(277)
Era un salteador, nada más, nada menos. Treinta años de práctica asesinando o robando dan títulos indiscutibles para el ejercicio del mando sobre el paisanaje de indiadas alborotadas por una revolución política, y entre las cuales viene incrustado el nombre aterrante de Artigas como jefe de bandoleros… ¿Quiénes le obedecían? Las razas de indios, reducidos o salvajes que acaudilla por el derecho del más salvaje, del más cruel, del más enemigo de los blancos… Incivil, pues no frecuentó ciudades nunca, ajeno a toda tradición humana de gobierno libre; y aunque blanco, mandando indígenas menos preparados todavía que él… Considerando los antecedentes y los actos de Artigas, sentimos una especie de sublevación de la razón, de los instintos del hombre de raza blanca, al querer darle un pensamiento político y un sentimiento humano.
(311)
Dramatis personae:
CAMILA O'GORMAN.
Nacida en Buenos Aires, en casa de tres patios, hace veinte años. Educada en olor de santidad, para ser sucesivamente virgen, esposa y madre en el recto sendero que conduce a la paz conyugal, las labores de aguja, las veladas de piano y el rosario rezado con mantilla negra en la cabeza. Se ha fugado con el cura párroco de la iglesia del Socorro. La idea fue de ella.
LADISLAO GUTIERREZ.
Ministro de Dios. Veinticinco años. Sobrino del gobernador de Tucumán. No consiguió dormir desde que puso la hostia en la lengua de esa mujer arrodillada a la luz de los cirios. Por fin dejó caer el misal y la sotana y desató una estampida de angelitos y palomas de campanario.
ADOLFO O'GORMAN.
Inicia cada comida recitando los diez mandamientos, desde la cabecera de una larga mesa de caoba. De casta mujer ha engendrado un hijo sacerdote, un hijo policía y una hija fugitiva. Padre ejemplar, es el primero en pedir ejemplar castigo para
el horrendo escándalo
que avergüenza a su familia. En carta a Juan Manuel de Rosas, reclama mano dura
contra el acto más atroz y nunca oído en el país.
FELIPE ELORTONDO Y PALACIOS.
Secretario de la Curia. También escribe a Rosas pidiendo la captura de los amantes y su inflexible castigo, para prevenir crímenes semejantes en el futuro. En su carta aclara que nada tuvo que ver con el nombramiento del cura Gutiérrez, que fue cosa del obispo.
JUAN MANUEL DE ROSAS.
Manda dar caza a los amantes. Desde Buenos Aires, galopan los mensajeros. Llevan un impreso que describe a los prófugos. Camila:
blanca, de ojos negros de mirar agradable; alta, delgada de cuerpo, bien repartida.
Ladislao:
moreno, delgado, de barba entera y pelo crespo.
Se hará justicia, promete Rosas,
para satisfacer a la religión y a las leyes y para impedir la consiguiente desmoralización, libertinaje y desorden.
Todo el país está en acecho.
También participan:
LA PRENSA DE OPOSICIÓN.
Desde Montevideo, Valparaíso y La Paz, los enemigos de Rosas invocan la moral pública. En el diario «El Mercurio Chileno», se lee:
Ha llegado a tal extremo la horrible corrupción de las costumbres bajo la tiranía espantosa del «Calígula del Plata», que los impíos y sacrílegos sacerdotes de Buenos Aires huyen con las niñas de la mejor sociedad, sin que el infame sátrapa adopte medida alguna contra esas monstruosas inmoralidades.
LOS CABALLOS.
Llevan a los amantes hacia el norte, a campo traviesa, eludiendo ciudades. El de Ladislao es de pelo dorado y remos altos. El de Camila, grisáceo, gordo y rabón. Duermen, como sus jinetes, a la intemperie. No se cansan.
EL EQUIPAJE.
De él: un poncho de lana, algunas ropas, un par de navajas y un par de pistolas, un yesquero, una corbata de seda y un tintero de cristal. De ella: un chal de seda, algunos vestidos, cuatro enaguas de bramante, un abanico, un par de guantes, un peine y un arito de oro, roto.
(166 y 219)
Ellos son dos por error que la noche corrige.
En verano se fugan. Pasan el otoño en el puerto de Goya, a orillas del Paraná. Allá se llaman con otros nombres. En invierno los descubren, los delatan y los atrapan.
Se los llevan al sur, en carretas separadas. Dejan cicatrices las ruedas en el camino.
En calabozos separados los encierran, en la prisión de Santos Lugares.
Si piden perdón, serán perdonados. Camila, embarazada, no se arrepiente. Ladislao tampoco. Les remachan hierros en los pies. Un sacerdote rocía los grillos con agua bendita.
