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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (19 page)

El último eslabón de aquella gran y desgraciada familia había sido Vaime, lady Anaplia. Siempre frágil, se había derrumbado cuando su embarazo ya estaba muy adelantado. Los médicos le habían dicho al rey que podían salvar a la madre o al bebé, pero no a ambos. El rey decidió salvar al bebé ya que esperaba un varón. Pero en lugar de eso le presentaron el bultito prematuro de una niña. Le horrorizó de tal modo aquel desastre que a la pequeña tardaron un mes entero en darle nombre. Con el tiempo la llamaron Djan. A lo largo de los años el rey nunca ocultó, y menos delante de la propia Djan, que si hubiera sabido su sexo antes del parto, la habría sacrificado por el bien de su madre. Su único solaz había sido que algún día podría casar a la niña a cambio de algún beneficio diplomático.

En los últimos tiempos el rey había tomado otro par de concubinas de bajo rango, aunque las alojaba en un palacio más pequeño de otra parte de la ciudad, (una vez más a insistencia de Harne, según los chismorreos de palacio) pero era Harne a la que reconocían como su viuda en todo salvo nombre. Las dos concubinas más jóvenes ni siquiera habían estado presentes en el servicio funerario ni en el internamiento y tampoco las habían invitado a aquel duelo.

–Señora, mi buena dama –dijo Oramen con una profunda reverencia ante Harne–. Es solo en vos donde siento que mi sensación de pérdida tiene algún igual, y en vos se supera. Os ruego que aceptéis mi más sentido pésame. Si podemos disfrutar de un solo rayo de luz en estos oscuros momentos, que sea que vos y yo nos sintamos más unidos de lo que lo hemos estado. Que la muerte de mi padre y la de vuestro hijo alumbre una relación más afectuosa entre nosotros que la que ha existido en el pasado. El rey siempre buscó la armonía, aunque fuera a través de un conflicto inicial y Ferbin era el alma de la sociabilidad. Podríamos honrar las memorias de ambos buscando la avenencia entre los dos.

Ya hacía días que tenía preparado ese pequeño discurso, ese conjunto de palabras elaborado y cuidadoso. En realidad había querido decir «la muerte del rey» pero le había salido de otro modo, no tenía ni idea de por qué. Se sintió un poco molesto consigo mismo.

Lady Aelsh mantuvo la misma expresión severa pero hizo una pequeña inclinación con la cabeza.

–Gracias por vuestras palabras, príncipe. Estoy segura de que los dos se alegrarían si todo pudiera ser concordia en la corte. Todos podríamos poner especial cuidado en celebrar sus memorias así.

Y eso,
pensó Oramen (mientras Renneque caía al lado de Harne y cogía entre las suyas las manos de la otra mujer y se las agitaba al tiempo que le contaba lo horrendo que era también su dolor),
tendrá que servir.
No era un rechazo absoluto pero tampoco ero lo que él esperaba. Captó por un instante la atención de Harne mientras Renneque seguía hablando, se inclinó y se dio la vuelta.

–¿Cómo van nuestros preparativos, mariscal de campo? –le preguntó Oramen a la forma severa, flaca y adusta del recién ascendido jefe del ejército. Werreber se encontraba de pie, con una copa en la mano y contemplando la lluvia que caía sobre la ciudad. Se volvió y miró a Oramen desde su altura.

–De forma satisfactoria, señor –dijo con tono serio.

–Los rumores dicen que vamos a atacar dentro de diez días.

–Eso mismo he oído yo, señor.

Oramen sonrió.

–A mi padre le hubiera encantado estar a la cabeza de nuestras fuerzas.

–No cabe la menor duda, señor.

–¿No sufriremos por su ausencia? Quiero decir, lo bastante como para que haya alguna duda sobre el resultado.

–Ha sido una gran pérdida, señor –dijo Werreber–. Sin embargo, dejó un ejército con un adiestramiento impecable. Y está, por supuesto, la necesidad que hay entre los hombres de vengar su muerte.


