Memoria del fuego II (23 page)

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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Histórico, Relato

Madame Calderón de la Barca, esposa del embajador de España, se prueba el vestido nacional mexicano, el traje típico del valle de Puebla. Alegría del espejo que recibe la imagen: blanca blusa de randas y encajes, falda roja, fulgor de lentejuelas sobre las enaguas bordadas. Madame Calderón se ciñe al talle, en mil vueltas, la faja de colores, y se peina con raya al medio, uniendo las trenzas con un anillo.

Toda la ciudad se entera. Se reúne el Consejo de ministros para conjurar el peligro. Tres ministros —Relaciones Exteriores, Gobernación y Guerra— se presentan en casa del embajador y le formulan oficial advertencia. Las señoras principales no se lo pueden creer: desvanecimientos, sales, vientos de abanico: ¡tan digna dama, tan indignamente vestida! ¡Y en público! Los amigos aconsejan, el cuerpo diplomático presiona: cuidado, evitad el escándalo, tales ropas son propias de mujeres de reputación dudosa.

Madame Calderón de la Barca renuncia al traje nacional. No irá al baile vestida de mexicana. Lucirá ropas de campesina italiana del Lazio. Una de las patrocinadoras de la fiesta acudirá ataviada de reina de Escocia. Otras damas serán cortesanas francesas o campesinas suizas, inglesas o aragonesas, o se envolverán en extravagantes velos de Turquía. .

Navegará la música en un mar de perlas y brillantes. Se bailará sin gracia: no por culpa de los pies sino de los zapatos, tan minúsculos y atormentadores.

(57)

Alta sociedad mexicana:Así comienza una visita

—¿Cómo está usted? ¿Está usted bien?

—Para servirla. ¿Y usted?

—Sin novedad, para servirla.

—¿Cómo pasó usted la noche?

—Para servirla.

—¡Cuánto me alegro! ¿Y cómo está usted, señora?

—A su disposición. ¿Y usted?

—Mil gracias. ¿Y el señor?

—Para servirla, sin novedad.

—Sírvase usted sentarse.

—Usted primero, señorita.

—No, señora, usted primero, por favor.

—Vaya, bueno, para obedecerle a usted, sin ceremonias; soy enemiga de cumplimientos y de etiquetas.

(57)

Pregones a lo largo del día en Ciudad de México

—¡Carbón señor!

—¡Mantequía! ¡Mantequía de a real y medio!

—¡C e c i n a b u e n a!

—¿Hay seboooóó?

—¡Botooones!

—¡Tejocotes por venas de chile!

—¿Plátanos, naranjas, granaditas?

—¡Espejiiiitos!

—¡Gorditas de horno caliente!

—¿Quién quiere petates de la Puebla, petates de cinco varas?

—¡Pasteles de miel! ¡Queso y miel, requesón y melado bueno!

—¡Caramelos! ¡Bocadillos de coco! ¡Mereeeeengues!

—¡El último billetito, el último por medio real!

—¡Tortiiiiillas!

—¿Quién quiere nueces?

—¡Tortillas de cuajada!

—¡Patos, mi alma! ¡Patos calientes!

—¡Tamales, tamalitos!

—¿Castañasadaaaaa?

(57)

Alta sociedad mexicana: Así se despide el médico

Junto a la cama:

—¡Señora, estoy a sus órdenes!

—Muchas gracias, señor.

Al pie de la cama:

—¡Reconózcame, señora, por su más humilde servidor!

—Buenos días, señor.

Haciendo un alto junto a la mesa:

—¡Señora, beso a usted los pies!

—¡Señor, beso a usted la mano!

Cerca de la puerta:

—¡Señora, mi pobre casa, y cuanto hay en ella, y yo mismo, aunque inútil, y todo lo que tengo, es suyo!

—¡Muchas gracias, señor!

Me da la espalda para abrir la puerta, pero se vuelve hacia mí después de abrirla.

—¡Adiós, señora, servidor de usted!

—¡Adiós, señor!

Sale por fin, mas entreabriendo luego la puerta y asomando la cabeza: —¡Buenos días, señora!

(57)

Así se inicia una monja de clausura

Has escogido la buena senda

ya nadie podrá apartarte

elegida

A los dieciséis años, dice adiós al mundo. En carruaje ha paseado por las calles que nunca más verá. Parientes y amigos que nunca más la verán asisten a la ceremonia en el convento de Santa Teresa.

nadie nadie nada

podrá apartarte

Comerá junto a otras esposas de Cristo, en escudilla de barro, con una calavera por centro de mesa. Hará penitencia por los pecados que no cometió, misteriosos delitos que otros gozan y que ella redimirá atormentándose la carne con cinturón de púas y corona de púas. Dormirá por siempre sola, en lecho de mortificación; vestirá telas que lijan la piel.

lejos de las batallas de la gran Babilonia

corrupciones tentaciones peligros

lejos.

