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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (11 page)

De ahí la parte divina de la descripción global de Sursamen: había un aeronatauro tensil xinthiano en su núcleo al que algunos de los habitantes del mundo llamaban el Dios del Mundo.

De forma invariable dentro de estos grandes mundos y a veces en el exterior, las conchas estaban adornadas por aspas inmensas, espirales, cumbres, protuberancias y cuencas del mismo material que componía tanto los niveles en sí como las torres que los sostenían. Allí donde aparecían tales estructuras en la superficie de un mundo concha, los elementos con forma de cuenca se habían llenado en general con una mezcla de atmósferas, océanos y terreno apropiado para el alojamiento de una o más de las muchas especies involucradas. Los ejemplos menos profundos de estos elementos (llamados de un modo un tanto perverso cráteres) se habían cubierto, los más profundos por lo general no.

Sursamen era un ejemplo de uno de esos mundos concha moteados. La mayor parte de su superficie era lisa, de color gris oscuro y polvoriento, todo ello resultado de estar ligeramente cubierta con casi todo un eón de impactos de escombros después de que cuerpos sistémicos y galácticos de composiciones, tamaños y velocidades relativas variadas hubieran impactado contra su piel implacable y adamantina. Alrededor del quince por ciento de su concha exterior estaba salpicado de las cuencas abiertas y cubiertas que la gente llamaba cráteres y era la luz reflejada de color azul verdoso de uno de esos cráteres, el Gazan-g'ya, la que atravesaba el ojo de buey del centro de tránsito e iluminaba con suavidad los cuerpos del gran zamerín y la directora general.

–Tú siempre te alegras de venir a ver Sursamen o algún otro mundo concha, ¿verdad? –le preguntó Utli a Shoum.

–Por supuesto –dijo la morthanveld al tiempo que se giraba un poco hacia él.

–Mientras que para mí –dijo el gran zamerín apartándose del paisaje– es solo el deber lo que me mantiene aquí. Para mí siempre es un alivio dejar este sitio. –Se oyó un gorjeo diminuto y uno de sus pedúnculos oculares se movió por un instante para mirar lo que parecía ser una joya incrustada en su tórax–. Cosa que según nos informan ocurrirá en breve, nuestra nave está lista.

Las torques de comunicación de Shoum cobraron vida para decirle lo mismo y después regresaron a su engaste privado.

–¿Un alivio? ¿De veras? –preguntó la directora general mientras regresaban flotando por la red hacia sus respectivos séquitos y las rampas de atraque que daban acceso a las naves.

–Jamás entenderemos por qué para ti no lo es, Shoum. Estos siguen siendo lugares muy peligrosos.

–Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que un mundo concha se volvió contra sus habitantes, Utli.

–Ah, pero con todo; los intervalos, mi querida directora general.

El gran zamerín se refería a la distribución de extinciones en masa inducidas por los mundos concha a lo largo del tiempo. Una vez trazada, insinuaban solo una agonía lenta de tales y titánicos instintos asesinos, no un final definitivo. La forma del gráfico de los ataques se aproximaba al cero pero lo hacía con una curva que implicaba que todavía podían producirse una o dos más, seguramente en algún momento de los siguientes miles de años. En caso, por supuesto, de que así fuera el modo en que funcionaban las cosas. La amenaza implícita de cataclismos futuros podría ser también el resultado de una coincidencia y nada más.

–Bueno, entonces –dijo Shoum– y para decirlo en plata, esperemos que no ocurra durante nuestro ejercicio o, si ocurre, que no ocurra en Sursamen.

–Es solo una cuestión de tiempo –le dijo el gran zamerín con tono lúgubre–. Estos trastos se convierten en asesinos o desaparecen. Y cualquiera sabrá por qué.

–Sin embargo, Utli –dijo la directora general indicando cierta malicia– ¿no te parece hasta romántico, incluso en cierto sentido tranquilizador, que todavía haya tales misterios e imponderables en estos refinados y cultivados tiempos?

–No –dijo el gran zamerín con mucho énfasis al tiempo que expulsaba una emisión llamada «Dudando de la cordura del compañero» con apenas un exiguo rastro de buen humor.

–¿Ni siquiera de forma abstracta?

–Ni siquiera de forma abstracta.

–Oh, bueno. Con todo, yo no me preocuparía mucho si fuera tú –le dijo Shoum a Utaltifuhl cuando se acercaron a sus sirvientes–. Sospecho que Sursamen seguirá aquí cuando regreses.

–¿Crees que su desaparición es poco probable? –dijo Utli, que en ese momento expresaba una seriedad burlona.

–Es una posibilidad casi desaparecida –dijo Shoum, pero el chiste no se tradujo.

–Eso crees. Por supuesto. Sin embargo, nos ha parecido que tan maravillosa y divertida es la vida que llevamos que nos amenaza siempre un desastre de proporciones iguales aunque contrarias. Cuanto más alta se construye la torre, más tentador se convierte el objetivo para el destino.

