Materia (33 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

–No cabe duda –asintió Anaplian.

–¿Le interesan los morthanveld? –Ghasartravhara hizo chasquear la boca cuando el tablero de bátaos le indicó que movería una ficha por él si no la movía él pronto. Dobló una ficha, la movió y la posó. La ficha se desdobló sola al encajar y tiró unas cuantas hojas de fichas cercanas, lo que alteró de forma sutil el equilibrio del juego. Claro que, pensó Anaplian, con cada movimiento pasaba lo mismo.

–Voy a estar entre ellos –dijo Djan Seriy mientras estudiaba el tablero–. Pensé que podía investigar un poco.

–Vaya. Qué privilegio. Los morthanveld son unos anfitriones muy reticentes.

–Tengo contactos.

–¿Va a moverse entre los propios morthanveld?

–No, en un mundo concha que está en su esfera de influencia. Sursamen. Es mi mundo natal.

–¿Sursamen? ¿Un mundo concha? ¿En serio?

–En serio. –Anaplian movió una ficha. Las hojas de la ficha bajaron con un chasquido y provocaron otra pequeña cascada de caídas.


Hmm
–dijo el hombre. Después estudió el tablero durante un momento y suspiró–. Unos lugares fascinantes, esos mundos concha.

–¿Ah, sí?

–¿Me permite preguntarle algo? ¿Qué la lleva allí?

–Ha fallecido un familiar.

–Siento oírlo.

Anaplian esbozó una leve sonrisa.

Uno de los primeros recuerdos que tenía Djan Seriy de su infancia era de un funeral. Ella solo tenía un par de años largos, quizá menos, cuando enterraron al hermano de su padre, el duque Wudyen. Ella estaba con los otros niños de la corte, los cuidaban las niñeras en el palacio mientras los adultos estaban fuera, enterrando al muerto, llorándolo y demás. Ella estaba jugando con Renneque Silbe, su mejor amiga, estaban haciendo casitas en la alfombra con pantallas, almohadas y cojines delante de la chimenea del cuarto de los niños, que rugía y chisporreteaba tras su pantalla hecha de colgaduras. Estaban buscando entre las almohadas y cojines para encontrar algo del tamaño adecuado para la puerta de su casa. Era la tercera casa que construían porque algunos de los chicos se dedicaban a acercarse adonde ellas estaban jugando cerca de las ventanas y les derribaban las casas a patadas. Se suponía que las niñeras estaban cuidando de todos los pequeños, pero en realidad estaban en su habitación, allí cerca, tomando zumo.

–Tú mataste a tu madre –dijo Renneque de repente.

–¿Qué? –dijo Djan Seriy.

–Eso oí. Apuesto a que lo hiciste. Lo dijo mi mamá. La mataste. ¿Por qué? ¿La mataste? ¿La mataste de verdad? ¿Dolió?

–No la maté.

–Pues mi madre dice que sí.

–Pues no lo hice.

–Pues yo sé que sí, me lo dijo mi mamá.

–Que no. No la maté. No lo habría hecho.

–Mi mamá dice que sí.

–Cállate. No la maté.

–Mi mamá no dice mentiras.

–Que no la maté. Se murió.

–Mi mamá dijo que fuiste tú la que la mataste.

–Se murió ella.

–La gente no se muere así. Alguien tiene que matarlos.

–No fui yo. Se murió ella.

–Como el duque Wudyen, que murió por culpa del que le contagió la tos negra. Por eso.

–Se murió sola.

–No, la mataste tú.

–Que no.

–¡Que sí! Venga, Djan. ¿La mataste? ¿La mataste de verdad?

–Déjame en paz. Se murió sola.

–¿Estás llorando?

–No.

–¿Es eso lo que estás haciendo? ¿Estás llorando?

–No estoy llorando.

–¡Sí! ¡Estás llorando!

–Que no.

–¡Toho! ¡Kebli! ¡Mirad, Djan está llorando!

Humli Ghasartravhara carraspeó y movió la siguiente ficha. En realidad ya no estaba jugando, solo iba cambiando fichas de sitio. Podrían haber enviado a alguien mejor, pensó Anaplian, después se riñó por dar cosas por supuestas.

–¿Se va a quedar mucho tiempo? –preguntó el hombre–. ¿En Sursamen? ¿O con los morthanveld?

–No lo sé. –Anaplian hizo un movimiento. Rápido, fácil, sabía que había ganado.

–La nave en la que llegó –dijo el hombre. Se calló un segundo que debía llenar ella pero Anaplian se limitó a alzar las cejas–. No fue muy comunicativa, eso es todo –dijo Humli cuando su contrincante se negó a hablar–. La dejó aquí, sin más. Ni manifiesto de pasaje o como se llame ni nada.

Anaplian asintió.

–Se llama manifiesto de pasaje –le confirmó.

–La nave está un poco preocupada, eso es todo –dijo Ghasartravhara con una sonrisa tímida. Se refería a su nave, aquella nave, la
No lo intenten en casa.

–¿Ah, sí? Pobrecita.

–Como es obvio, por lo general nunca seríamos, sería, tan... bueno...

