Memoria del fuego II (21 page)

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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Histórico, Relato

En la iglesia Matriz de Montevideo, el padre Larrañaga ofrece a Dios un cántico de acción de gracias. El fervor ilumina la cara del sacerdote, como en aquel otro Tedeum que celebró hace unos años, desde el mismo púlpito, en homenaje a los invasores del Brasil.

Se jura la Constitución ante los balcones del Cabildo. Las damas, que no existen en las leyes, acompañan la consagración jurídica del nuevo país, como si les incumbiera: sujetan con una mano sus gigantescos peinetones, peligrosos en días de viento, y con otra mano sostienen, abiertos sobre el pecho, los abanicos pintados con temas patrióticos. Los altos cuellos de almidón impiden que los caballeros distraigan la cabeza. La Carta Magna resuena en la plaza, cláusula tras cláusula, sobre un mar de sombreros de copa. Según la Constitución de la nueva república, no serán ciudadanos los hombres que pusieron el pecho a las balas españolas, porteñas y brasileñas. El Uruguay no se hace para los gauchos pobres, ni para los indios, que están siendo exterminados, ni para los negros, que siguen sin enterarse de que una ley los liberó. No podrá votar ni tener empleos públicos, dice la Constitución, quien sea sirviente, peón o soldado de línea, vago, borracho o analfabeto.

Al anochecer, se llena el Coliseo. Allí se estrena
El engaño feliz o el triunfo de la inocencia,
de Rossini, la primera ópera completa cantada en esta ciudad.

(278)

La Patria o la Tumba

El primer vate del Parnaso uruguayo, Francisco Acuña de Figueroa, se inició en las letras componiendo una oda, en octavas reales, a la gloria militar de España. Cuando los gauchos de Artigas tomaron Montevideo, huyó a Río de Janeiro. Allá brindó sus rimas de alabanza al príncipe portugués y a toda su corte. Siempre con la lira a cuestas, don Francisco volvió a Montevideo, siguiendo a los invasores del Brasil, y se hizo rapsoda de las tropas de ocupación. Años después, al día siguiente del desalojo de las tropas brasileñas, las musas soplaron patrióticos decasílabos al oído de don Francisco, laureles de palabras para ceñir las sienes de los héroes de la independencia; y ahora el reptilíneo poeta escribe el himno nacional del país recién nacido. Los uruguayos estaremos por siempre obligados a escuchar sus versos de pie.

(3)

1832 - Santiago de Chile
Industria nacional

También en Chile los caballeros bailan y visten a la moda francesa, imitan a Byron al anudarse la corbata y en la mesa obedecen al cocinero francés; a la inglesa toman el té y a la francesa beben trago.

Cuando Vicente Pérez Rosales instaló su fábrica de aguardiente, compró en París los mejores alambiques y una buena cantidad de etiquetas de dorados arabescos y finas letras que decían:
Old Champagne Cognac.
A la puerta de su despacho, hizo pintar un gran cartel:

El sabor no sería muy-muy, pero era casi-casi; y nadie quedó con llagas en el estómago. El negocio marchaba a las mil maravillas y la fábrica no daba abasto, pero don Vicente sufrió un ataque de patriotismo y decidió que no podía seguir viviendo en estado de traición:

—Esta buena fama sólo a Chile corresponde.

Arrojó al fuego las etiquetas europeas y su despacho estrenó otro cartel, más grande todavía:

Las botellas lucen ahora un nuevo vestido: etiquetas impresas aquí, que dicen:
Coñac chileno.

No se vende ni una.

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Pregones del mercado en Santiago de Chile

—Claveles y albahacas para las niñas retacas!

—¡obleaaaas!

—¡Lindos botones, a real la sarta!

—¡Pajuelaaaaas!

—¡Correas, correas para cincha, sobaítas como guante! —¿Una limosna, por amor de Dios?

—¡Carne vacán!

—¿Una limosna para un pobre ciego?

—¡escoooobas! ¡ya se me acaban!

—¿Brevas, brevas?

—¡Medallas milagrosas, una por una o al destajo! —¡Curaítas negritas vean!

—¡Cuchillas para la seguridá de la persona!

—¡HOJA PULÍÍÍÍÍA!

—¿A quién le vendo este lazo?

—¡Al rico pan!

—¡Un cencerrito nomás me queda!

—¡SANDÍÍÍAS, MI ALMA!

—¡Al rico pan amasado por la pura mano de mujer!

—¡sandííías!

