Materia (37 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

–¿Para qué apurarnos? ¿Para qué sufrir pérdida alguna? Por la mañana habremos estado machacándolos toda la noche y estaremos listos para un ataque general con unas fuerzas abrumadoras que los pisotearán sin miramientos. Además, tanto los hombres como los vehículos necesitan descansar, Tyl Loesp. Cargar ahora sería desmedido y nos arriesgaríamos a una grave merma en los resultados. Podemos rechazar cualquier cosa con la que decidan atacarnos pero solo si nuestras fuerzas permanecen unidas.

–No obstante, para mantener esa ventaja, incluso si después nos detenemos y recuperamos el aliento al otro lado, atacaremos en cuanto hayamos identificado los puntos de cruce.

Werreber se irguió en toda su altura, con la espalda muy recta, y se quedó mirando al otro hombre por encima de su nariz ganchuda.

–No os entiendo, Tyl Loesp; provocáis un retraso insistiendo en que tomemos esta ruta más tortuosa y luego nos empujáis a ir más rápido que un lyge encorvado.

–Es mi forma de mantener cierto equilibrio –dijo Tyl Loesp.

El mariscal de campo le dedicó una mirada gélida.

–Mi consejo es no emprender este ataque, Tyl Loesp.

–Y yo tomo nota de ello. –Tyl Loesp esbozó una ligera sonrisa–. Con todo...

Werreber contempló la extensión de arena reluciente y las aguas agitadas por la brisa que llegaban al otro lado y suspiró.

–Como deseéis, señor –dijo. Hizo una pequeña reverencia, se dio la vuelta y se fue.

–Ah, ¿mariscal de campo?

Werreber se giró con el ceño fruncido.

»Nada de prisioneros. –Tyl Loesp se encogió de hombros–. Salvo quizá unos cuantos para interrogarlos.

Werreber lo miró furioso unos momentos, después asintió con el gesto más brusco posible y se dio la vuelta otra vez.

–¿No habíais matado antes? –preguntó Fanthile.

–¡Por supuesto que no!

–¿Habíais derramado sangre alguna vez, o estado en alguna pelea?

Oramen sacudió la cabeza.

–Apenas había tocado una espada, por no hablar ya de una pistola. Mi padre nunca quiso que fuera guerrero. Ese era el papel de Elime. Ferbin era su reserva en ese caso, aunque no servía para ello, quizá debido a que mi padre siempre se había concentrado demasiado en Elime. Mi padre creía que Ferbin se había echado a perder, que había pasado del punto justo de madurez y se había estropeado antes de llegar a ser un hombre de verdad. Yo era demasiado joven para figurar como combatiente cuando mi padre nos estaba atribuyendo nuestros respectivos papeles y planeando el asalto a la posteridad. Mi papel fue siempre el del estudioso, el pensador, el analista, el futurista –bufó Oramen.

Fanthile sirvió un poco más de aquel vino helado dulce en la copa de Oramen. Se encontraban en los apartamentos privados del secretario de palacio. Oramen no había sabido con quién hablar tras el ataque. Al final, sus pasos lo habían llevado hasta Fanthile.

–Entonces lo hicisteis especialmente bien, ¿no es así? –dijo el secretario de palacio–. Muchos hombres que se creen valientes se encuentran con que no lo son tanto cuando se enfrentan a un ataque tan expeditivo como ese.

–Señor, ¿es que no me habéis oído? Pero si casi me desmayé. Tuve que sentarme para no caerme. Y eso que tenía ventaja; sin mi pistola no estaría aquí. Ni siquiera pude defenderme como un caballero.

–Oramen –dijo Fanthile con suavidad–, todavía sois muy joven. Además, se os ocurrió armaros. Eso fue muy inteligente, ¿no os parece?

–Así se ha demostrado. –Oramen bebió un buen trago.

–Y los que os atacaron no estaban demasiado preocupados por el protocolo.