–¿Entrometida? ¿Paranoica?

–Digamos que está... preocupada.

–Digámoslo así.

–Pero es que con todo esto de la situación morthanveld, ya sabe...

–¿Lo sé?

El hombre lanzó una risita nerviosa.

–Es como esperar un parto, casi, ¿no le parece?

–¿Usted cree?

Humli se recostó en la silla, hundió un poco los hombros y volvió a carraspear.

–No me está poniendo las cosas muy fáciles, señorita Anaplian.

–¿Se suponía que debía hacerlo? ¿Por qué?

El hombre la miró un momento y después sacudió la cabeza.

–Además –dijo mientras respiraba hondo–, la mente de la nave me pidió, bueno, que le preguntara por un objeto que lleva en su equipaje.

–¿Se lo pidió?

–Un objeto poco común. En esencia un misil cuchillo.

–Entiendo.

–Es usted consciente de que está ahí.

–Soy consciente de que ahí hay algo.

Ghasartravhara le sonrió.

–No la están espiando ni nada. Es que ese tipo de cosas aparece en los escáneres que hacen las naves de todas y cada una de las cosas que suben a bordo.

–¿Los VSM siempre se preocupan tanto por cada uno de los objetos íntimos del equipaje de un pasajero?

–Por lo general no. Como ya le he dicho...

–La situación morthanveld.

–Bueno, sí.

–Déjeme decirle la verdad, señor Ghasartravhara.

El hombre se echó hacia atrás.

–De acuerdo –dijo como si se preparara para algo desagradable.

–Trabajo para Circunstancias Especiales. –Anaplian vio que el hombre abría mucho los ojos–. Pero no estoy de servicio. Quizá incluso esté fuera de la unidad y es posible que para siempre. Me han arrancado las garras, Humli –le dijo la joven e inclinó una ceja. Después levantó una mano y le mostró las uñas–. ¿Las ve? –Humli asintió–. Hace diez días tenía uñas con AERC incrustadas, cualquiera de ellas podría haberle abierto un agujero en la cabeza lo bastante grande como para meter un puño. –El señor Ghasartravhara la miró todo lo impresionado que requería la situación. Incluso nervioso. Anaplian inspeccionó sus nuevas uñas–. Ahora... bueno, ahora solo son uñas. –Se encogió de hombros–. Y hay un montón de cosas más que también me faltan. Todos cacharros de alta tecnología, muy útiles y dañinos. Me los han quitado todos. –Se encogió de hombros de nuevo–. Tuve que entregarlo. Y todo por lo que llamamos la situación morthanveld. Y ahora voy en visita privada a mi casa, tras el reciente fallecimiento tanto de mi padre como de mi hermano.

El hombre pareció aliviado y avergonzado. Después asintió poco a poco.

–Siento mucho oír eso.

–Gracias.

Humli carraspeó otra vez.

–¿Y el misil cuchillo? –preguntó con tono de disculpa.

–Se coló de polizón. Se suponía que se iba a quedar en casa pero el dron que lo controla quiere protegerme. –La agente estaba eligiendo las palabras con mucho cuidado.

–Oh –dijo Ghasartravhara, que parecía haberse puesto sensiblero.

–Es viejo y empieza a ponerse sentimental –le dijo Djan con tono áspero.

–Sí, pero, con todo.

–Con todo, nada. Nos va a meter a los dos en un lío si no tiene cuidado. En cualquier caso, le agradecería que la presencia de ese mecanismo en mi equipaje no llegara a oídos de CE.

–No creo que haya ningún problema –dijo Humli con una sonrisa.

Sí, pensó ella esbozando a su vez una sonrisa cómplice, a todo el mundo le gusta tener la impresión de que saben más que CE, ¿no? Señaló el tablero con la cabeza.

–Le toca a usted.

–Creo que me ha vencido –admitió Humli de mala gana. Después la miró con suspicacia–. No sabía que estaba en CE cuando acepté jugar con usted.

Anaplian lo miró.

–No obstante, yo jugué todo el tiempo según las mismas reglas. Sin ayuda alguna.

Humli sonrió, todavía no muy convencido, pero le tendió la mano.

–Da igual. La partida es suya, creo. –Los dos unieron las palmas de las manos.

–Gracias.

El hombre se estiró y miró a su alrededor.

–Ya debe de ser la hora de comer. ¿Quiere acompañarme?

–Será un placer.

Los dos empezaron a guardar el juego de bátaos, ficha por ficha.

Bueno, había hecho lo que había podido por el idiota de su dron, supuso Djan. Si llegaba a oídos de CE aquella aventura del cacharro, no sería culpa suya. Además, daba la sensación de que tanto ella como el dron podrían salirse con la suya y que nadie se enterara que era la mente de un experimentado dron de CE el que estaba dentro del misil cuchillo y no el cerebro normal (y por tanto relativamente lerdo) de un misil cuchillo.

Eso parecía. Pero nunca se sabía.