Hmm
–dijo Oramen con el ceño fruncido–. He oído que se masacró a los prisioneros deldeynos tras su muerte.

–Hubo muertes, señor. Era una batalla.

–Pero me refiero a después de la batalla. Cuando según todas las normas y costumbres de mi padre, a los prisioneros ha de tratárseles como querríamos que se tratase a los nuestros capturados.

–También hubo muertes después, señor. Algo que es de lamentar. No cabe duda de que el dolor cegó a los hombres.

–He oído decir que fue mi padre el que ordenó la matanza.

–Siento que hayáis oído eso, señor.

–Vos estabais con él cuando murió, querido Werreber. ¿Recordáis alguna orden semejante?

El mariscal de campo se apartó un poco, se irguió y pareció de lo más desconcertado.

–Mi príncipe –dijo mirándolo por encima de su larga nariz–, es triste pero hay momentos en los que cuanto menos se diga sobre ciertos asuntos, mejor es para todos. Una herida limpia es mejor dejarla. Solo se hallará dolor si se pincha y hurga en ella.

–Oh, Werreber, yo no pude estar presente en la muerte de mi padre. Siento la necesidad, natural en cualquier hijo, de saber cómo fue. ¿No podéis vos ayudar a llenar ese vacío en mi mente para que, una vez logrado, me resulte más fácil dejar el asunto? De otro modo me veo obligado a imaginarme la escena, las palabras, las acciones y todo ello cambia sin cesar porque no hay nada establecido. Así se convierte en una herida a la que no puedo evitar volver.

El mariscal de campo parecía más incómodo de lo que Oramen lo había visto jamás.

–Yo no estuve presente a lo largo de todo el proceso de la muerte de vuestro padre –dijo–. Yo estaba con el eminente, nos habían llamado e íbamos de camino; después esperamos durante largo tiempo en el exterior del edificio, no deseábamos llenar el poco espacio disponible mientras se estaban haciendo todos los esfuerzos posibles para salvar la vida del rey. Yo no oí que vuestro padre diera ninguna orden semejante con respecto a los prisioneros, pero eso no significa que no se diera. No se puede decir que importe ya, señor. Ya se haya hecho siguiendo las órdenes o por un exceso de dolor, los enemigos en cuestión siguen muertos.

–Eso no lo discutiría –dijo Oramen–. Era más la reputación de mi padre en lo que estaba pensando.

–Debe de haber sufrido grandes dolores y angustias, señor. A los hombres les puede afectar la fiebre en tales circunstancias. Se convierten en una persona diferente y dicen cosas que jamás dirían de otro modo. Hasta los más valientes. No suele ser un espectáculo muy edificante. Os lo repito, señor; es mejor dejar las cosas como están.

–¿Estáis diciendo que al llegar el final no murió como había vivido? A él le parecería una acusación muy grave.

–No, señor, no digo eso. En cualquier caso, yo no vi el final. –Werreber hizo una pausa, como si no supiera muy bien cómo expresarse–. Vuestro padre fue el hombre más valiente que he conocido. No me imagino que se enfrentara a la muerte con otra cosa que no fuera la serenidad fiera con la que le plantó cara a la misma amenaza tantas veces a lo largo de su vida. Además, nunca fue un hombre que insistiera de forma excesiva en el pasado. Incluso tras haber cometido un error, asumía lo que pudiera aprenderse de él y después daba el asunto por concluido. Debemos hacer lo que habría hecho él y volver nuestras miradas hacia el futuro. Y ahora señor, ¿si me disculpáis? Creo que me necesitan en el cuartel general. Todavía hay mucho que planear.

–Por supuesto, Werreber –dijo Oramen mientras tomaba un sorbo de su copa–. No era mi intención reteneros o hurgar en exceso en una herida.