Los fusilan en el patio, con los ojos vendados.
(219)
Han hablado las mazorcas, avisando hambre. Las inmensas plantaciones de azúcar están devorando los cultivos de maíz de las comunidades mayas en la región mexicana de Yucatán. Se compran hombres, como en África, pagándolos con aguardiente.
Los indios oyen por la espalda
, dice el látigo.
Y estalla la guerra. Hartos de poner los muertos en guerras ajenas, los mayas acuden al llamado del tambor de tronco hueco. Brotan de la espesura, de la noche, de la nada, el machete en una mano, la antorcha en la otra: con las haciendas arden sus dueños y los hijos de sus dueños y arden también los documentos de deuda que hacen esclavos a los indios y a los hijos de los indios.
El torbellino maya se revuelve y arrasa. Cecilio Chi arremete con quince mil indios contra los cañones que disparan al bulto y así cae la soberbia Valladolid de Yucatán, que tan hidalga se cree, tan de Castilla, y caen Bacalar y muchos pueblos y guarniciones, uno tras otro.
Cecilio Chi extermina enemigos invocando al antiguo rebelde Jacinto Canek y al más antiguo profeta Chilam Balam. Anuncia que la sangre inundará la plaza de Mérida hasta los tobillos de las gentes. Ofrece aguardiente y fuegos artificiales a los santos patronos de cada pueblo que ocupa: si los santos se niegan a cambiar de bando, y siguen al servicio de los amos, Cecilio Chi los degüella a machetazos y los arroja a la hoguera.
(144 y 273)
De cada cuatro indios pawnees, uno ha muerto este año por la viruela o el cólera. Los kiowas, sus enemigos de siempre, se han salvado gracias al Viejo Tío Saynday.
Andaba el viejo pícaro por estas praderas, de pena en pena:
Mi mundo acabó
, comprobaba, mientras en vano buscaba ciervos y búfalos y el río Washita le ofrecía barro rojo en lugar de agua clara.
Pronto mi pueblo kiowa será cercado como las vacas.
Sumido en estas melancolías deambulaba el Viejo Tío Saynday, cuando vio que allá en el este, en vez de sol, amanecía negrura. Una gran mancha oscura venía creciendo a través de la pradera. Cuando la tuvo cerca, descubrió que la mancha era un jinete de negras ropas, alto sombrero negro y negro caballo. El jinete tenía feroces cicatrices en la cara.
—Me llamo Viruela —se presentó.
—Nunca oí —dijo Saynday.
—Vengo de lejos, del otro lado de la mar —explicó el desconocido—. Traigo muerte.
Preguntó por los kiowas. El Viejo Tío Saynday supo cambiarle el rumbo. Le explicó que los kiowas no valían la pena, pueblo poquito y pobretón, y en cambio le recomendó a los indios pawnees, que son muchos, bellos y poderosos, y le señaló los ríos donde viven.
(198)
Desde Valparaíso acuden en masa los chilenos. Traen un par de botas y un puñal, un farol y una pala.
Puerta de oro
se llama ahora la entrada a la bahía de San Francisco. Hasta ayer, San Francisco era el pueblo mexicano de Yerbas Buenas. En estas tierras, usurpadas a México en guerra de conquista, hay pepas de tres quilos de oro puro.
No tiene sitio la bahía para tanto buque. Toca fondo el ancla y vuelan los aventureros más allá de los cerros. Nadie pierde tiempo en sorpresas ni saludos. El tahúr hunde en el barro sus botines de charol:
—¡Viva mi dado cargado, viva mi sota!
Con sólo pisar esta tierra, el pelagatos se hace rey y muere de despecho la bella que lo había despreciado. Vicente Pérez Rosales, recién llegado, escucha los pensamientos de sus compatriotas: «¡Ya tengo talento! Porque en Chile, ¿quién es borrico siendo rico?»
Aquí quien tiempo pierde, pierde oro.
Incesante trueno de martillos, mundo que bulle, estrépitos de parto: de la nada brotan las carpas donde se ofrecen herramientas y licores y carne seca a cambio de bolsas de cuero llenas de oro en polvo. Graznan los cuervos y los hombres, bandadas de hombres de todas las patrias, y noche y día gira el torbellino de levitas y casacas marineras, pieles de Oregón y bonetes del Maule, puñales franceses, sombreros chinos, botas rusas y balas relumbrantes en el cinturón de los vaqueros.
Una chilena de buen ver sonríe como puede bajo su sombrilla de encajes, estrujada por el corsé y por la multitud que la lleva en andas sobre el fangal pavimentado de botellas rotas. Ella es, en este puerto, Rosarito Améstica. Era Rosarito Izquierdo cuando nació en Quilicura, hace un secreto de años, y después fue Rosarito Villaseca en Talcahuano, Rosarito Toro en Talca y Rosarito Montalva en Valparaíso.
