La agente levantó al niño por las axilas. El pequeño no se resistió, aunque intentó mantener las piernas levantadas y los brazos alrededor de las rodillas con la misma forma de bola que tenía cuando Anaplian lo había visto por primera vez. Era muy ligero y olía a sudor y orina. La agente le dio la vuelta y lo apretó contra su pecho al subirse a la silla de viaje. Esta se cerró otra vez a su alrededor y le ofreció el mando de control al tiempo que sus componentes se deslizaban y chasqueaban para sujetarlos a ella y al niño.
Por los escalones llegó con un gran estrépito un soldado que empuñaba una ballesta. Anaplian sacó la pistola y lo amenazó con ella cuando el soldado la apuntó con su arma, pero después la agente sacudió la cabeza.
–Bah, que te follen –dijo por lo bajo, le dio un papirotazo a los controles y salió zumbando por el aire sin dejar de sujetar al niño. La flecha emitió un ruido sordo cuando rebotó en el círculo inferior del campo protector de la máquina.
–Y, exactamente, ¿qué piensas hacer con él? –preguntó el dron Turminder Xuss.
Se encontraban en un alto peñasco ventoso de roca al menos tan lejos de la otra atalaya de Anaplian, el acantilado, como este había estado de la ciudad. Al niño (se llamaba Toark) le habían dicho que no se acercara al borde de la gran columna de roca, pero de todos modos estaba bajo la vigilancia de un misil de reconocimiento. Además, Turminder Xuss le había dado al pequeño su misil cuchillo más antiguo y menos capaz para que jugara con él porque el arma estaba articulada. Los achaparrados segmentos viraban y giraban en las manos del niño. El chiquillo emitía gorjeos y sonidos encantados. Hasta el momento, el misil cuchillo había sufrido las manipulaciones sin queja alguna.
–No tengo ni idea –admitió Anaplian.
–¿Liberarlo en plena naturaleza? –sugirió el dron–. ¿Enviarlo de regreso a la ciudad?
–No –dijo Anaplian con un suspiro–. No hace más que preguntar cuándo va a despertar su mamá –añadió la agente con apenas un susurro.
–Has introducido un proyecto de aprendiz en Circunstancias Especiales por iniciativa propia –sugirió el dron.
Anaplian no le hizo ningún caso.
–Buscaremos un lugar seguro para dejarlo, le encontraremos una familia que pueda hacerse cargo de él –le dijo a la máquina. Estaba agachada con el abrigo extendido a su alrededor.
–Deberías haberlo dejado donde estaba –dijo el dron por encima del fuerte viento. Había bajado el tono de voz y hablaba más despacio, como si intentara parecer razonable en lugar de sarcástico.
–Lo sé. Pero en aquel momento no me parecía una opción.
–Tu silla de viaje me ha dicho que, ¿cómo lo diría? Que apareciste ante los atacantes y defensores de la ciudad como una especie de ángel perturbado aunque más bien inútil antes de lanzarte en picado y llevarte al pequeño Toark.
Anaplian miró furioso a la silla de viaje, aunque aquella maquina, obediente pero totalmente estúpida, no hubiera tenido más alternativa que ceder sus memorias al dron cuando se las habían pedido.
–¿Y tú qué haces aquí, si se puede saber? –le preguntó a Xuss.
Había pedido que ese día la dejaran sola para contemplar la caída de la ciudad. Había sido culpa suya, después de todo. Por culpa de las medidas que había tomado ella y que, de hecho, había ayudado a planear y si bien no era en absoluto lo más deseable, el saqueo de la ciudad era un riesgo que ella, entre otros, había juzgado que merecía la pena aceptar. Se podía demostrar que no era lo peor que podría haber ocurrido, pero seguía siendo una abominación, una atrocidad, y ella había intervenido. Eso era suficiente para que tuviera la sensación de que no podía limitarse a ignorarlo, que tenía que dar testimonio de aquel horror. La próxima vez (si había una próxima vez, si no la echaban por sus acciones irracionales y excesivamente sentimentales) consideraría el potencial de una masacre con muchísima más atención.
–Han solicitado nuestra presencia –dijo la máquina–. Tenemos que ir a la
Quonber.
Nos aguarda Jerle Batra. –Los campos del dron destellaron con un color azul gélido–. He traído el módulo.
Anaplian lo miró confundida.
–Qué rápido.
–No es para darte unos cuantos golpes en los dedos por alterar la guerra o rescatar adorables niñitos abandonados. La citación precede a tales excentricidades.
–¿Batra quiere verme en persona? –Anaplian frunció el ceño.
–Lo sé. No es propio de ese hombre. –La máquina se inclinó a derecha e izquierda en su equivalente de un encogimiento de hombros–. O lo que sea.
Anaplian se levantó y se limpió el polvo de las manos.
–Vamos entonces.
Después llamó al niño, que seguía intentando descomponer el misil cuchillo, que a su vez seguía soportándolo sin quejas. El módulo apareció con una luz trémula al borde del acantilado.