–Señor. –El mariscal de campo se inclinó y se fue.

Oramen se consideró privilegiado de haber podido sacarle tanto a Werreber, al que se conocía como un hombre de pocas palabras. Una descripción incompatible con el eminente Chasque, la siguiente figura a la que se acercó en busca de detalles sobre la muerte de su padre. El eminente era de cuerpo y rostro robusto y sus túnicas de color rojo oscuro lo hacían abultar todavía más. Fanfarroneó sobre el papel que había desempeñado ante el lecho de muerte afirmando que sus ojos habían estado demasiado llenos de lágrimas y que en sus oídos rebosaban los lamentos de todos los presentes como para recordar mucho con claridad.

–Y bien, ¿progresan vuestros estudios, príncipe? –preguntó el eminente, como si retomara un tema mucho más importante–. ¿Eh? ¿Continuáis bebiendo del pozo del conocimiento?
¿Hmm?

Oramen sonrió. Estaba acostumbrado a que los adultos le preguntaran por sus asignaturas favoritas cuando no se les ocurría nada más o cuando querían librarse de un asunto incómodo, así que respondió de modo somero y huyó en cuanto pudo.

–Dicen que los muertos nos miran desde los espejos, ¿no es cierto, Gillews?

El médico real se volvió con una expresión sobresaltada en el rostro, después se tambaleó y estuvo a punto de caerse.

–Su... es decir, príncipe Oramen.

El médico era un hombre pequeño, tenso y de aspecto nervioso en el mejor de los casos. En esos momentos parecía rezumar energía. Además, a juzgar por sus continuos tambaleos y la mirada vidriada que echaba a su alrededor, también parecía bastante borracho. Había estado mirando su reflejo en uno de los espejos que cubrían la mitad de las paredes de la salita. Oramen llevaba un rato buscándolo mientras se movía entre la muchedumbre, aceptaba pésames, repartía cumplidos solemnes e intentaba parecer (y sentirse) afligido, valiente, sereno y digno todo a la vez.

–¿Habéis visto a mi padre, Gillews? –preguntó Oramen señalando con un gesto el espejo–. ¿Estaba ahí, mirándonos desde su altura?

–¿Qué decís? –preguntó el médico. Le olía el aliento a vino y a algún comestible ácido. Después pareció comprender por fin lo que estaba pasando y se dio la vuelta con un ligero tambaleo para mirar el alto espejo–. ¿Qué? ¿Los muertos? No, no veo a nadie, no vi a nadie. Desde luego que no, príncipe, no.

–La muerte de mi padre ha debido de afectaros mucho, mi buen doctor.

–¿Cómo podría ser de otro modo? –preguntó el hombrecito. Lucía un gorro de médico pero se le había deslizado hacia un lado y también hacia delante de modo que se le estaba empezando a caer sobre el ojo derecho. Le sobresalían unos cabellos ralos y blancos. Miró la copa casi vacía que sostenía y dijo otra vez–: ¿Cómo podría ser de otro modo?

–Me alegro de haberos encontrado, Gillews –le dijo Oramen–. He querido hablar con vos desde que mataron a mi padre.

El médico cerró un ojo y lo miró con un guiño.

–¿Eh?

Oramen había crecido con adultos que se emborrachaban a su alrededor. Él no disfrutaba demasiado con la bebida (la sensación de mareo, como si estuvieras a punto de vomitar, parecía un estado extraño que perseguir con semejante determinación) pero le gustaba estar con gente borracha. Ya hacía tiempo que había comprendido que los borrachos traicionaban con frecuencia su verdadera naturaleza, la que en otro estado intentaban ocultar, o a veces se les escapaba alguna información o chismorreo de la que jamás se habrían separado con tanta despreocupación si hubieran estado sobrios. Oramen sospechaba que había encontrado al doctor Gillews demasiado tarde, pero lo intentaría de todos modos.

–Estabais con mi padre cuando murió, como es obvio.