Desde el alcázar de popa de un barco, el rematador ofrece las damas al gentío. Las exhibe y las elogia, una por una,
vean señores qué talle qué juventud qué hermosura qué…
—¿Quién da más? —apura el rematador—. ¿Quién da más por esta flor incomparable?
(256)
Llama el hombre y llamea el oro en las arenas y las rocas. Chispas de oro saltan por los aires; dócil viene el oro a la mano del hombre, desde el fondo de los ríos y las quebradas de California.
El Molino es uno de los muchos campamentos surgidos a orillas del oro. Un día, los mineros de El Molino advierten ciertas tenaces líneas de humo que se alzan del lejano monte de cipreses. Por la noche, ven una fila de fuegos burlándose del viento. Alguien reconoce las señales: el telégrafo de los indios está convocando a la guerra contra los intrusos.
En un santiamén, los mineros forman un destacamento de ciento setenta rifles y atacan por sorpresa. Traen más de cien prisioneros y fusilan a quince para escarmiento.
(256)
Desde que tuvo el sueño del Conejo Blanco, el viejo no hablaba de otra cosa. Le costaba hablar, y hacía mucho que no podía pararse. Los años le habían aguado los ojos y lo habían doblado sin vuelta. Vivía dentro de una canasta, escondida la cara tras las rodillas puntiagudas, en posición de volver a la barriga de la tierra. Metido en la canasta, viajaba a espaldas de algún hijo o nieto y contaba su sueño a todo el mundo:
El Conejo Blanco nos devorará,
balbuceaba.
Devorará nuestra semilla, nuestra hierba, nuestra vida.
Decía que el Conejo Blanco llegaría montado en un animal más grande que el ciervo, un animal con pies redondos y pelo en el cuello.
El viejo no alcanzó a ver la fiebre del oro en estas tierras de California. Antes de que llegaran de a caballo los mineros, anunció:
—La vieja raíz está lista para crecer.
Lo quemaron en su canasta, sobre la leña que él había elegido.
(229)
A las puertas de una taberna de Baltimore yace el moribundo boca arriba, despatarrado, ahogándose en su vómito. Alguna mano piadosa lo arrastra al hospital, en la madrugada; y nada más, nunca más.
Edgar Allan Poe, hijo de harapientos cómicos de la legua, poeta vagabundo, convicto y confeso culpable de desobediencia y delirio, había sido condenado por invisibles tribunales y había sido triturado por tenazas invisibles.
Él se perdió buscándose. No buscando el oro de California, no: buscándose.
(99 y260)
Los fulgores de violencias y milagros no enceguecen a Levi Strauss, que llega desde la remota Bavaria y en un parpadeo advierte que aquí el mendigo se vuelve millonario y el millonario mendigo o cadáver en un chasquido de barajas o gatillos.
Y en otro parpadeo descubre que los pantalones se hacen hilachas en estas minas de California, y decide dar mejor destino a las fuertes telas que ha traído. No venderá toldos ni tiendas de campaña. Venderá pantalones, ásperos pantalones para hombres ásperos en el áspero trabajo de excavación en ríos y galerías. Para que no estallen las costuras, las refuerza con remaches de cobre. Atrás, bajo la cintura, Levi estampa su nombre en etiqueta de cuero.
Pronto los vaqueros de todo el oeste harán suyos estos pantalones de sarga azul de Nimes, que no se dejan gastar por los soles ni los años.
(113)
Anda el chileno Pérez Rosales queriendo suerte en las minas de California. Enterado de que a pocas millas de San Francisco pagan precios de fábula por lo que sea de comer, consigue unas cuantas bolsas de tasajo apolillado y unos tarros de dulce y compra una lancha. Ya está saliendo del muelle, cuando un agente de aduana le apunta a la cabeza con el fusil:
—Alto ahí.
Esta lancha no puede navegar ningún río de los Estados Unidos,
porque ha sido construida en el extranjero y no tiene quilla de madera norteamericana.
Los Estados Unidos defienden su mercado nacional desde los tiempos del primer presidente. Abastecen de algodón a Inglaterra, pero las tarifas aduaneras cierran el paso a las telas inglesas y a cuanto producto pueda perjudicar a su industria. Los plantadores de los estados sureños quieren ropa inglesa, que es mucho mejor y más barata, y se quejan de que los telares del norte les imponen sus telas feas y caras desde el pañal del recién nacido hasta la mortaja del difunto.
(162 y 256)