–Desde luego que no. Me imagino que solo usaron un cuchillo en lugar de una pistola porque el primero es silencioso y la segunda se anuncia a media ciudad. A menos que resulten ser auténticos caballeros, por supuesto –dijo Oramen con una sonrisa desdeñosa–. Tales desprecian las armas de fuego y consideran las hojas de acero como el único recurso honorable, aunque creo que en los últimos tiempos se empiezan a permitir los rifles en las cacerías, incluso en los condados más regresivos.

–Y lo cierto es que mataron a vuestro mejor amigo.

–Oh, a Tove sí que lo mataron bien, lo ensartaron vivo. Él se sorprendió mucho –dijo Oramen con amargura. Un pequeño ceño le arrugó la frente–. De lo más sorprendido... –repitió con cierta vacilación.

–Entonces no os culpéis –decía Fanthile. Después le tocó a él fruncir el ceño–. ¿Qué?

Oramen sacudió la cabeza.

–Solo la forma que tuvo Tove de decir «A mí no» cuando... –El príncipe se secó la cara con una mano–. Y antes, cuando estábamos junto a la puerta... –Se quedó mirando al techo por unos momentos y después sacudió la cabeza con gesto decidido–. No. ¿Pero qué digo? Era mi mejor amigo. No podría. –Se estremeció–. Por Dios bendito, ese hombre muere en mi lugar y yo intento echarle la culpa. –Volvió a beber.

–Tranquilo, muchacho –dijo Fanthile con una sonrisa mientras señalaba la copa con la cabeza.

Oramen miró la copa, pareció estar a punto de discutir y después la dejó en la mesa entre los dos.

–La culpa es mía, Fanthile –dijo–. Envié a Tove por esa puerta el primero y fui lo bastante estúpido como para rematar al que había herido en el pecho. Por él podríamos haber descubierto quién los envió.

–¿Creéis que los envió alguien?

–Dudo que estuvieran holgazaneando en el patio a la espera de robar a la primera persona que apareciera por esa puerta.

–¿Y quién podría haberlos enviado?

–No lo sé. Lo he estado pensando, y al hacerlo me he dado cuenta de que hay una lista desoladoramente larga de sospechosos.

–¿Quiénes podrían ser?

Oramen se quedó mirando al otro hombre.

–Los mismos que podríais pensar vos.

Fanthile miró al príncipe a los ojos y asintió.

–Desde luego, ¿pero quién?

Oramen sacudió la cabeza.

–Espías deldeynos, republicanos, parlamentarios radicales, una familia con alguna
vendetta
personal contra mi familia, de esta generación o alguna anterior, algún corredor de apuestas que me confundiera con Ferbin. ¿Quién sabe? Incluso podría ser algún anarquista, aunque estos parecen existir más en las mentes de aquellos que se oponen a ellos con más fervor que en la incómoda realidad.

–¿Y quién –preguntó Fanthile–, saldría más beneficiado con vuestra muerte?

Oramen se encogió de hombros.

–Bueno, si nos ceñimos a los límites más absolutos de la lógica, Tyl Loesp, supongo. –Miró al secretario de palacio, que le devolvió la mirada con una expresión estudiadamente vaga. El príncipe volvió a sacudir la cabeza–. Oh, yo también pensé en él, pero si desconfío de él, desconfío de todo el mundo. De vos, de Harne, de Tove (que el Dios del Mundo lo tenga en su seno), de todos. –Oramen apretó el puño y golpeó el cojín más cercano–. ¿Por qué tuve que matar a ese herido? ¡Debería haberlo mantenido con vida! –Se quedó mirando al secretario de palacio–. ¡Yo mismo habría empuñado las tenazas y el hierro candente contra ese canalla!

Fanthile apartó la vista por un momento.

–Vuestro padre no veía con buenos ojos esas técnicas, príncipe. Solo las utilizaba en muy escasas ocasiones.

–Bueno –dijo Oramen, desconcertado–. Me imagino que este tipo de... incidentes es mejor evitarlos. Es mejor... delegarlos.

–No –dijo Fanthile–. Su majestad siempre estaba presente, pero era lo único que yo vi jamás que lo pusiera físicamente enfermo.

