Materia (36 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

–Te estás convirtiendo en un puto tío que se folla a otros hombres, ¿verdad? Son peores que los putos republicanos.

–Escucha: no.

–Porque te quiero, joder, príncipe, en serio, pero no me jodas, no soporto a los putos tíos que se follan a hombres, de verdad, joder.

–Tove, te creo. Sería difícil no hacerlo. No quiero tirarme a ningún hombre. Por favor, créeme. De hecho, basta con que hagas memoria.

–Bueno, pues entonces sal con nosotros. ¡Ven a pasarlo bien!

–Lo haré, te lo prometo.

–¿Pero lo prometes?

–¿Quieres escuchar? Te lo prometo. Y ahora deja de ser...

Ni siquiera habían visto estallar la pelea. Antes de darse cuenta estaban volando las jarras y los vasos y los hombres estaban cayendo unos encima de otros. Se suponía que había que dejar espadas y cuchillos en la puerta, pero entre la repentina refriega, Oramen creyó ver el destello del sol en una hoja de acero. Tove y él se echaron hacia atrás por puro instinto y sujetaron sus jarras cuando un hombre (un hombre especialmente grande y musculoso) se precipitó sobre ellos de espaldas, a medio camino entre un tropiezo y una caída.

El banco en el que estaban sentados estaba unido por unos palos a la mesa, así que salió volando todo, incluidos ellos. Sin embargo, Oramen había recordado que banco y mesa eran uno solo cuando vio al tipo tambalearse estrepitosamente sobre ellos así que había levantado las piernas y empezado a girar sobre las nalgas cuando la espalda y la cabeza del hombre chocaron con el banco vacío y la mesa llena que tenían delante. Oramen pudo quitarse de en medio rodando cuando todo el montaje se fue escorando hacia atrás llevándose a Tove con él antes de estrellarse contra otro banco y mesa que tenía detrás y provocar unas cuantas maldiciones. Oramen consiguió salvar la mayor parte de su cerveza, todo un logro. Todas las bebidas que seguían en la mesa y la que había en el puño de Tove terminaron salpicándolo todo, sobre todo a las personas sentadas en la mesa de atrás, para su pura y más que ruidosa consternación. Tove y las personas de la otra mesa empezaron a gritarse.

–¡Cabrón!

–¡Cabrón tú!

Oramen se levantó pero tuvo que agacharse de repente cuando un vaso de cristal atravesó el aire justo por donde había estado su cabeza.

Tove y los ocupantes del banco de atrás seguían conversando. Oramen tomó un sorbo de cerveza, comprobó que no hubiera nada volando y dio un paso atrás. Era una pelea impresionante. Le gustaba el modo en que el humo parecía rodar y separarse cuando la gente salía volando. Dos fornidos caballeros llegaron a la carga y se interpusieron entre Tove y los belicosos ocupantes de la mesa de atrás, con lo que por un instante terminaron enmarañados con el amigo de Oramen.

Tove salió como pudo y se acercó tambaleándose a Oramen mientras se limpiaba la cerveza de la túnica.

–Será mejor que nos vayamos –dijo–. Sígueme.

–¿Qué? –protestó Oramen cuando Tove lo cogió por el brazo–. Pero si estaba empezando a divertirme.

–Ya habrá tiempo para eso más tarde. Ahora toca salir de aquí pitando. –Tove le tiró de la manga y rodeó la pelea principal, después cruzaron la sala (las dos sirvientas estaban chillando una en cada galería, alentaban a los participantes, los despreciaban, lanzaban jarras tanto llenas como vacías al caos de pendencieros de abajo) rumbo a la puerta de atrás, que llevaba al patio y los aseos.

–¡Pero esto es muy divertido! –le chilló Oramen a Tove sin dejar de intentar liberarse el brazo.

–Algunos de esos cabrones podrían ser anarquistas, hay que salir de aquí.

Un vaso de cristal se estrelló contra la pared, cerca de la cabeza de Oramen.

–Oh –suspiró–. Está bien.

–Vaya, has recuperado el sentido común. Más vale tarde que nunca.

Bajaron con estrépito unos escalones que llevaban al patio y llegaron a la puerta. Tove se detuvo en el estrecho pasaje.

–Vos primero, prín...

–Oh, sal de una vez –le dijo Oramen mientras lo empujaba con una mano.

Salieron de golpe a la intensa luz vespertina del patio de la taberna. Oramen percibió el hedor repentino de una curtiduría cercana.

Un hombre salió como una exhalación de un lado de la puerta y hundió una larga daga en el vientre de Tove, que se desgarró hacia arriba a toda prisa.

–¡No, a mí no! –tuvo tiempo de farfullar Tove, después cayó cuando el hombre que lo había apuñalado lo rodeó y (con un segundo hombre) echó el brazo hacia atrás con la hoja apuntando directamente a Oramen.

Oramen había tenido la mano en los riñones desde que habían cogido las escaleras, se había levantado la túnica y la camisa y había estado palpando hasta que sintió la calidez de la culata de la pistola en el puño. La sacó, usó la otra mano para quitar el seguro como había practicado cien veces en sus aposentos y apretó el gatillo en la cara del hombre que había acuchillado a Tove.

