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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (35 page)

La ciudad fue creciendo a medida que era carcomida, la extensión de los escombros de los edificios terminó extendiéndose más allá de las Cataratas, por ambos lados. La cascada tenía siete kilómetros de anchura en ese momento y la ciudad debía de ser más ancha todavía.

Los edificios eran de cien tipos y estilos diferentes, hasta el punto de haberse sugerido que la ciudad había albergado varios (es posible que muchos) tipos diversos de criaturas. Las puertas y los espacios interiores eran de diferentes formas, había estructuras enteras construidas a escalas diferentes y algunas tenían niveles en los sótanos o en los cimientos con diseños extraños que se adentraban muy por debajo del lecho de la base de la garganta, hasta el nivel primario del propio mundo concha, otros ochenta metros más abajo, de modo que esos pocos edificios permanecían en pie incluso después de que las cataratas los hubieran expuesto y se hubieran retirado mucho más allá, dejándolos allí, como enormes islas de lados cuadrados alzándose por encima del trenzado de arroyos que formaban el río reconstituido que se abría camino por la gran garganta hasta el mar Inferior.

Una serie de guerras entre los humanos que habitaban el Noveno, provocadas por el control de las Cataratas y su reserva de tesoros, concluyeron con una paz negociada por los oct que se sostuvo durante unas cuantas décadas. Lo sarlos y unos cuantos pueblos más del Octavo (a los que los oct permitían viajar a las regiones relevantes del Noveno) habían tenido un papel secundario en algunas de las guerras y uno más principal en la paz; por lo general actuaban como intermediarios honestos y proporcionaban contingentes de vigilancia y administración relativamente neutrales.

Para entonces la fama de las Cataratas había crecido lo suficiente como para que hasta los nariscenos se interesaran por el tema y declararan a toda la zona Lugar de Curiosidad Extraordinaria, lo que a todos los efectos ponía un sello de autoridad en el acuerdo de paz e instaba a los oct a que intentaran garantizarla, al menos dentro de los límites del mandato general de los mundos concha, que decretaba que, en esencia, había que dejar que los habitantes de cada nivel continuaran con sus extrañas y con frecuencia violentas y pequeñas vidas sin interferencias.

Los deldeynos tenían otras ideas. Habían tenido la fortuna o la habilidad suficiente para conducir guerras lejanas no relacionadas de forma inmediata con las Hyeng-zhnr y, tras identificar una oportunidad demasiado buena como para perdérsela (además de no tener en ese momento nada mejor que hacer con los grandes ejércitos que habían levantado en el curso de sus distantes victorias), se habían anexionado la zona neutral que rodeaba las Cataratas, habían expulsado a los administradores y las fuerzas policiales de los otros pueblos y, solo por si acaso, habían atacado a cualquiera que protestara demasiado. Este último grupo incluía a los sarlos. Para los deldeynos fue una simple incursión punitiva para dejar claro a sus inferiores que ellos se habían puesto al mando y era mejor no meterse; atacaron uno de los últimos puestos avanzados que tenían los sarlos en el Noveno, a los pies de la torre Perementhine, y en esa incursión el hijo mayor del rey Hausk, Elime, había muerto. Así había empezado la guerra entre los deldeynos y los sarlos, la guerra entre niveles.

Anaplian despertó sin sobresaltos de su sueño sobre las Cataratas y recuperó la conciencia con una lentitud poco característica. Qué extraño había sido soñar con las Hyeng-zhar después de tanto tiempo. No recordó de forma inmediata la última vez que había soñado con ellas y decidió no usar su encaje neuronal para investigar y enterarse de la fecha exacta (así como, sin duda, de lo que había comido la noche anterior, la disposición del mobiliario de la habitación en la que había tenido el sueño y la compañía que hubiera estado presente en ese momento).

Miró al otro lado de la cama de ondas. Un joven llamado Geltry Skiltz yacía encogido como un niño, sumido en un dulce sueño, desnudo entre los jirones de tela suave que circulaban con suavidad y lo que parecían grandes copos de nieve seca. Observó unos cuantos de los copos que revoloteaban cerca de su rostro, todavía de lo más atractivo aunque un poco caído en aquel momento, cada copo evitaba con cuidado la nariz y la boca masculinas. Anaplian volvió a pensar en el sueño y con el sueño en la realidad de aquella primera visita a las Cataratas.

Había regresado a verlas solo una vez más, después de rogar durante años enteros, menos de un año antes de la muerte de Elime y el comienzo de la guerra cuyo fin quizá estuviera muy próximo. En realidad todavía era una chiquilla por aquel entonces, suponía, aunque en aquel momento se creyera una joven madura y estuviera convencida de que ya había dejado atrás la mayor parte de su vida. Las Hyeng-zhar no habían sido menos impresionantes, eran las mismas pero diferentes por completo. Durante los años transcurridos entre ambas visitas (lo que al final consideraría unos diez años estándar) la catarata se había retirado casi setecientos metros río arriba y había revelado nuevos distritos enteros de edificios y estructuras fascinantes, grotescos y diferentes que habían cambiado su forma de un modo muy profundo.