–¿Sabes lo que significa su nombre? –preguntó el dron cuando el niño se acercó caminando con timidez hacia ellos.
–No –dijo la mujer, que levantó la cabeza un poco. Le había parecido percibir la insinuación de un olor a quemado a lo lejos.
–Toark –dijo el dron cuando el niño llegó a su altura y le devolvió con mucha educación el misil cuchillo–. En lo que llaman la lengua antigua...
–¿Señora, cuándo despierta mi madre? –preguntó el pequeño.
Anaplian esbozó lo que estaba segura que era una sonrisa no demasiado convincente.
–No sé decirte –admitió. Le tendió una mano al pequeño para guiarlo al interior suavemente iluminado del módulo.
–Significa «afortunado» –terminó el dron.
El módulo alejó su trayectoria do los vientos cálidos del desierto y atravesó los gases cada vez más escasos para adentrarse en el espacio y después volver a hundirse en la atmósfera a medio mundo de distancia antes de que Toark hubiera terminado de maravillarse de lo limpio que había quedado, y qué rápido. Anaplian le había dicho que se quedara muy quieto, cerrara los ojos y no hiciera caso de ningún cosquilleo, después le había dejado caer un gel limpiador sobre la cabeza. La sustancia lo ciñó entero, se desenrolló como un líquido y lo hizo retorcerse un poco cuando se formaron un par de círculos más pequeños alrededor de sus dedos para volver rodando hasta las axilas y seguir bajando. La agente le había limpiado el pequeño taparrabos con otro chorro pero el niño no quiso ponérselo y en su lugar escogió una especie de camisa suelta de una holopantalla. Se quedó impresionado cuando la prenda apareció de inmediato en un cajón.
Entretanto, la mujer y el dron discutían sobre hasta qué punto se debía aplicar el principio de la vista gorda al vuelo ilícito que había hecho sobre la ciudad. Anaplian no estaba todavía del todo segura del nivel al que las mentes que supervisaban ese tipo de misiones se limitaban a darle un objetivo y la dejaban ocuparse de él. Ella seguía en las últimas etapas de su adiestramiento así que todavía dirigían bastante su comportamiento, su estrategia y tácticas estaban más restringidas y se les daba menos rienda libre a sus iniciativas que a las de los operativos más experimentados y hábiles del arte, en último caso oscuro, de la interferencia siempre bien intencionada, a veces arriesgada y solo en escasas ocasiones catastrófica, en los asuntos de otras civilizaciones.
Estuvieron de acuerdo en que el dron no iba a ofrecer ningún tipo de información u opinión. Al final todo saldría a la luz (al final siempre salía todo), pero para entonces, con un poco de suerte, no parecería tan importante. Parte del adiestramiento de un agente de Circunstancias Especiales era aprender que a) se suponía que había que saltarse las reglas a veces, b) cómo había que saltárselas y c) cómo evitar las consecuencias, ya se consiguiera el resultado deseado o no.
Aterrizaron en la plataforma
Quonber,
una losa plana con hangares y unidades de alojamiento que parecía un crucero pequeño y aplastado, si bien perfectamente disimulado por un camucampo. Flotaba con suavidad en el aire cálido justo por encima de la altitud a la que se deslizaban unas nubes algodonosas cuyas sombras salpicaban la superficie del océano de color verde pálido que había un par de miles de metros más abajo. Justo debajo de la plataforma se encontraban las lagunas saladas de una isla deshabitada cerca del ecuador del planeta.
La plataforma daba cobijo a otros once miembros del personal de Circunstancias Especiales, todos encargados de intentar alterar el desarrollo de las varias especies de Prasadal. El planeta se salía de lo corriente porque tenía cinco especies inteligentes expansionistas agresivas muy diferentes y todas estaban llegando a la etapa civilizada al mismo tiempo. En todos los anales de la historia, cada vez que ocurría aquello sin que alguna influencia exterior interviniera en el asunto, al menos tres y por lo general cuatro de las especies rivales eran destruidas sin más por el grupo victorioso. Las simulaciones de la Cultura, muy detalladas y, según se alegaba, extremadamente fiables, confirmaban que así era como funcionaban las cosas entre la media de las especies agresivas, a menos que se interfiriese.
Cuando llegó al módulo, todo el mundo estaba en tierra firme o bien muy ocupado, así que no vieron a nadie más mientras uno de los drones esclavos de la
Quonber
los acompañaba por la cubierta lateral abierta hacia la parte posterior de la plataforma. Toark miraba con los ojos como platos la caída que llevaba a las lagunas saladas del planeta.
–¿No deberías al menos esconder al chico? –sugirió el dron.
–¿Qué sentido tendría? –le preguntó Anaplian.
El dron esclavo los acompañó hasta la presencia del supervisor y mentor de Anaplian, Jerle Batra, que estaba tomando el aire en el amplio balcón que se curvaba alrededor de la parte posterior de la tercera cubierta del módulo.
