyl Loesp.
–¿Lo veis? ¿Lo veis?
–Resulta difícil no verlo –dijo Tyl Loesp con tono ácido. El corazón todavía le martilleaba en el pecho tras el incidente de momentos antes, pero su voz era firme, controlada.
Los ovoides subieron flotando y se acercaron al cubo gris, que estaba empezando a hacer los mismos sonidos secos y a emitir los mismos zumbidos que habían hecho los cubos negros momentos antes. El ruido era mucho mayor, llenaba la cámara y resonaba en los muros. Los oct que rodeaban el centro de la cámara se removían, cambiaba de postura, como si todos hubieran levantado la cabeza y miraran al cubo gris que se estremecía y cambiaba; sus superficies se iban oscureciendo con un millón de ranuras diminutas.
–¿Es este vuestro premio, Poatas? –gritó Tyl Loesp por encima de la cacofonía.
–¡Y su ancestro! –le gritó Poatas a su vez, al tiempo que agitaba el bastón y señalaba los círculos de oct.
–¿Va todo bien por aquí, Poatas? –preguntó Tyl Loesp–. ¿Debería hacer ese ruido?
–¡Quién sabe! –chilló Poatas sacudiendo la cabeza–. ¿Por qué? ¿Querríais huir, señor? –preguntó sin darse la vuelta. El sonido del sarcófago murió sin previo aviso y dejó solo los ecos que resonaban.
Tyl Loesp abrió la boca para decir algo, pero los lados del sarcófago también se estaban desprendiendo, se deslizaban como si unos muros invisibles que encerraran un polvo gris oscuro hubieran dejado de ser de repente y su peso polvoriento pudiera salir al fin y caer en un gran torrente seco que rodeó todo el plinto y lamió los márgenes de los oct que lo rodeaban. No hubo casi ruido que lo acompañara, solo un levísimo sonido que podría haberse confundido con un suspiro. Los últimos ecos del tumulto anterior por fin murieron.
El ovoide gris revelado por el polvo caído tenía quizá cinco metros de ancho y ocho de largo. Flotaba tembloroso en el aire. Las tres formas negras más pequeñas se acercaron a el con lentitud, como si dudaran. Giraron poco a poco sobre los ejes, con los extremos señalando hacia arriba y hacia abajo. Después se desliza ron con pesadez para encontrarse con la forma gris más grande en el centro del dibujo que formaban y se unieron en silencio a ella, como si la fueran penetrando.