La frente del hombre formó una pequeña boca redonda que emitió un besito que escupió algo rojo. El pelo de la nuca se le levantó y liberó un chorro rosa, como la tos de un tísico. Se echó atrás como si lo hubieran acorralado, una bestia que quisiera cargar y hubiera llegado al límite de la correa, se sacudió y cayó sobre los omóplatos y la cabeza, con los ojos clavados en el cielo brillante. El otro hombre se encogió al oír el disparo, increíblemente ruidoso, y dudó en su avance, quizá incluso dio medio paso atrás. Fue suficiente. Oramen giró el bruzo de repente y le disparó (estaba un poco más lejos) en el pecho. También cayó hacia atrás y se quedó sentado en las piedras desiguales y llenas de paja y excrementos del patio del Lamento del Orfebre.

Los disparos habían dejado un zumbido en los oídos de Oramen.

Tove yacía moviéndose muy poco a poco, iba perdiendo cantidades enormes de sangre roja y oscura que formaba una especie de dibujo cuadriculado en los espacios que dejaban las losas del patio. El primer hombre yacía de espaldas, inmóvil, con los ojos clavados en las alturas. El hombre al que Oramen acababa de disparar seguía sentado, con las piernas estiradas y la daga caída a un lado, con las dos manos sobre la pequeña herida que tenía en el pecho y la mirada dirigida a algún sitio de los adoquines, entre Oramen y él mismo. Parecía tener hipo. Oramen no sabía muy bien qué tenía que hacer y no pensaba con claridad, así que se adelantó y le disparó al hombre sentado en la cabeza. El hombre se derrumbó como si hubieran tirado él, como si por alguna razón la gravedad no fuera suficiente. Oramen apenas notó el disparo, los oídos ya le zumbaban demasiado.

No había nadie más por allí. Se sentó también, antes de caerse. El patio estaba muy silencioso después de todo aquel ruido.

–¿Tove? –dijo.

Tove había dejado de moverse. El dibujo cuadriculado de la sangre que se movía entre los espacios que dejaban las piedras del patio estaba alcanzando los pies estirados de Oramen. El príncipe los movió antes de que la sangre los alcanzara y se estremeció. Se oía un rugido que le pareció la pelea que continuaba en la sala que tenían encima.

–¿Tove? –dijo otra vez. Hacía un frío sorprendente en aquel soleado y brillante patio.

Al final empezó a llegar gente.

Los deldeynos habían excavado por todas sus tierras una serie de canales y zanjas anchas llenas de agua con la intención de impedir el paso de las fuerzas sarlas que avanzaban por tierra. Debido a la dirección del ataque de los sarlos, determinada en realidad por la torre por la que habían descendido, solo hallaron en su camino uno de esos obstáculos. Ya habían rechazado un ataque en masa de fusileros y granaderos montados en caudes y lyges poco después de dejar la noche que habían encontrado cerca de Illsipine. Los deldeynos habían atacado con orden y concierto, pero al final tuvieron que huir en con el rabo entre las piernas, los que pudieron. Lucharon con bravura y los granaderos en concreto habían causado algunos daños y muertos, sobre todo cuando explotó un depósito de roasoaril, pero seguían sin tener respuesta para las baterías de artillería, que derribaban a las lentas bestias aéreas y sus jinetes como cazadores disparándole a una bandada de pájaros.

Las fuerzas aéreas sarlas se contuvieron hasta que los aviadores deldeynos se dieron la vuelta en plena retirada, después partieron tras ellos y los hostigaron, dispararon y abordaron en pleno vuelo cuando los jinetes eran lo bastante valientes o idiotas. El ejército se sacudió el polvo de la batalla y reanudó su avance, con el camino marcado por los restos entremezclados de los aviadores deldeynos muertos y sus bestias derribadas. Tyl Loesp contó al menos una docena de enemigos caídos por cada baja sarla.

Pasaron junto a un montículo de huesos rotos, cartílagos empapados y alas correosas tiradas en el suelo polvoriento en el que el jinete deldeyno seguía vivo. Fue el propio Tyl Loesp el que notó un movimiento al pasar y ordenó que detuvieran el coche de mando y que se desenredara al aviador, gravemente herido, de su montura muerta, un proceso que incluso llevado a cabo sin una dureza deliberada hizo que el hombre chillara con voz ronca. Lo subieron a bordo del vehículo y lo dejaron en una litera en la parte de atrás del coche abierto, donde un médico intentó atenderle y un intérprete intentó interrogarlo sobre la moral de los deldeynos y las fuerzas que les quedaban. El hombre estaba próximo a su fin, en cualquier caso, pero encontró fuerzas para apartar al médico y escupir al intérprete en la cara antes de morir. Tyl Loesp les dijo que tiraran el cuerpo por la parte de atrás del coche sin más cumplidos.

