Medianoche (18 page)

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Authors: Claudia Gray

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

—Tuviste un accidente. —Cuando no sabía qué decir, me aferraba a la historia que se había inventado la señora Bethany. Lucas no se la había acabado de creer, pero lo haría con el tiempo. No le quedaba más remedio. Todo dependía de eso—. Muchas veces la gente olvida lo que ha ocurrido justo antes de tener un accidente. Tiene sentido, ¿no crees? Esos motivos decorativos de hierro tienen un filo bastante cortante.

—Cuando he besado a alguna chica… —se le fue apagando la voz al ver mi expresión—. A nadie como tú. A nadie que ni siquiera pueda comparársete.

Bajé la cabeza para ocultar una sonrisa abochornada.

—Da igual, el caso es que nunca me había desmayado, nunca —continuó—. Besas de miedo, créeme, pero ni siquiera tú podrías hacerme perder el sentido.

—No te desmayaste por eso —dije, fingiendo que deseaba volver a la lectura del libro de jardinería que había encontrado. Solo lo había sacado de su estantería por la persistente curiosidad que sentía por la flor que había visto en mis sueño meses atrás—. Te desmayaste porque esa enorme barra de hierro te dio en la cabeza. Eso es todo.

—Pero eso no explica por qué tampoco lo recuerdas tú.

—Ya sabes que tengo problemas de ansiedad, ¿no? A veces como que se me va la olla. Cuando nos conocimos por primera vez, estaba en medio de uno de esos ataques. ¡Uno de los de verdad! Incluso hay partes del día de mi espectacular fuga que apenas recuerdo. Seguramente volví a tener uno de esos ataques cuando te golpeaste en la cabeza. Vaya, podrías haber muerto. —Al menos esa parte se acercaba bastante a la verdad—. No me extraña que tuviera miedo.

—No me ha salido ningún chichón en la cabeza. Solo tengo una magulladura, como si me hubiera caído o algo así.

—Te pusimos un paquete de hielo. Te atendimos enseguida.

—Sigue sin tener demasiado sentido —insistió, poco convencido.

—No sé por qué sigues dándole vueltas. —Aunque no dijera nada más, eso solo volvía a convertirme en una mentirosa, y mucho peor que antes. Tenía que ceñirme a la historia por su propia seguridad, porque si en algún momento la señora Bethany descubría que Lucas sospechaba algo, ella podría… Podría… No sabía qué podría hacer, pero me temía que no sería nada bueno. Sin embargo, decirle a Lucas que sus dudas eran infundadas, que sus preguntas sensatas acerca de Medianoche y su amnesia transitoria no eran más que tonterías, eso era peor. Eso era pedirle a Lucas que dudara de él mismo y no quería hacerle algo así. Ahora sabía lo mal que uno se sentía cuando se dudaba de sí mismo—. Por favor, Lucas, déjalo.

Lucas asintió lentamente.

—Ya hablaremos de ello en otro momento.

Cuando se olvidaba del tema y dejaba de preocuparse por la noche del Baile de otoño, no había nada mejor que estar juntos. Era casi perfecto. Estudiábamos en la biblioteca o en el aula de mi madre, y a veces nos acompañaban Vic o Raquel. Comíamos en los prados: envolvíamos nuestros sándwiches en bolsas marrones y nos los metíamos en los bolsillos del abrigo. En clase, soñaba despierta con él y me despertaba de mi feliz ensoñación única y exclusivamente cuando no me quedaba más remedio que prestar atención para no suspender. Cuando teníamos Química, entrábamos y salíamos del aula de Iwerebon sin despegarnos. Los demás días venía a buscarme en cuanto acababan las clases, como si hubiera estado pensando en mí incluso más de lo que yo había estado pensando en él.

—Asúmelo, no sé nada de arte —me susurró Lucas un domingo por la tarde que lo había invitado al apartamento de mis padres.

Ellos nos habían saludado con mucha diplomacia y luego nos habían dejado estar en mi habitación el resto del día. Nos habíamos tumbado en el suelo, sin tocarnos, pero juntos, y estábamos contemplando el póster de Klimt.

—No tienes que saber nada, solo tienes que mirarlo y decir qué te transmite.

—No se me da muy bien lo de transmitir.

—Sí, ya lo he notado. Inténtalo, ¿vale?

—Vale, bien. —Estuvo pensando un rato, muy concentrado, mirando fijamente
El beso
—. Creo que… Creo que me gusta cómo le sujeta la cara entre las manos. Como si ella fuera lo único en el mundo que le hiciera feliz, lo único que fuera realmente suyo.

—¿De verdad ves eso en la lámina? A mí él me parece… Fuerte, creo.

Creía que el hombre de
El beso
tenía el control de la situación y parecía que a la mujer desfalleciente le gustaba que así fuera, al menos por el momento.

Lucas se volvió hacia mí y yo incliné la cabeza hacia un lado para estar cara a cara. El modo en que me miró, la intensidad, la seriedad, el deseo, me cortó la respiración.

—Créeme, sé que tengo razón —se limitó a decir.