Desde el techo del nivel no cabía duda de que parecería más o menos lo mismo (ese aspecto de taza rota tan distintivo, ese inmenso mordisco arrancado a la tierra) pero de cerca no quedaba nada que se pudiera reconocer de la última vez; todo lo que había estado allí en un principio había quedado barrido, arrastrado como sedimentos, barro, arena, rocas y escombros hasta un mar mucho más distante, o bien había quedado torcido o ladeado en la anchísima corriente de agua, atascado y rodeado de bancos de arena y restos de escombros, olvidado.

Si echaba la vista atrás se daba cuenta de que incluso entonces había habido señales de las intenciones de los deldeynos. Muchos hombres de uniforme y un ambiente general de quejas, cómo era posible que a otras personas se les permitiera decirles a los deldeynos lo que podían y no podían hacer en lo que era, o eso parecían creer, su propio nivel. Y todo por culpa de un estúpido tratado firmado en un momento de debilidad.

Anaplian había sido lo bastante madura para observar parte de todo eso pero, por desgracia, no lo suficiente para poder analizarlo, ponerlo en contexto y tomar medidas. Se preguntó por un instante si habría sido capaz de comprender el peligro. ¿Habría cambiado algo las cosas? ¿Podría haber advertido a su padre, podría haberlo alertado de la amenaza inminente?

Había habido señales de aviso, por supuesto: espías y diplomáticos sarlos presentes en las propias Cataratas, en la capital regional de Sullir y en la misma corte deldeyna y otros lugares habían enviado informes sobre el ambiente y habían detallado algunos de los preparativos para la guerra, pero nadie había hecho caso de la información. Ese tipo de informes siempre llegaban en grandes cantidades y muchos se contradecían entre sí. Algunos se equivocaban siempre, otros procedían siempre de agentes y funcionarios que intentaban exagerar su propia importancia o inflar su anticipo y algunos siempre eran desinformación deliberada elaborada por el otro bando. Había que elegir bien y ahí se encontraba el potencial para el error.

Hasta su padre, por mucho que para aquel entonces ya se hubiera convertido en un guerrero muy sabio, había sido culpable en ocasiones de oír lo que quería en lugar de lo que se estaba diciendo en realidad, y en ese momento una posible guerra con los deldeynos había sido lo último que había deseado que le contaran. Estaba demasiado ocupado con sus campañas en el Octavo y los ejércitos sarlos no estaban en absoluto preparados para enfrentarse a lo que en aquellos tiempos eran las fuerzas superiores del Noveno.

No debería engañarse ni culparse a sí misma. La posible advertencia que habría podido hacerle a su padre, si hubiera tenido la inteligencia necesaria para hacérsela, no habría cambiado nada. Aparte de todo lo demás, no era más que una niña por aquel entonces y su padre no le habría hecho ningún caso.

Yació despierta en el camarote con el joven señor Skiltz profundamente dormido a su lado, el misil cuchillo disfrazado, con la mente del dron latente, también dormido a todos los efectos y metido en su bolsa, en un armario. Todavía podía usar su encaje neuronal dentro del alcance del dataverso de la Cultura y desde luego dentro de la nave, y a través de él pidió que le proyectaran una imagen en la pared contraria de su dormitorio que le mostrara el espacio estelar real que tenía por delante el
No lo intenten en casa.

La nave avanzaba a una velocidad modesta. Las estrellas parecían casi inmóviles. Anaplian contempló la mezcla arremolinada de diminutos puntos de luz; sabía que Meseriphine, la estrella alrededor de la que orbitaba Sursamen, quedaba todavía muy lejos y sería con toda probabilidad invisible todavía. No pidió que se la mostraran, ni su dirección. Se limitó a observar durante un rato la deriva lenta de las estrellas fugaces que tenía delante mientras pensaba en su hogar y después fue cayendo poco a poco en un sopor sin sueños.

14. El juego

–¡T
oho! ¡Una corona contra tu moneda más pequeña a que se te cae!

–Hecho, malnacido seas, Honge –dijo el caballero en cuestión con los dientes apretados. Sostuvo todo el peso del palo y la jarra con la barbilla y se quedó muy quieto mientras una de las risueñas sirvientas la llenaba de cerveza casi hasta el borde. Sus amigos lo vitorearon, rieron y lo insultaron. La luz brillante del primer paso de Pentrl desde la muerte del rey se derramaba por las altas ventanas y penetraba en el interior lleno de humo del Lamento del Orfebre.

