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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (24 page)

Tyl Loesp lo pensó un momento.

–Bueno –dijo–. Debo admitir que fue un buen trabajo, dadas las circunstancias. Sin embargo, me preocupa que ahora tengamos una euridicía llena de eruditos ofendidos.

–No sería tan difícil acabar con ellos, señor –dijo Vollird–. Son muchos, pero todos están reuniditos en un solo sitio y bien vigilados, y son todos blandos como la cabeza de un bebé, os lo juro.

–Estás en lo cierto, una vez más, pero todos tienen padres, hermanos, contactos. Sería mejor si pudiéramos convencer al nuevo erudito mayor pura que los mantenga a raya y para que no hablen más de lo ocurrido.

Vollird no parecía muy convencido.

–No hay mejor forma de garantizar el silencio que acallando las lenguas para siempre, señor.

Tyl Loesp miró a Vollird.

–Se te da muy bien decir ciertas verdades, ¿eh Vollird?

–Solo cuando es necesario, Tyl Loesp –respondió el otro hombre sin apartar la mirada–. Nunca en exceso.

Tyl Loesp estaba seguro de que los dos caballeros estaban convencidos de que matar a todos los eruditos de Anjrinh terminaría con el problema de que hubieran visto a Ferbin, vivo y fugitivo.

Ferbin vivo. Qué propio de ese idiota fatuo y afortunado salir, quién sabría cómo, de una batalla ileso y huir de todo intento de captura. En cualquier caso, Tyl Loesp dudaba mucho que ni siquiera la suerte de Ferbin bastara para eso. Sospechaba que era el criado, un tal Choubris Holse, el que estaba haciendo gala de la astucia de la que tan obviamente carecía el príncipe.

Vollird y Baerth pensaban que solo había que eliminar a aquellos que habían visto al príncipe para poner fin al asunto. Así razonaban los militares. Ninguno se daba cuenta de que semejante cirugía tenía sus propias complicaciones y consecuencias. Aquel problema era como un pequeño forúnculo en la mano: abrirlo sería rápido y la satisfacción, inmediata, pero un médico cauto sabría que ese acercamiento podría llevar a un mal incluso peor que podría infectar y paralizar el brazo entero e incluso amenazar la vida misma del paciente. A veces la medida más prudente era limitarse a aplicar unos aceites curativos o un emplasto refrescante y dejar que las cosas se calmaran. Quizá fuera un tratamiento más lento, pero conllevaba menos riesgos, no dejaba cicatrices y al final podía ser más eficaz.

–Bueno –les dijo Tyl Loesp a los caballeros–, hay una lengua que me gustaría acallar como proponéis, aunque debe parecer que el caballero no ha sabido cuidar de su propia vida y no que se la han extirpado. Sin embargo, dejaremos en paz a los eruditos. Se recompensará a la familia del muchacho que nos alertó. Pero a la familia, no al muchacho. Ya habrá celos y desprecio suficientes si los demás llegan a sospechar quién estaba allí en realidad.

–Si era quien pensamos que podría ser. Seguimos sin poder estar seguros –dijo Vollird.

–No puedo permitirme el lujo de pensar otra cosa –le dijo Tyl Loesp.

–¿Y el fugitivo en sí? –preguntó Baerth.

–Perdido, de momento. –Tyl Loesp miró el informe telegrafiado que había recibido esa mañana del capitán del escuadrón de lyges que había estado a punto de capturar o matar a Ferbin y su criado (suponiendo que fueran ellos) en la torre D'neng-oal la noche antes. Una de las presas herida, posiblemente, decía el informe. Demasiadas posibilidades y probabilidades para el gusto del regente–. Sin embargo –dijo dedicándoles una amplia sonrisa a los dos caballeros–, ahora yo también tengo los documentos necesarios para mandar a gente a la superficie. El fugitivo y su ayudante están huyendo, y eso es lo mejor que pueden hacer, después de morir, claro. –Sonrió–. Vollird, me imagino que a Baerth y a ti os gustaría ver otra vez la superficie y las estrellas eternas, ¿no?

Los dos caballeros intercambiaron una mirada.

–Creo que preferiríamos integrarnos en el ejército y atacar a los deldeynos –dijo Vollird. La mayor parte del ejército ya había partido el día anterior para formar delante de la torre por la que atacarían el Noveno. Tyl Loesp saldría a reunirse con ellos al día siguiente, para el descenso.

Baerth asintió.

–Sí, eso sí que es un honor.

–Quizá ya hemos matado suficiente solo para vos, Tyl Loesp –sugirió Vollird–. Nos cansamos de asesinar y de guardarnos las espaldas casi de continuo. ¿Quizá sea hora de que sirvamos al pueblo sarlo de forma menos tangencial, en el campo de batalla, contra un enemigo que todos reconocemos?

Servirme a mí es servir al pueblo sarlo, yo soy el Estado,
quería decir Tyl Loesp, pero no dijo nada, ni siquiera a esos dos. En lugar de eso frunció el ceño y los labios por un instante.