Nos besamos y mi padre escogió ese preciso momento para llamarnos a cenar. La sincronización paterna es asombrosa.

Disfrutaron al máximo de la cena, incluso comieron alimentos y se comportaron como si les gustara.

Estar cerca de Lucas significaba tener menos tiempo para compartir con mis otros amigos, por mucho que deseara que no fuera así. Balthazar seguía mostrándose tan amable como siempre, me saludaba con la mano por los pasillos y con un gesto de cabeza a Lucas, como si fuera un amigo de toda la vida y no alguien que había estado a punto de abalanzarse sobre él la noche del Baile de otoño. Sin embargo, tenía una mirada triste y sabía que estaba resentido por haberle negado una oportunidad.

Raquel también se sentía sola. Aunque la invitábamos a estudiar algunas noches, nunca más volvimos a compartir la comida. Tampoco había hecho más amigos, que yo supiera. Lucas y yo tuvimos la genial idea de emparejarla con Vic, pero no hubo nada que hacer, ellos dos sencillamente no conectaban. Salían con nosotros y se lo pasaban bien, pero eso era todo.

Me disculpé por pasar menos tiempo con ella, pero Raquel no pareció darle importancia.

—Estás enamorada y eso te convierte en un muermo para la gente que no lo está. Ya sabes, para los que no están chalados.

—No soy un muermo —protesté —, al menos no más que antes.

Raquel respondió juntando las manos y alzando la vista al techo de la biblioteca con la mirada ligeramente desenfocada, en un gesto que pretendía ser desdeñoso.

—¿Sabías que a Lucas le gusta la luz del sol? ¡Uy, le encanta! Y las flores y también los conejitos. Y ahora voy a hablarte de los fascinantes lazos que Lucas se hace en sus fascinantes zapatos.

—Cállate. —Le di un manotazo en el hombro y se echó a reír. Aun así, sentí la extraña distancia que se había establecido entre nosotras—. No quiero dejarte sola.

—No pasa nada. Seguimos siendo amigas.

Raquel abrió su libro de texto de biología, decidida a olvidar el tema.

—Parece que Lucas te cae bien —dije, con sumo cuidado.

Se encogió de hombros y no levantó la vista del libro.

—Claro, ¿por qué no iba a caerme bien?

—Bueno… Por algunas de las cosas de las que habíamos hablado… No va a pasar nada, en serio. —Raquel había estado muy segura de que Lucas podía atacarme, sin saber que era al revés—. Me gustaría que supieras cómo es de verdad.

—Un tipo fabuloso y maravilloso al que le gusta la luz del sol y vomita rosas… —Raquel bromeaba, aunque no del todo. Cuando por fin se encontraron nuestras miradas, suspiró—. Sí, me cae bien.

Sabía que no debía presionarla más ese día, así que cambié de tema.

Aunque a mi mejor amiga en Medianoche no le emocionaba lo más mínimo que estuviera con Lucas, muchos de mis peores enemigos creían que era una idea estupenda. De hecho, se relamían de gusto de que le hubiera mordido.

—Sabía que tarde o temprano te pondrías al día con el programa —me dijo Courtney en Tecnología moderna, la única clase de la que habían sido excluidos los alumnos humanos—. Naciste siendo vampiro. Es como súper raro y poderoso y eso, ¿no? Era imposible que siguieras siendo una pardilla el resto de tu vida.

—Vaya, gracias, Courtney —contesté de manera inexpresiva—. ¿Podríamos hablar de otra cosa?

—No sé por qué te comportas de una forma tan rara. —Erich me lanzó una sonrisa zalamera mientras jugueteaba con los deberes del día: un mp3 —. Es decir, supongo que un tipo tan empalagoso como Lucas Ross debe de dejar regusto, pero, eh, la sangre fresca es sangre fresca.

—Todos deberíamos tomar un refrigerio de vez en cuando —insistió Gwen—. Hay que ver, esta escuela viene completa con buffet andante incluido y ¿nadie le puede dar ni un mordisquito?

Se oyó un murmullo de aprobación.

—A ver, atención todo el mundo —pidió el señor Yee, nuestro profesor—. Ya habéis tenido los mp3 unos minutos, ¿preguntas?

Igual que el resto de profesores de Medianoche, era un vampiro de grandes poderes, alguien que llevaba mucho tiempo formando parte de este mundo y aun así seguía conservando una posición aventajada. El señor Yee no era excesivamente mayor; nos había dicho que había muerto por la década de 1880, pero desprendía una fuerza y una autoridad casi tan imponentes como las de la señora Bethany. Por eso los alumnos, incluso los que le sacaban varios siglos, lo respetaban. A sus órdenes, todos guardamos silencio.

Patrice fue la primera en levantar la mano.

—Ha dicho que la mayoría de los aparatos electrónicos pueden establecer conexiones inalámbricas, pero este no parece que pueda.

—Muy buena observación, Patrice. —Cuando el señor Yee la alabó, Patrice me lanzó una sonrisa de agradecimiento. Habíamos discutido varias veces sobre el concepto de las comunicaciones inalámbricas—. Esta limitación es uno de los fallos de diseño del mp3. Los modelos posteriores seguramente incorporarán algún tipo de conexión inalámbrica y, por descontado, también existe el teléfono de última generación, que veremos a continuación.