Jerle Batra había nacido varón. Se había cambiado de sexo, como era habitual en la Cultura, durante un tiempo y había tenido un hijo. Más tarde, por razones que no comentó con nadie, había pasado un tiempo en el almacén; había pasado un milenio y algo más en un sopor sin sueños, en lo más parecido a la muerte que conocía la Cultura y de la que todavía era posible despertar.
Y cuando había despertado y había seguido sintiendo el dolor de ser humano en forma humana había hecho que transfirieran su cerebro y sistema nervioso central de forma secuencial a una amplia variedad de formas diferentes para terminar, de momento al menos, con el cuerpo que en ese momento habitaba y que había conservado por lo menos unos cien años, y desde luego durante la década que hacía que Anaplian lo conocía. Era un aciculado, su forma era parecida a la de un arbusto.
Su cerebro, todavía humano, además de los sistemas de soporte vital biológicos pero no humanos que lo acompañaban, estaba albergado en una pequeña vaina central de la que surgían dieciséis gruesos miembros. Estos se ramificaban a toda velocidad y volvían a ramificarse para formar miembros cada vez más pequeños, manípulos y pendúnculos sensoriales, los más delicados de los cuales eran del grosor de un cabello. En su estado normal y diario parecía un arbusto pequeño, esférico y sin raíces hecho de tubos y cables. Comprimido, era poco más grande que el casco de uno de esos antiguos trajes espaciales humanos. Extendido por completo, podía estirarse veinte metros en cualquier dirección, lo que le proporcionaba lo que a él le gustaba llamar un alto grado de contorsión. Siempre había venerado, en todas sus formas, el orden, la eficiencia y la alta capacidad, y en su forma aciculada sentía que había hallado algo que encarnaba esos valores.
El estado aciculado no era el más alejado que se podía alcanzar de lo que la Cultura consideraba el estado básico humano. Otros ex humanos que de forma superficial se parecían mucho a Jerle Batra habían hecho que se transcribiera toda su conciencia del substrato biológico que era su cerebro a una forma pura no biológica, de modo que, por lo general, un aciculado de ese tipo tendría toda su inteligencia y ser distribuido por toda su estructura física en lugar de tener un eje central. Su factor de contorsión podría salirse de las gráficas en comparación con el de Batra.
Otras personas habían asumido las formas de casi cualquier cosa móvil imaginable, desde lo relativamente normal (peces, aves y otros animales que respiraban oxígeno) pasando por lo más exótico a través de formas de vida alienígena (una vez más, incluyendo aquellos que en circunstancias normales no tenían por costumbre contener una mente consciente) hasta lo verdaderamente inusual, por ejemplo tomando la forma del fluido de refrigeración y circulación de una vela de simiente mayéutica tuerielliana o la voluta de esporas de un crucero de campo estelar. Estas dos últimas formas, sin embargo, eran extremas y unidireccionales. Había toda una categoría de enmiendas que eran difíciles de hacer e imposibles de deshacer. Nada que pudiera transcribirse en su sano juicio había regresado de algo parecido a un crucero de campo estelar a un cerebro humano.
Unos cuantos excéntricos de verdad habían incluso tomado la forma de drones y misiles cuchillo, aunque por lo general eso se consideraba un tanto insultante tanto para las máquinas como para los humanos.
–Djan Seriy Anaplian –dijo Batra con una voz muy humana–. Buen día. Oh, ¿debo felicitarla?
–Este es Toark –dijo Anaplian–. No es mío.
–Así que no lo es. Ya me parecía que me habría enterado.
Anaplian le echó un vistazo al dron.
–Estoy segura de que lo sabría.
–Y Handrataler Turminder Xuss. Buen día a ti también.
–Encantado, como siempre –murmuró el dron.
–Turminder, esto, en un principio, no te concierne. ¿Podrías excusarnos a Djan Seriy y a mí? Quizá podrías entretener a nuestro joven amigo.
–Me estoy convirtiendo en todo un niñero. Mis habilidades aumentan con cada hora que pasa así que voy a aguzarlas.
El dron salió con el niño del balcón. Anaplian levantó la cabeza y miró la masa sobresaliente de la cubierta de alojamiento, se quitó el sombrero, lo tiró en un asiento suspendido y ella se dejó caer en otro. Una bandeja de bebidas se acercó flotando.
Batra se deslizó hacia ella, un arbusto esquelético y grisáceo de una cabeza de altura.
–Aquí está usted como en casa –aseveró.
Anaplian sospechó que le estaban dando una suave reprimenda. ¿Se había mostrado demasiado informal al tirar el sombrero y derrumbarse en el sillón? Quizá Batra la estaba riñendo por no mostrarle suficiente respeto. Era su superior, hasta el punto que aquella civilización, que por voluntad propia carecía de jerarquía, entendía la idea de superioridad e inferioridad. Podría haberla echado de CE si hubiera querido (o, como mínimo, haberla obligado a comenzar otra vez todo el proceso), pero no solía mostrarse tan susceptible con los asuntos del protocolo.