Está cubierta de flores y perlas y diamantes. La despojan de todo adorno, la desvisten.

Nunca

Al son del órgano, el obispo exhorta y bendice. El anillo pastoral, una enorme amatista, dibuja la cruz sobre la cabeza de la muchacha arrodillada. Cantan las monjas:

Ancilla Christi sum…

La visten de negro. Las monjas, hincadas, humillan sus rostros contra el piso, negras alas desplegadas en torno al círculo de cirios. Se cierra una cortina, como tapa de ataúd.

1842 - San José de Costa Rica
Aunque el tiempo te olvide, la tierra no

En la ciudad de Guatemala, damas y frailes preparan a Rafael Carrera, caudillo de las montañas, para ejercer larga dictadura. Le prueban el tricornio, la casaca y el espadín; le enseñan a caminar con botas de charol, a escribir su nombre y a leer las horas en reloj de oro. Carrera, criador de cerdos, continuará ejerciendo su oficio por otros medios.

En San José de Costa Rica, Francisco Morazán se prepara para morir. Difícil coraje. A Morazán, amador de la vida, hombre de vida tanta, le cuesta arrancarse. Pasa la noche con los ojos clavados en el techo de la celda, diciendo adiós. Ha sido mucho el mundo. El general demora en despedirse. Hubiera querido gobernar más y pelear menos. Muchos años ha pasado guerreando, a machete pelado, por la patria grande centroamericana, mientras ella se obstinaba en romperse.

Antes que el clarín militar, suena el pájaro clarinero. El canto del clarinero viene de lo alto del cielo y del fondo de la infancia, como antes, como siempre, al final de la oscurana. Esta vez anuncia el último amanecer.

Morazán enfrenta al pelotón de fusilamiento. Se descubre la cabeza y él mismo manda preparar armas. Manda apuntar, corrige la puntería, da la orden de fuego.

La descarga lo devuelve a la tierra.

(220)

1844 - Ciudad de México
Los gallitos guerreros

La Iglesia, terrateniente y prestamista, posee la mitad de México. La otra mitad pertenece a un puñado de señores y a los indios acorralados en su comunidades. El propietario de la presidencia es el general López de Santa Anna, que vela por la paz pública y por la buena salud de sus gallos de riña.

Santa Anna gobierna con algún gallo en brazos. Así recibe a obispos y embajadores, y por atender a un gallo herido abandona las reuniones de gabinete. Funda más plazas de gallos que hospitales y dicta más reglas de pelea que decretos de educación. Los galleros integran su corte privada, junto con los tahúres y las viudas de coroneles que nunca fueron.

Le gusta mucho un gallo pinto que se finge hembra y coquetea con el enemigo hasta que lo acuchilla cuando lo tiene bobo; pero entre todos prefiere al feroz Pedrito. A Pedrito lo trajo de Veracruz con tierra de allá, para que pudiera revolcarse sin nostalgia. El propio Santa Anna le amarra la navaja en el ruedo. Cruza apuestas con arrieros y vagabundos, y mastica plumas del rival para darle mala suerte. Cuando no le quedan monedas, arroja condecoraciones a la arena.

—¡Doy ocho a cinco!

—¡Ocho a cuatro si quiere!

Un relámpago atraviesa el remolino de plumas y el espuelazo de Pedrito arranca los ojos o abre la garganta de cualquier campeón. Santa Anna baila en una pata y el matador alza la cresta, bate las alas y canta.

(227 y 309)

1844 - Ciudad de México
Santa Anna

frunce la cara, pierde la mirada en el vacío: está pensando en algún gallo caído en combate o en su propia pierna, la que perdió, venerada prenda de gloria militar.

Hace seis años, durante una guerrita contra el rey de Francia, un cañonazo le arrancó la pierna. Desde el lecho de agonía, el mutilado presidente dictó a sus secretarios un lacónico mensaje de quince páginas de adiós a la patria; pero volvió a la vida y al poder, como tenía costumbre.

Un cortejo enorme acompañó a la pierna desde Veracruz hasta la capital. Llegó la pierna bajo palio, escoltada por Santa Anna, que asomaba su sombrero de blancas plumas por la ventana del carruaje; y detrás, a toda gala, vinieron obispos y ministros y embajadores y un ejército de húsares, dragones y coraceros. La pierna atravesó mil arcos de flores, de pueblo en pueblo, entre filas de banderas, y a su paso iba recibiendo responsos y discursos, odas, himnos, salvas de cañón y repiques de campana. Al llegar al cementerio, el presidente pronunció, ante el panteón, el homenaje final a ese pedazo de él que la muerte se había llevado a modo de adelanto.