–Hagamos los tres un pacto, ¿de acuerdo? Yo os perdono por ser torpes, desleales y egoístas si los dos me perdonáis por dar la sensación de haber expresado mis órdenes como si fueran una pregunta, con la implicación de que, por vuestra parte, teníais la opción de elegir. ¿Qué me decís?

Segunda parte: profundidad de campo
10. Una cierta carencia

H
abía sido hombre durante un año.

Eso había sido diferente. Todo había sido diferente. Había aprendido muchísimo: sobre ella misma, sobre las personas, sobre las civilizaciones.

El tiempo: al final empezó a pensar en años estándar. Para ella, al principio, duraban más o menos un año corto y medio o algo así como medio año largo.

La gravedad: sentía una pesadez intolerable y una fragilidad preocupante, todo a la vez. Un tratamiento al que ya había accedido empezó a engrosarle los huesos y a reducir su altura antes de que dejara el Octavo pero, aun así, durante el tiempo que pasó en la nave que la sacó de la superficie y durante los primeros cincuenta días después de su llegada, destacaba sobre la mayoría de la gente y se sentía rara y delicada. Se suponía que habían reforzado la ropa nueva que había elegido para evitar que se rompiera algún hueso si se caía de repente en aquella gravedad mayor, pero se imaginó que era una mentira para que no tuviera tanto miedo y solo tuviera cuidado.

Solo las medidas de longitud de la escala humana eran poco más o menos las que ella conocía: los pasos se parecían mucho a los metros y ya pensaba en kilómetros, aunque se había criado con diez elevado al cubo en lugar de con dos elevado a la décima potencia.

Pero eso solo había sido el principio.

Durante el primer par de años después de llegar a la Cultura se había limitado a ser lo que era, salvo por la enmienda del mayor grosor y la menor altura. Entretanto había llegado a conocer la Cultura y esta la había llegado a conocer a ella. Había aprendido mucho, mucho de todo. El dron Turminder Xuss la había acompañado desde el día que se había bajado de la nave en la que había llegado, el navío espacial llamado
Ligeramente chamuscado en la parrilla de la realidad
(los nombres de las naves le parecían al principio absurdos e infantiles, después se acostumbró a ellos, tras eso creyó entenderlos en cierto modo, al final se dio cuenta de que no había forma de entender la mente de una nave y volvieron a parecerle molestos). El dron respondía a todas las preguntas que tenía y en ocasiones hablaba en su nombre.

Esos tres primeros años los había pasado en el orbital Gadampth sobre todo en la parte llamada Lesuus, en una especie de ciudad prolongada, sonsacada, construida sobre un grupo de islas desperdigadas por una amplia bahía al borde de un pequeño mar interior. La ciudad se llamaba Klusse y se parecía un poco a una ciudad normal, a pesar de estar mucho más limpia y carecer de contramurallas u otros componentes defensivos que ella pudiera distinguir. Pero sobre todo parecía una especie de inmensa euridicía.

Le llevó un tiempo comprender por qué. Mientras paseaba por los bulevares, las terrazas, los paseos y las plazas del lugar había sentido (no al principio sino poco a poco, justo cuando debería tener la sensación de que se estaba acostumbrando a aquel sitio) una extraña mezcla de comodidad e inquietud al mismo tiempo. Al final se dio cuenta de que era porque ni una sola de las caras que veía allí tenía un tumor que la desfigurara ni la enfermedad se había comido la mitad. Todavía tenía que ver una afección de la piel que la desfigurara un poco o siquiera un ojo vago. De igual modo, ni en uno solo de los cuerpos entre los que se movía había una cojera o la necesidad de apoyarse en muletas o un carrito, nadie pasaba cojeando con un pie zopo. Y no había ni un solo loco, ni un solo pobre deficiente mental que se plantara en una esquina todo manchado y aullándoles a las estrellas.

Al principio no se había dado cuenta porque en ese momento todavía le asombraban las variaciones físicas, puras y desconcertantes, de las personas que la rodeaban, pero una vez que se acostumbró a eso, empezó a notar que, aunque había una variedad física casi infinita, no había ninguna deformidad y si bien se daban excentricidades prodigiosas, no existía la demencia. Había más tipos faciales, corporales y de personalidad de los que se habría imaginado pero todos eran producto de la salud y la libertad de elección, no de la enfermedad y el destino. Todo el mundo era, o podía ser si lo deseaba, hermoso tanto en su forma como en su carácter.