Oramen sonrió y los miró. Llevaban allí la mayor parte del día. Para el último juego usaban cerveza, palos, las galerías de ambos lados del salón principal del Lamento y a dos de las sirvientas. Al que le tocara tenía que colocarse debajo de la galería de uno de los lados mientras una chica llenaba una jarra de cerveza, después, el tipo tenía que ir de un extremo de la sala al otro con la jarra en equilibrio sobre un palo que descansaba en su barbilla, de modo que la chica de la galería de enfrente pudiera quitarle la jarra y bajarla hasta la concurrencia, que se la bebería.

No era más fácil de lo que parecía y la mayor parte de los hombres a esas alturas ya se habían tirado encima una buena cantidad de cerveza, muchos hasta el punto de estar tan empapados que se habían quedado desnudos de cintura para arriba. Utilizaban jarras de cuero calafateado en lugar de jarras de cristal o cerámica para que no hicieran mucho daño cuando se le caían a alguien encima de la cabeza. El juego se iba haciendo cada vez más difícil a medida que la cerveza empapaba tanto el suelo como a los jugadores. En el grupo había unos veinte de esos bravucones, incluyendo a Oramen y Tove Lomma. El aire estaba cargado de humo y risas, del olor a cerveza derramada y de pullas procaces.

Tohonlo, el más veterano de los presentes y también el de mayor rango salvo por el propio Oramen, se apartó poco a poco de la galería y se fue deslizando sin prisas por el suelo, con la jarra tambaleándose y describiendo un ceñido círculo por encima de su cabeza. Una pequeña cantidad de cerveza se derramó por un lado y le salpicó la frente. Los otros hombres rugieron y se pusieron a dar patadas, pero él se limitó a parpadear, se secó la cerveza de los ojos y continuó una vez estabilizada la jarra otra vez. Las patadas se hicieron más estruendosas y, por un instante, más coordinadas.

Tohonlo se acercó a la galería del otro lado, donde una moza bien parecida con una blusa muy escotada se estiró por encima de la balaustrada con una mano extendida para coger el asa de la temblorosa jarra. Abajo, los hombres no tuvieron ningún inconveniente en hacer saber a la joven hasta qué punto llegaba su admiración.

–¡Vamos, Toho, échasela en las tetas!

La jarra se acercó temblorosa hasta los dedos extendidos de la chica, que la cogió y la levantó, lanzó un pequeño chillidito cuando el peso extra estuvo a punto de tirarla de la galería pero después volvió a enderezarse. Una gran ovación se alzó entre los hombres. Tohonlo bajó la barbilla y dejó caer el palo. Lo cogió por un extremo como si fuera una espada y fingió lanzar una estocada a los hombres que habían hecho más ruido mientras él estaba distraído. Los tipos hicieron gestos y ruidos que querían ser de miedo.

–¡Oramen! –dijo Tove dándole una palmada en la espalda y dejándose caer en el banco a su lado antes de dejar dos jarras de cuero llenas de cerveza delante de ellos con un chapoteo y un par de tragos derramados–. ¡Debería tocarte a ti ahora! –Y le dio un puñetazo en el brazo.

–Te dije que no quería otra copa –dijo Oramen mientras levantaba la cerveza y la agitaba delante de la cara sudorosa y brillante de Tove.

Tove se acercó más a él.

–¿Qué? –Había mucho ruido.

–Da igual. –Oramen se encogió de hombros. Dejó la otra jarra a un lado de la mesa y tomó un sorbo de la nueva.

–¡Deberías ir tú! –le gritó Tove cuando otro de su grupo se colocó el palo en la barbilla y esperó a que la primera sirvienta llenara la jarra que tenía encima. Entre tanto, la segunda sirvienta le llevó a Tohonlo la jarra de cerveza que había transportado de una galería a otra y regresó a la galería saltando, evitando con pericia la mayor parte de los azotes destinados a su trasero–. ¡Deberías probar! –le dijo Tove a Oramen–. ¡Venga! ¡Adelante! ¡Prueba!

–Me mojaría.

–¿Qué?

–Te mojas –gritó Oramen por encima del griterío. Los muchachos estaban dando palmas con energía y buen ritmo.

–¡Pero bueno, pues claro que te mojas! ¡Esa es la idea!

–Debería haberme puesto una túnica más vieja.

–¡No te diviertes bastante! –dijo Tove, que se había inclinado lo suficiente como para que Oramen le oliera el aliento.

–¿Ah, no?

–¡No sales tanto como deberías, príncipe!

–¿En serio?

–¡Si casi no te veo! ¿Cuándo fue la última vez que nos fuimos de putas, no me jodas?

–No desde hace un tiempo, lo admito.

–No estarás harto ya, ¿verdad?

–¿Harto de qué?

–¡De las chicas!

–No seas ridículo.

–No te dedicarás ahora a follarte a hombres, ¿verdad?

–Desde luego que no.

–No quieres follarte hombres, ¿verdad?

–El cielo me libre.

–¿Entonces qué pasa?

–Tengo otras cosas que hacer, Tove. Me encantaría pasar más tiempo contigo pero...

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