El VSM
No lo intenten en casa
era más bien pequeño y estaba atestado, repleto de pasajeros y naves en una convergencia aleatoria de itinerarios que hacía aumentar el calendario de viaje y sus correspondientes planes. A Anaplian la habían alojado no en las habitaciones del navío, sino dentro de una nave que contenía y que todavía se estaba construyendo, el
Sutil cambio en el énfasis,
un Vehículo de Contacto General de clase Llanura. Era una clase bastante nueva de nave de la Cultura, una nave que, al parecer no terminaba de decidirse y no se sabía si era una Unidad de Contacto grande o un Vehículo de Sistemas pequeño. Fuera lo que fuera estaba sin terminar y Anaplian de vez en cuando tenía que esperar a que movieran piezas de la estructura por la única área de carga intermedia del
No lo intenten en casa,
donde se estaba construyendo la nave más pequeña, antes de poder entrar o salir de su camarote.

Ni siquiera era un camarote de verdad y tampoco formaba parte de verdad de la nueva nave. Le habían asignado un módulo entero del VCG, una pequeña nave de tránsito de corto alcance que estaba metida dentro del hangar inferior del navío con otra media docena. El módulo había modificado sus asientos para convertirlos en un mobiliario más variado además de en paredes y a Anaplian le complació ver el tamaño de su alojamiento (el módulo estaba diseñado para transportar a más de cien personas), pero no había nadie más alojado ni en el resto de la nave en construcción ni en ninguno de los otros módulos, así que resultaba un poco raro estar tan aislada, tan lejos de otras personas en una nave tan atestada de gente.

No le cabía duda de que la habían puesto en cuarentena para dejar algo claro, pero a ella le daba igual. Tener tanto espacio en una nave pequeña y atestada era una especie de lujo. Otros quizá hubieran tenido la sensación de que los estaban tratando como a parias al estar aislados de los demás de una forma tan profiláctica, pero ella se sentía privilegiada. Anaplian meditó un poco y llegó a la conclusión de que a veces una educación de princesa era muy útil.

La tercera noche que pasó a bordo del
No lo intenten en casa
soñó con aquella ocasión en la que la habían llevado a ver la gran catarata Hyeng-zhar, un nivel más abajo, en el Noveno, cuando era pequeña.

El control semiconsciente de los sueños no era ni siquiera una enmienda, más bien una habilidad, una técnica aprendida (en la niñez los que habían nacido en la Cultura, Anaplian lo había hecho siendo muy joven) y en todos salvo los sueños más banales de los que solo servían para despejar de detritus la memoria, Djan Seriy estaba acostumbrada a ver lo que pasaba con una perspectiva analítica y un interés vago; a veces incluso se metía para intervenir en el proceso, sobre todo si el sueño amenazaba con convertirse en una pesadilla.

Ya hacía mucho tiempo que había dejado de sorprenderle que, estando dormida, pudiera sorprenderle algo que se estaba viendo soñar. Comparado con algunas de las cosas que podían pasar cuando CE te daba el control absoluto de un cuerpo y una red nerviosa central enmendados por completo y francamente mejorados, aquello era
peccata minuta.

Su grupo desembarcó del pequeño tren. Ella iba de la mano de su niñera y tutora, la señora Machasa. El tren en sí ya era toda una novedad, un trasto largo y articulado, como muchos vapores de tierra conectados entre sí y de los que tiraba una sola gran máquina, ¡y no corría sobre un camino, sino sobre raíles! Jamás había oído hablar de algo así. Todo eso de los trenes y las estaciones le parecía maravilloso y tan avanzado... Le diría a su padre que comprara unos trenes cuando regresaran a Pourl y él volviera de hacer que los malos dejaran de ser malos.

La estación estaba atestada. La señora Machasa la cogía de la mano con fuerza. Eran un grupo grande y tenían su propia escolta de la guardia real (su importantísimo hermano Elime, que algún día sería rey, estaba con ellos, lo que los convertía a todos en personas muy especiales) pero, de todos modos, como la señora M le había dicho esa mañana mientras la vestían, estaban muy lejos de casa, en otro nivel, entre extranjeros, y todo el mundo sabía que «extranjero» era solo otra palabra para «bárbaro». Tenían que tener cuidado y eso significaba ir de la mano, hacer lo que te decían y no alejarse del grupo. Iban a ver la mayor catarata del mundo entero y no quería que se la llevara esa horrible agua, ¿verdad?

Anaplian reconoció que no quería que se la llevara esa horrible agua. Hacía frío, las Hyeng-zhar se encontraban en un lugar en el que el tiempo variaba mucho y no era raro que el río y la gran catarata se congelaran en alguna ocasión. La señora M le abrochó bien el abrigo y le puso unos pantalones gruesos y un sombrero. La niñera tiraba y sacudía todo el cuerpo de la pequeña al apretar esto y abotonar aquello. La señora M era grande y ancha y tenía unas cejas grises que se unían con frecuencia. Siempre había algo que no contaba con su aprobación, con frecuencia algo relacionado con Djan Seriy, pero nunca le pegaba, a veces lloraba por ella y siempre la abrazaba, que era la mejor parte. Djan Seriy había intentado abrazar a su padre una vez, cuando estaba todo elegante para su trabajo, pero unos hombres de la corte se habían reído de ella. Su padre la había alejado de un pequeño empujón.

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