Más tarde averiguaría que, puesto que, después de todo, aquello era la Cultura, por supuesto que había personas que abrazaban la fealdad e incluso la apariencia de deformidad o mutilación solo para ser diferentes o expresar algo de su interior que creían que debían transmitir a sus iguales; sin embargo (una vez que hubo superado la irritación y exasperación iniciales que le inspiraban tales personas, ¿acaso no se estaban burlando, aunque fuera sin querer, de los verdaderos afligidos, aquellos que no tenían elección sobre lo horrendos que eran?) se dio cuenta de que incluso esa adopción deliberada de falta de belleza mostraba una especie de confianza en la sociedad, como si restregaran por el morro colectivo las obras de la cruel providencia y la antigua tiranía, desterrada ya mucho tiempo atrás, de la aberración genética, las lesiones flagrantes y la pestilencia transmisible.

Una estrella llamada Aoud brillaba sobre el anillo de diez millones de kilómetros del orbital. Ese sol era lo que todos los demás parecían considerar una estrella de verdad, una estrella que se había formado de modo natural. A ella le parecía increíblemente antigua y enorme, de una forma absurda, casi despilfarradora.

Allí, en Klusse, había aprendido la historia de la Cultura y la historia de la galaxia en sí. Había aprendido sobre las otras civilizaciones que de niña le habían enseñado que se llamaban óptimas. Por lo general se referían a sí mismas utilizando el término «involucradas» o «jugadores principales», aunque eran expresiones vagas y no había un equivalente exacto de la palabra sarla «óptimos», con su implicación de supremacía. «Involucrados de alto nivel» era quizá lo más parecido.

También aprendió casi todo lo que había que aprender sobre su propio pueblo, los sarlos; su evolución mucho tiempo atrás en un planeta remoto del mismo nombre, su implicación en una terrible guerra, su condena, exilio y desplazamiento (en parte por su propio bien, en parte por el de los pueblos con los que habían compartido ese planeta natal, el consenso era que o bien matarían a todos los demás o los matarían a ellos) y su eventual santuario/internamiento en Sursamen, bajo los auspicios del Consejo Galáctico, los morthanveld y los nariscenos. Pensó que esa versión le parecía más auténtica; se parecía bastante a los mitos y leyendas de su pueblo, pero era menos interesada, menos dramática y gloriosa, más equívoca en sus implicaciones morales.

Esa esfera de sus estudios reveló detalles sorprendentes. Por ejemplo, que los deldeynos y los sarlos eran el mismo pueblo. Los deldeynos eran un subgrupo de la población principal que había sido trasladado a un nivel por debajo del Octavo más de mil años antes. Y los oct habían hecho eso sin el permiso de sus mentores nariscenos. Ese nivel, que si bien había albergado en otro tiempo a muchos pueblos, había visto cómo se evacuaban todos unos milenios antes y se suponía que debía de quedar vacío de vida inteligente hasta nuevo aviso. Los oct se habían visto obligados a disculparse, comprometerse a no volver hacer nada semejante y pagar una indemnización en forma de otras zonas en las que habían tenido que renunciar a su influencia. Sin embargo, el movimiento no autorizado de personas había terminado por aceptarse de mala gana como un hecho consumado.

Aprendió sobre la panhumanidad, sobre el gran revoltijo de la diáspora de especies humanas, humanoides y parecidas a las humanas que se habían repartido por buena parte de la galaxia.

Aprendió sobre la actual situación sociopolítica que existía en la galaxia y sintió una especie de satisfacción general al ver que era tan grande y casi toda estaba en paz. Había millones de especies, cientos de tipos diferentes de especies, incluso si se ampliaba mucho la definición, y eso era sin tener en cuenta civilizaciones que estaban compuestas por más máquinas que seres biológicos. En último caso, la galaxia, de hecho la suma del universo entero, no era nada en general; si se sacaba la media, el resultado era un vacío bastante notable. Pero dentro de los focos de materia que eran los sistemas, las estrellas, los planetas y hábitats... ¡qué cuerno de la abundancia lleno de vida!

Solo de panhumanos (de los cuales ella, por supuesto, era una) había un número tan grande que te dejaba patidifuso, pero seguían formando menos de un único porcentaje de todo el conjunto de masa vital de la galaxia completa. También, allí donde existían, los hombres y las mujeres eran por lo general (en la mayor parte de los sitios, la mayor parte del tiempo) iguales. En la Cultura eso estaba garantizado incluso por derecho; se podía ser del género que se quisiese, ¡solo con pensarlo! A ella le pareció de lo más satisfactorio, una especie de reivindicación.

La vida entraba como un zumbido, se revolvía por todos lados y terminaba por infestar a conciencia la galaxia entera, y seguramente (casi con toda certeza) mucho más que eso. La inmensa continuidad de todo aquello ponía de algún modo todas las pequeñas preocupaciones e inquietudes en perspectiva, haciendo que parecieran no irrelevantes, pero sí de una inmediatez mucho menos angustiosa. Era cierto que el contexto lo era todo, como siempre había insistido su padre, pero el contexto mayor sobre el que estaba aprendiendo se ocupaba de reducir la aparentemente inmensa escala del nivel Octavo de Sursamen y todas sus guerras, políticas, disputas, luchas, tribulaciones y vejaciones hasta que todo parecía muy lejano y trivial.

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