Desde entonces le duele la pierna que le falta. Hoy le duele más que nunca, le duele hasta no dar más, porque el pueblo en sublevación ha reventado el monumento que la guardaba y está arrastrando la pierna por las calles de México.

(227)

1845 - Vuelta de Obligado
La invasión de los mercaderes

Hace tres años, la escuadra británica humilló al Celeste Imperio. Tras el bloqueo de Cantón y todo el litoral, la invasión inglesa impuso a los chinos el consumo de opio, en nombre de la libertad de comercio y la civilización occidental.

Después de China, la Argentina. De poco o nada han servido los largos años de bloqueo del puerto de Buenos Aires. Juan Manuel de Rosas, que hace adorar su retrato y gobierna rodeado de bufones vestidos de reyes, niega todavía la apertura de los ríos argentinos. Banqueros y comerciantes de Inglaterra y Francia reclaman desde hace años que se castigue la insolencia.

Muchos argentinos caen defendiendo, pero por fin los buques de guerra de los dos países más poderosos del mundo rompen a cañonazos las cadenas tendidas en el río Paraná.

(271 y 336)

1847 - Ciudad de México
La conquista

—México centellea ante nuestros ojos
—se había deslumbrado el presidente Adams, al despuntar el siglo.

Al primer mordiscón, México perdió Texas.

Ahora los Estados Unidos tienen todo México en el plato.

El general Santa Anna, sabio en retiradas, huye hacia el sur, dejando un reguero de espadas y cadáveres en las zanjas. De derrota en derrota, retrocede su ejército de soldados sangrantes, mal comidos, jamás pagados, y junto a ellos los antiguos cañones arrastrados por mulas, y tras ellos la caravana de mujeres que cargan en canastas hijos, harapos y tortillas. El ejército del general Santa Anna, con más oficiales que soldados, sólo es eficaz para matar compatriotas pobres.

En el castillo de Chapultepec, los cadetes mexicanos, casi niños, no se rinden. Resisten el bombardeo con una obstinación que no viene de la esperanza. Sobre sus cuerpos se desploman las piedras. Entre las piedras, los vencedores clavan la bandera de las barras y las estrellas, que se eleva, desde el humo, sobre el vasto valle.

Los conquistadores entran en la capital. La ciudad de México: ocho ingenieros, dos mil frailes, dos mil quinientos abogados, veinte mil mendigos.

El pueblo, encogido, gruñe. Desde las azoteas, llueven piedras.

(7, 127, 128 y 187)

1848 - Villa de Guadalupe Hidalgo
Los conquistadores

En Washington, el presidente Polk proclama que su nación es ya tan extensa como toda Europa. No hay quien pare la arremetida de este joven país devorador. Hacia el sur y hacia el oeste, los Estados Unidos crecen matando indios, atropellando vecinos, o pagando. Han comprado la Luisiana a Napoleón y ofrecen a España cien millones de dólares por la isla de Cuba.

Pero el derecho de conquista es más glorioso y más barato. El tratado con México se firma en la villa de Guadalupe Hidalgo. México cede a los Estados Unidos, pistola al pecho, la mitad de su territorio.

(128)

1848 - Ciudad de México
Los irlandeses

En la Plaza Mayor de la ciudad de México, los vencedores castigan. Azotan a los mexicanos rebeldes. A los irlandeses desertores, les marcan la cara con hierro candente y después los cuelgan de la horca.

El batallón irlandés Saint Patrick llegó con los invasores, pero peleó junto a los invadidos. Desde el norte hasta Molino del Rey, los irlandeses hicieron suya la suerte, la mala suerte, de los mexicanos. Muchos cayeron defendiendo, sin municiones, el convento de Churubusco. Los prisioneros se balancean, quemadas las caras, en el patíbulo.

(128)

1848 - Ibiray
Un viejo de poncho blanco en una casa de piedra roja

Nunca gustó de las ciudades. Su querencia es un huerto del Paraguay y su carruaje, una carretilla llena de yuyos curadores. Un palo le ayuda a caminar, y el negro Ansina, payador de verso alegre, le ayuda a trabajar la tierra y a recibir sin malas sombras la luz de cada día.

—José Artigas, para servirlo.

Ofrece mate y respeto, palabras pocas, a las visitas que alguna vez acuden desde el Uruguay:

—Así que todavía suena mi nombre por allá.

Tiene más de ochenta años, veintiocho de exilio, y se niega a regresar. Vencidas continúan las ideas que creyó y las gentes que amó. Bien sabe Artigas cuánto pesan el mundo y la memoria, y prefiere callar. No hay hierba que cicatrice las mataduras de adentro.

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