–Bueno, al menos tú vas a abandonar tu torre durante todo un año. Espero que vuestro viaje a casa sea gratificante y estaré deseando contar con el placer de veros otra vez, gran zamerín.

–Y yo de veros a vos, directora general –le dijo Utaltifuhl antes de llevar a cabo el más respetuoso y delicado de los mordisquitos formales en la púa manipula que había extendido la directora general. Shoum se ruborizó, como era de esperar.

Ambos habían llegado junto a sus respectivos séquitos y junto a una ventana gigante que se asomaba al otro lado del centro de tránsito, a una pequeña flota de naves amarradas. Utaltifuhl miró a la nave estelar y expresó incertidumbre.


Hmm
–dijo–. Un viaje interestelar nunca carece de riesgos tampoco.

5. La plataforma

D
jan Seriy Anaplian, que había nacido princesa de la casa de Hausk, una dinastía de una especie panhumana de amplio espectro que últimamente residía en el nivel medio del mundo concha de Sursamen y cuyo segundo nombre significaba en esencia «digna de casarse con un príncipe», se encontraba sola en un alto acantilado que se asomaba a un desierto de color óxido en lo más profundo del continente de Lalance, en el planeta Prasadal. Un fuerte viento azotaba el largo abrigo que llevaba y tiraba de sus ropas. Seguía luciendo el sombrero oscuro de ala ancha y las ráfagas de viento se apropiaban y tiraban del rígido material como si quisieran arrancárselo de la cabeza. No era muy probable que el sombrero, sujeto por unas cintas bien atadas, se soltase pero eso significaba que el viento hacía que la cabeza se le agitase, asintiese y se sacudiese como si tuviera perlesía. El viento transportaba polvo y arena en pequeñas ráfagas secas que azotaban el suelo del desierto y se enroscaban por el borde desigual del acantilado, azuzándole las mejillas por donde le quedaban expuestas entre el pañuelo que le cubría la boca y la nariz y las gafas que le protegían los ojos.

Anaplian se llevó una mano enguantada a las gafas y se las quitó solo una milésima de segundo para que saliera un poco de humedad de la base de la montura. El escaso líquido le corrió por las mejillas y dejó algún rastro que no tardó en secarse con la fuerza polvorienta del aire. La mujer respiró hondo a través del pañuelo que la protegía cuando las nubes de polvo se separaron como una bruma seca y le permitieron ver sin obstáculos la lejana ciudad y las fuerzas que habían estado sitiándola.

La ciudad estaba ardiendo. Unas máquinas de asedio más altas que sus propias torres apuntalaban los muros como soportes ortopédicos gigantes. El desierto que rodeaba la ciudad, oscurecido hasta hacía muy poco por el ejército sitiador, comenzaba a despejarse al entrar en masa los atacantes en la afligida ciudad, dejando la arena expuesta del color de la sangre seca. El humo intentaba elevarse de las ruinas de los edificios destrozados en grandes haces enroscados de oscuridad, pero la fuerza del vendaval los derribaba, los aplastaba y se los llevaba en remolinos de los varios incendios, después se hundía y regresaba al desierto para alzarse otra vez al encontrarse con el acantilado de modo que subía ondeando por encima de la cabeza de Anaplian en una nube irregular y veloz.

La fuerza del viento aumentó. En la llanura se estaba formando un muro de polvo entre la antigua princesa y la ciudad a medida que la mitad del desierto parecía elevarse en el aire, un muro que empañaba y hacía desaparecer poco a poco el paisaje y después destacaba por unos instantes la silueta de una serie de afloramientos rocosos hasta que ellos también quedaban barridos por el borde de la tormenta de polvo que avanzaba sobre ellos. Anaplian se dio la vuelta y se retiró un poco hacia donde se encontraba un artilugio que parecía un cruce entre un esqueleto y una escultura. El aparato estaba posado sobre las cuatro patas en la roca expuesta. La mujer se recogió el abrigo a su alrededor y se subió de espaldas a los pies de la extraña máquina. La silla de viaje cobró vida al instante, se alzó con un movimiento fluido y se adaptó al cuerpo de la mujer; unas abrazaderas le rodearon los tobillos, los muslos, la cintura, el cuello y la parte superior de los brazos y el artilugio la abrazó con su fina forma como un amante. Anaplian cogió el control que surgió junto a su mano, lo levantó y echó a volar por los cielos con la máquina, después empujó el mando y salió disparada por la tormenta de polvo y humo hacia la afligida ciudad.

La mujer se alzó a través de la calima y salió al aire limpio al ir cogiendo velocidad, al principio dejó desconectados los campos y permitió que la estela la zarandeara; el viento hacía chasquear los faldones del abrigo como látigos y la obligaba a plegarse el ala del sombrero. Después conectó el campo aerodinámico y viajó en una burbuja de aire tranquilo con forma de delta hacia la ciudad.