–Sí, bueno –dijo Oramen, que de repente se sentía incómodo–. Dudo mucho que yo pudiera hacerlo. Me desmayaría o saldría corriendo, sin duda. –Volvió a levantar la copa y después la volvió a dejar.

–Necesitaréis un nuevo caballerizo, príncipe –dijo Fanthile, que parecía alegrarse de poder cambiar de tema–. Estoy seguro de que os elegirán uno adecuado.

–Y no me cabe duda de que la elección la hará el eminente Chasque –dijo Oramen–. Tyl Loesp lo dejó «a cargo» de mí mientras él está fuera. –Oramen sacudió la cabeza.

–Así es –dijo Fanthile–. Sin embargo, ¿me permitís sugeriros que le presentéis al eminente vuestra propia elección ya hecha?

–¿Pero quién? –Oramen miró al secretario de palacio–. ¿Ya tenéis a alguien en mente?

–Así es, señor. El conde Droffo. Es joven pero inteligente, serio y digno de confianza, devoto de vuestro padre y vuestra familia y llegado a Pourl hace muy poco tiempo. Es... ¿cómo podría decirlo? Digamos que no está excesivamente contaminado por el cinismo de la corte.

Oramen observó a Fanthile un poco más.

–Droffo, sí. Lo recuerdo del día que murió mi padre.

–Y también, señor, ya es hora de que tengáis vuestro propio criado personal.

–Muy bien, ocupaos también de eso, si tenéis la bondad. –Oramen se encogió de hombros–. Tengo que confiar en alguien, secretario de palacio y he decidido confiar en vos. –Se terminó la copa–. Y ahora confío en que me volváis a llenar la copa –dijo con una risita tonta.

Fanthile le sirvió un poco más de vino.

La batalla del cruce del canal no fue ni el desastre que había temido Werreber ni el paseo que había anticipado Tyl Loesp. Perdieron más hombres y material de lo que el mariscal de campo creía necesario para llegar al otro lado, e incluso entonces tuvieron que parar para reagruparse y reaprovisionarse durante tanto tiempo que bien podrían haber esperado al amanecer para lanzar un ataque en un frente más general después de una buena noche de fuego de artillería y quizá incluso al amparo de las brumas matinales. En lugar de eso, habían cruzado por tres largos embudos que atravesaban los pozos poco profundos de agua estancada y la arena húmeda, y así concentrados, habían sufrido las atenciones de las ametralladoras pesadas deldeynas y de los morteros bien disimulados al otro lado.

Con todo, habían ganado la batalla. Tenían los obuses que no se habían disparado y que se habían ahorrado a cambio de las vidas y los miembros perdidos de soldados normales. A Werreber aquello le parecía un cambio tan ignominioso como vergonzoso cuando no había una necesidad urgente de darse prisa. A Tyl Loesp le parecía un acuerdo razonable.

Werreber se consoló con saber que decretar algo no lo convertía en realidad necesariamente en el campo de batalla. Aunque se sabía que la orden era no hacer prisioneros, muchas de las unidades sarlas prefirieron desarmar a los deldeynos que capturaron y dejarlos escapar. Werreber decidió no darse por enterado de semejante insubordinación.

Los dos hombres volvieron a reñir por si se debía dividir las fuerzas. El regente quería enviar un número notable de hombres a tomar el asentamiento Hyeng-zhar mientras que al mariscal de campo le parecía más prudente contar con todas las tropas disponibles para atacar la capital, donde se estaban reuniendo las últimas fuerzas deldeynas de cierta importancia. El regente hizo prevalecer de nuevo su opinión.

Reducido por las fuerzas asignadas a la toma de las Cataratas, el ejército restante se desplegó y se dividió en tres secciones para el asalto definitivo contra la capital deldeyna.