–Fue una muerte de lo más obvia, señor, cierto –dijo el médico y, por extraño que pareciera, intentó esbozar una sonrisa. Una sonrisa que se disolvió de inmediato convertida en una expresión de cierta desesperación, después bajó la cabeza de modo que su expresión resulto ilegible y empezó a murmurar algo así como–: Bueno, obvia no, ¿por qué obvia? Gillews, serás idiota...

–Doctor. Me gustaría saber cómo estaba mi padre en esos últimos minutos. Es un asunto de cierta importancia para mí. Tengo la sensación de que, en mi mente, no puedo dejarlo descansar en paz hasta que lo sepa. Por favor, ¿recordáis algo?

–¿Descansar? –dijo Gillews–. ¿Qué descanso? ¿Qué descanso hay? El descanso es... el descanso es beneficioso. Renueva el cuerpo, redefine los nervios, reabastece los músculos y permite que las tensiones mecánicas experimentadas por los órganos corporales mayores se aplaquen. Sí, eso es el descanso, y bien podríamos rogar su llegada. La muerte no es descansar, no. La muerte es el fin del descanso. ¡La muerte es decadencia y putrefacción, no reconstrucción! ¡No me habléis de descanso! ¿Qué descanso hay? ¡Decidme! ¿Qué descanso? ¿Dónde, cuando nuestro rey yace sin alivio en su tumba? ¿Para quién? ¿Eh? ¡Ya me parecía que no!

Oramen había dado un paso atrás cuando el médico había empezado a despotricar. Solo podía maravillarse de la profundidad de la emoción que debía de sentir el pobre hombre. Cómo debía haber amado a su rey y qué devastador debía de haber sido para él perderlo, ser incapaz de salvarlo. Los dos ayudantes principales de Gillews se acercaron por ambos lados para coger los brazos de Gillews y sujetarlo. Uno le quitó la copa y se la metió en el bolsillo. El otro miró a Oramen, esbozó una sonrisa nerviosa y se encogió de hombros. Después murmuró algo parecido a una disculpa que terminaba en «señor».

–¿Qué? –dijo Gillews ladeando la cabeza de un lado a otro como si tuviera el cuello medio roto y con los ojos casi en blanco al intentar concentrarse en los dos jóvenes–. ¿Ya vienen a portar mi féretro? ¿Van a juzgarme mis iguales? ¿Una lectura del acta de acusación ante las sombras de físicos pasados? Arrojadme al espejo. Dejadme reflejar... –Echó la cabeza hacia atrás y empezó a gemir–: ¡Oh, mi rey, mi rey! –Después se derrumbó sujeto por los dos hombres y sollozó.

Los ayudantes se llevaron a Gillews entre tropezones.

–Mi querido Oramen –dijo Tyl Loesp al aparecer junto a Oramen. Miró las figuras de Gillews y de sus dos ayudantes–. Es posible que el médico haya disfrutado demasiado de su bebida.

–No disfruta de nada más –dijo Oramen–. Es como si su dolor fuera incluso más abrumador que el mío.

–Hay dolor apropiado y dolor inapropiado, ¿no os parece? –dijo Tyl Loesp, se acercó algo más a Oramen y se cernió sobre él con el cabello blanco resplandeciendo a la luz de las velas. Sus pantalones de color rojo oscuro y la larga chaqueta conseguían que tuviera un aspecto no menos inmenso que el que había tenido con la armadura completa la noche que había regresado del campo de batalla con el cadáver del rey. Oramen estaba empezando a cansarse de ser educado.

–¿Murió mi padre bien, al final, Tyl Loesp? –preguntó–. Decídmelo, por favor.

Tyl Loesp se había inclinado un poco sobre Oramen, pero en ese momento se irguió de nuevo.

–Como un rey, señor. Jamás he estado más orgulloso de él, ni lo tuve en mayor estima, que en ese momento.

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