Bajó un poco y redujo la velocidad al pasar por encima de las murallas, después volvió a desconectar el campo aerodinámico. Voló entre columnas de humo retorcidas por el viento y observó las fuerzas de asedio que se colaban en todos los espacios de la ciudad, vio a los defensores que se retiraban y a los habitantes que huían, observó las flechas que volaban y unas últimas rocas y barriles encendidos que aterrizaban en los límites superiores de la ciudad. Olió el humo y escuchó el choque de espadas y el crujido y el estrépito de los incendios, el rumor sordo de la mampostería que caía, el ulular de los gritos de batalla y las trompetas de guerra de los invasores victoriosos y los gemidos y gritos de los derrotados. Vio unas cuantas figuras diminutas que la señalaban y un par de flechas que se arqueaban hacia ella y volvían a caer. Se vio empujada hacia un lado y casi creyó que le habían dado por la violencia del movimiento cuando la silla de viaje esquivó un barril encendido que pasó junto a ella con un gran rugido y el hedor a aceite quemado. El barril dibujó un arco hacia el suelo y se estrelló contra el tejado de un templo de la ciudad alta, salpicándolo todo de llamas.

Anaplian volvió a conectar toda la panoplia de campos que la ocultaban a ella y a la máquina y la envolvió de nuevo la burbuja inmóvil de aire protegido. Se dirigía al centro de la ciudad, rumbo a lo que suponía que sería la ciudadela y el palacio, pero luego cambió de opinión y giró hacia un lado de la ciudad, al nivel de las calles centrales, para observar la entrada general de invasores y la retirada caótica de defensores y civiles sin dejar de intentar observar también las luchas menores de grupos pequeños e individuos.

Al final se posó en el tejado plano, rodeado de un murete bajo, de un edificio modesto donde se estaba produciendo una violación y donde una criatura se había acurrucado en una esquina. Los cuatro soldados que esperaban su turno la miraron con expresión molesta cuando Anaplian pareció surgir de la nada al bajarse de la silla de viaje. Los ceños se estaban empezando a convertir en sonrisas de admiración, si bien bastante desagradables, cuando la antigua princesa sacó un arma lustrosa de tamaño considerable de una pistolera que llevaba al hombro y, con una lúgubre sonrisa ella también, se dedicó a abrir agujeros del tamaño de una cabeza en cada uno de los cuatro torsos. Los primeros tres hombres salieron volando de espaldas y cayeron a la calle en medio de espumosas detonaciones de sangre y tejidos. El cuarto tuvo tiempo de reaccionar y (cuando se agachó y empezó a apartarse de un salto) se puso en marcha una diminuta parte de las conexiones de combate de Anaplian; la mujer giró el arma más rápido de lo que su mente podría haber ordenado la acción conscientemente y al mismo tiempo se comunicó con el arma en sí para ajustar el patrón de emisión y el haz de rayos. El cuarto soldado reventó en un largo y resbaladizo torrente de tripas que se deslizó por todo el tejado. Una especie de jadeo burbujeante se le escapó de los labios al morir.

El hombre que estaba violando a la mujer había levantado la cabeza y miraba a Anaplian con la boca abierta. La agente dio unos cuantos pasos para rodearlo y poder hacer un disparo limpio sin poner en peligro a la mujer y después le reventó la cabeza. Tras lo cual miró a la criatura, que había clavado los ojos en el soldado muerto y en la forma que yacía bajo aquel cuerpo que chorreaba sangre entre espasmos. Anaplian hizo lo que esperaba que fuera un movimiento tranquilizador con la mano.

–Espera ahí –dijo en lo que debería ser el idioma de la criatura. Apartó el cuerpo del soldado de la mujer de una patada, pero esta ya estaba muerta. Los soldados le habían metido un trapo en la boca, quizá para evitar que gritara y la mujer se había asfixiado con él.

Djan Seriy Anaplian bajó la cabeza un momento y maldijo a gran velocidad en una amplia selección de idiomas, al menos uno de los cuales tenía su hogar a muchos miles de años luz de distancia, y después se volvió de nuevo hacia la criatura. Era un niño. Tenía los ojos muy abiertos y la cara sucia manchada de lágrimas. Estaba desnudo salvo por una tela y Anaplian se preguntó si él iba a ser el siguiente, o solo estaba destinado a ser lanzado del tejado. Quizá lo hubieran dejado vivo. Quizá no habían tenido intención de matar a la mujer.

Anaplian tenía la sensación de que debería estar temblando. No cabía duda de que sin las conexiones de combate lo estaría. Activó la glándula «calma rápida» para que mitigara la conmoción interna.

Guardó la pistola, aunque era probable que ni siquiera entonces el niño entendiera que se trataba de un arma, y se acercó a él. Anaplian se puso en cuclillas y se agachó cuando llegó junto al niño. Intentó parecer amable y alentadora, pero no sabía qué decir. El ruido de unos pasos que corrían resonó en la escalera abierta que había en la otra esquina del tejado.

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