—Si la información que contiene el mp3 recrea la canción —dijo Balthazar, meditabundo —, entonces la calidad del sonido dependerá por completo del tipo de altavoces o auriculares que se utilicen, ¿no es así?

—En gran parte, sí. Existen formatos de grabación mejores, pero un oyente normal y corriente, incluso un oído experto, no conseguiría distinguir la diferencia ya que el mp3 se conectó a un sistema de audio superior. ¿Alguien más? —El señor Yee miró a su alrededor y suspiro—. ¿Sí, Ranulf?

—¿Qué espíritus le dan vida a esta caja?

—Eso ya lo hemos discutido. —El señor Yee puso las manos en el pupitre de Ranulf y le habló con suma calma —: Los espíritus no dan vida a ninguno de los aparatos que hayamos estudiado en clase o que estudiaremos más adelante. De hecho, los espíritus no dan vida a ningún aparato. ¿Está claro de una vez por todas?

Ranulf asintió lentamente, aunque no parecía convencido. Llevaba el pelo castaño cortado a lo paje y tenía un rostro de expresión sincera e inocente.

—¿Y qué me dice de los espíritus del metal del que está hecha esta caja? —se aventuró a preguntar al cabo de unos segundos.

El señor Yee bajó la cabeza, como si se diera por vencido.

—¿Hay alguien por aquí de la época medieval que pudiera echarle una mano a Ranulf con la transición?

Genevieve asintió y se puso a su lado.

—Dios, no es tan difícil, es como, no sé, como un walkman con turbo o algo así.

Courtney le lanzó a Ranulf una mirada desdeñosa y fastidiada.

Era una de las pocas alumnas de Medianoche que no parecía haber perdido el contacto con el mundo moderno. Por lo que había visto, Courtney había ido allí básicamente a socializar. Por desgracia para los demás. Suspiré y volví a dedicarme a crear una lista de reproducción de mis canciones favoritas para Lucas. Tecnología moderna era muy fácil para mí.

Por raro que pareciera, el lugar donde más me costaba olvidar el problema que acechaba bajo la superficie era la clase de inglés. Ya habíamos dejado atrás el estudio de la literatura popular y ahora estábamos repasando los clásicos y profundizando en Jane Austen, una de mis autoras preferidas, por lo que creí que sería muy difícil no acertar esta vez. La clase de la señora Bethany era como un universo donde la literatura quedaba reflejada en un espejo, un lugar donde todo se veía al revés, incluso yo. Había libros que había leído antes y que me sabía a pies juntillas que se me hicieron extraños en su clase, como si los hubieran traducido a una lengua extraña, enrevesada y gutural. Pero
Orgullo y prejuicio
sería diferente. O eso creía.

—Charlotte Lucas está desesperada. —De hecho, había levantado la mano, prestándome voluntaria a que me eligiera. ¿Por qué se me pasaría por la cabeza que podría ser una buena idea? —. En aquellos tiempos, si las mujeres no se casaban eran… en fin, no eran nadie. No podían trabajar ni poseer propiedades. Si no querían ser una carga para sus padres, tenían que casarse.

Lo intenté, pero no podía creer que tuviera que explicarle aquello a mi profesora.

—Interesante —dijo la señora Bethany. «Interesante» era sinónimo de «incorrecto» para ella. Empecé a sudar. La señora Bethany se paseaba por la clase lentamente, y la luz de la tarde se reflejaba en el broche de oro que llevaba prendido al cuello de la blusa de encaje. Vi las estrías de sus largas y gruesas uñas—. Dígame, ¿Jane Austen se casó?

—No.

—Le propusieron matrimonio en una ocasión. Su familia lo dejó muy claro en varias memorias. Un hombre de medios ofreció su mano en matrimonio a Jane Austen, pero ella lo rechazó. ¿Tuvo ella que casarse, señorita Olivier?

—Bueno, no, pero era escritora. Sus libros le reportarían…

—Menos ingresos de los que se imagina. —La señora Bethany estaba encantada de que hubiera caído en su trampa. Hasta entonces no me había dado cuenta de que la sección de folclore de nuestras lecturas había servido para enseñar a los vampiros cómo trataba la sociedad del siglo
XXI
el mundo sobrenatural, y que los clásicos eran una manera de estudiar el cambio de actitud a través de lo que se contaba en esas historias y la actualidad—. Los Austen no eran una familia especialmente acomodada. En cambio los Lucas… ¿eran pobres?

—No —metió baza Courtney. No había acudido en mi rescate, solo lo hacía para presumir. Dado que ya no se molestaba en rebajarme ante los demás, supuse que lo hacía para que Balthazar se fijara en ella. Desde el baile, había renovado sus esfuerzos para ganárselo, pero por lo que yo había visto hasta el momento, con bastante poco éxito—. El padre es sir William Lucas, el único miembro de la pequeña aristocracia del lugar. Cuentan con los medios suficientes para que Charlotte no tenga que casarse con nadie, a menos que quiera.

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