15.
El centésimo idiota

E
n cuanto Ferbin vio a los caballeros Vollird y Baerth, supo que estaban allí para matarlo. Sabía muy bien quiénes eran. Eran los que había visto a ambos lados de la puerta de la fábrica abandonada donde habían asesinado a su padre. Se habían plantado allí y habían observado el brutal asesinato de su rey a manos de Tyl Loesp. El más bajo, más ancho y aparentemente más poderoso se llamaba Baerth, y era el que Ferbin había reconocido en su momento. El caballero más alto y delgado era Vollird, conocido por ser uno de los mayores aliados de Tyl Loesp y, Ferbin estaba más que seguro, el caballero alto cuya cara no había podido ver y que estaba con Baerth junto a la puerta de la fábrica.

–Caballeros –dijo Vollird asintiendo con un gesto mínimo y una leve sonrisa. Baerth (el más bajo y el que parecía más poderoso) no dijo nada.

Los dos aparecieron en la extensa y atestada explanada que se extendía ante la salida de la torre por la que los habían acompañado mientras el oct (que seguía pidiéndoles los documentos) intentaba explicar por qué no estaba allí para recibirlos el gran zamerín narisceno. A los dos caballeros los escoltaba un narisceno con un reluciente exoesqueleto de oro y piedras preciosas. Los dos iban vestidos con pantalones ceñidos y largas túnicas cubiertas de tabardos, con espadas envainadas y fundas de pistolas colgadas de gruesos cinturones.

Ferbin no respondió. Se limitó a mirarlos fijamente para grabarse sus caras en la cabeza para siempre. Sintió que empezaba a temblar, se le aceleró el pulso y una sensación fría y angustiada le invadió las tripas. Se puso furioso con su cuerpo por traicionarlo así e hizo todo lo que pudo por relajarse, respirar sin alterarse y, en general, mostrar todos los indicios de tranquilidad y normalidad.

–¿Cómo están, señores? –dijo Holse con la mano todavía en el pomo de su largo cuchillo–. ¿Quiénes son, si me lo permiten?

–Documentos, si amables –dijo con poco ánimo de ayudar el oct que seguía al lado de Holse y Ferbin.

El caballero más alto miró a Ferbin al hablar.

–Quizá podáis tener la gentileza de informar a vuestro criado que no respondemos a la mascota cuando tenemos al dueño delante.

–Mi criado es un hombre de honor y decoro –dijo Ferbin intentando mantener la calma–. Puede dirigirse a los dos de cualquier forma o modo que considere conveniente y por Dios que deberían agradecerle hasta la menor gentileza que les conceda, pues se merecen menos que un escupitajo y si yo fuera ustedes, acumularía con gran celo lo poco que me pongan delante, pues, créanme, señores, cuando les digo que tiempos peores les esperan.

El caballero bajo lo miró furioso y movió la mano hacia la espada con gesto nervioso. A Ferbin se le secó la boca, era muy consciente de lo desigual que era el armamento de ambos bandos. El más alto parecía sorprendido y un tanto ofendido.

–Esas son palabras crueles, señor, para dos que solo desean ayudaros.

–Creo que sé el destino al que les gustaría enviarnos. Es un estado que estoy decidido a evitar durante algún tiempo más.

–Señor –dijo el caballero más alto con una sonrisa tolerante–, nos ha enviado el actual y legítimo gobernante de la tierra natal que compartimos, que os desea solo el bien, para ayudaros en vuestro viaje. Lamento cualquier malentendido que os haya podido llevar a pensar mal de nosotros antes siquiera de que nos hayan presentado como es debido. Soy Vollird de Sournier, caballero de la corte. Aquí mi compañero es Baerth de Charvin, noble del mismo modo. –Vollird giró solo una fracción y señaló con una mano al hombre más bajo que tenía a su lado, aunque no había apartado los ojos de Ferbin–. Estamos aquí a vuestro servicio, mi buen señor. Os ruego que no perdáis las buenas maneras, si no por otra razón, al menos porque estamos delante de nuestros amigos de otros mundos y podríamos arriesgarnos a degradar la reputación de todo nuestro pueblo al parecer que reñimos o nos apuramos. –Vollird señaló con un gesto de la mano las formas brillantes y estáticas del oct y el narisceno que tenían a su lado, pero con los ojos todavía clavados en Ferbin.

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