La gran llanura se extendía en todas direcciones. El río Sulpitine estaba a unos veinte kilómetros a su izquierda. Unas nubes altas de un leve color rosado destacaban contra el cielo demasiado azul cuando llegaron al único y ancho canal que era la última barrera defendible que quedaba entre ellos y la región que albergaba la capital deldeyna, Rasselle. Los deldeynos habían estacionado fuerzas terrestres en ese lado del canal, pero la mayor parte había huido en botes durante la noche. Las trincheras eran poco profundas y sin refuerzos, igual que el canal, que no estaba bien forrado y las orillas no hacían más que derrumbarse, dejando playas de arena en toda su extensión. En cualquier caso, el agua se estaba secando, solo un canal secundario de diversión y una especie de rompeolas levantado a toda prisa río arriba habían mantenido aprovisionada la barrera acuática improvisada, y eso lo habían destruido los zapadores sarlos esa mañana, con lo que las aguas empezaron a drenarse en el río principal o, simplemente, empaparon la arena.

El fuego de artillería esporádico que lanzaban desde el otro lado del canal (desde algún lugar situado a bastante distancia de él) por lo general se quedaba corto y casi parecía no verse siquiera. Los sarlos eran los dueños del aire, no despegaba ningún aviador deldeyno para enfrentarse a sus patrullas de reconocimiento, de ataque y de vigilancia. La mayor parte de la artillería sarla todavía se estaba montando y las primeras baterías solo estaban haciendo disparos de prueba para averiguar su alcance. Tyl Loesp se encontraba en el arcén poco profundo de un trozo de arena excavada, con los prismáticos en la mano y escuchando las explosiones. Los cañones de las baterías disparaban seguidos, casi al mismo ritmo, como una tropa de fusileros bien adiestrados, aunque los estallidos parecían, como era natural, más profundos. Esa regularidad era una buena señal. Las patrullas de vigilancia recorrían las cuadrículas asignadas, giraban y viraban en el aire y enviaban mediante heliografías los lugares donde estaban cayendo los disparos de las baterías que les habían asignado. Al otro lado, las borlas de arena y los velos de polvo que quedaban flotando mostraban dónde caían los disparos.

Werreber se acercó con su vapor de tierra, se bajó de un salto, saludó a varios miembros del personal de Tyl Loesp (que se mantenían a una distancia respetuosa de su jefe) y se acercó a él a grandes zancadas.

–La cuestión es –dijo de repente–, ¿esperamos a que se drene el agua o nos arriesgamos a atacar ahora?

–¿Cuánto falta para que se haya drenado lo suficiente? –preguntó Tyl Loesp.

–Quizá para el comienzo de la próxima noche corta, cuando se ponga Uzretean. Es una noche muy corta, solo tres horas, después sale Tresker. A los ingenieros no les hace gracia comprometerse con horas exactas. Varios trozos del lecho del canal pueden seguir embarrados y otros quizá ya sean vadeables.

–¿Podemos identificar esas variaciones?

–Lo estamos intentando. –El mariscal de campo señaló con la cabeza a uno de los caudes más grandes que se abría camino con gran trabajo con dos hombres encima, volando bajo sobre las aguas que se batían en retirada–. Ese es uno de los ingenieros, está echando un vistazo desde arriba. En general son de la opinión de que deberíamos esperar hasta el amanecer de Tresker. Eso sería lo más prudente. Incluso si podemos encontrar unos cuantos trozos secos antes, para cruzarlos habría que concentrar nuestro ataque en una zona demasiado estrecha y vulnerable. Es mejor atacar en un espacio más amplio.

–¿Pero no sería mejor que atacáramos lo antes posible? –preguntó Tyl Loesp–. Si tenemos todas las fuerzas listas, creo que deberíamos atacar.

–Quizá. No parecen tener muchos hombres al otro lado, aunque según varios informes hay muchas carreteras y caminos. Podrían estar allí y bien atrincherados.

–¿Las fortificaciones de este lado no son toscas y poco profundas?

–Así es. Pero eso no significa que las del otro lado sean iguales. Podrían haber dejado las de este lado en tan mal estado para ponernos una trampa y que sigamos adelante.

–Podríamos pecar de demasiado cautos –dijo Tyl Loesp–. Cuanto más esperemos, más tiempo tienen para reunir las fuerzas que les queden.

–Nuestros refuerzos también están llegando. Y podemos ver los suyos cuando lleguen. Las patrullas de reconocimiento no informan de ningún movimiento, aunque de las cataratas brota demasiada bruma como para ver más allá de treinta kilómetros carretera abajo. Las brumas del río también podrían oscurecer las cosas por aquí más tarde, sobre todo a primera hora de la mañana de Tresker, aunque es posible que podamos aprovecharlo en nuestro beneficio.

–Creo que deberíamos atacar ya –dijo Tyl Loesp.

–Si el enemigo está allí en un número considerable –dijo Werreber señalando la otra orilla con la cabeza–, atacar ahora podría hacernos perder la guerra esta tarde.

–Sois demasiado cauto, Werreber. Están vencidos. El ritmo lo marcamos nosotros. E incluso si están ahí, incluso si nos rechazan de momento, no perderíamos la guerra. Hemos llegado a un punto en el que incluso en sus tierras podemos permitirnos pérdidas más grandes que ellos.

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