—¡Al rico pan! ¡Calientíííííto!

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1833 - Arequipa
Las llamas

—Felices criaturas
—dice Flora Tristán.

Viaja Flora por el Perú, patria de su padre, y en las sierras descubre
al único animal que el hombre no ha podido envilecer.

Las dulces llamas son más ágiles que las mulas y suben más alto.

Resisten fríos, fatigas y cargas pesadas. A cambio de nada brindan al indio de las montañas transporte, leche, carne y las sedas limpias y brillantes que cubren sus cuerpos. Pero jamás se dejan atar ni maltratar, ni aceptan órdenes. Cuando interrumpen su andar de reinas, el indio les suplica que reinicien la marcha. Si alguien las golpea, las insulta o las amenaza, las llamas se echan al suelo: alzando el largo cuello, vuelven al cielo los ojos, los más bellos ojos de la Creación, y suavemente mueren.

—Felices criaturas
—dice Flora Tristán.

(337)

1833 - San Vicente
Aquino

La cabeza de Anastasio Aquino cae en la cesta del verdugo.

Que en guerra descanse. El caudillo de los indios de El Salvador había alzado tres mil lanzas contra los ladrones de tierras. Venció a los mosquetes, disparados al fuego del cigarro; y desnudó a san José en el altar mayor de una iglesia. Cubierto con el manto del padre de Cristo, dictó leyes para que los indios nunca más fueran esclavos, ni soldados, ni muertos de hambre, ni borrachos. Pero llegaron más tropas, y tuvo que buscar refugio en las montañas.

Su lugarteniente, llamado Cascabel, lo entregó al enemigo.

—Ya soy tigre sin uñas ni colmillos
—dijo Aquino, viéndose tan atado por grillos y cadenas, y confesó al fraile Navarro que en toda su vida sólo había sentido miedo a la ira o a las lágrimas de su mujer.

—Estoy listo para jugar a la gallina ciega
—dijo, cuando le vendaron los ojos.

(87)

1834 - París
Tacuabé

En las puntas del Queguay, la caballería del general Rivera ha culminado, con buena puntería, la obra civilizadora. Ya no queda ni un indio vivo en el Uruguay.

El gobierno dona los cuatro últimos charrúas a la Academia de Ciencias Naturales de París. Los despacha en la bodega de un barco, en calidad de equipaje, entre los demás bultos y valijas.

El público francés paga entrada para ver a los salvajes, raras muestras de una raza extinguida. Los científicos anotan gestos, costumbres y medidas antropométricas; de la forma de los cráneos, deducen la escasa inteligencia y el carácter violento.

Antes de un par de meses, los indios se dejan morir. Los académicos disputan los cadáveres.

Solamente sobrevive el guerrero Tacuabé, que huye con su hija recién nacida, llega quién sabe cómo hasta la ciudad de Lyon y allí se desvanece.

Tacuabé era el que hacía música. La hacía en el museo, cuando se iba el público. Frotaba el arco con una varita mojada en saliva y arrancaba dulces vibraciones a la cuerda de crines. Los franceses que lo espiaron desde atrás de las cortinas cuentan que creaba sonidos muy suaves, apagados, casi inaudibles, como si estuviera conversando en secreto.

(19)

1834 - Ciudad de México
Amar es dar

Una calabaza llena de vinagre vigila detrás de cada puerta. En cada altar ruegan mil velas. Los médicos recetan sangrías y fumigaciones de cloruro. Banderas de colores señalan las casas asaltadas por la peste. Lúgubres cánticos y alaridos señalan el paso de los carros repletos de muertos por las calles sin nadie.

El gobernador dicta un bando prohibiendo varias comidas. Según él, los chiles rellenos y las frutas han traído el cólera a México.

En la calle del Espíritu Santo, un cochero está cortando una chirimoya enorme. Se tiende en el pescante, para saborearla de a poco. Alguien que pasa lo deja con la boca abierta:

—¡Bárbaro! ¿No ves que te suicidas? ¿No sabes que esa fruta te conduce al sepulcro?

El cochero vacila. Contempla la lechosa pulpa, sin decidirse a morder. Por fin se levanta, se aleja unos pasos y ofrece la chirimoya a su mujer, que está sentada en la esquina:

—Cómela tú, mi alma.

(266)

1835 - Islas Galápagos
Darwin

Negras colinas surgen de la mar y de la niebla. Sobre las rocas se mueven, a ritmo de siesta, tortugas grandes como vacas; y entre los recovecos se deslizan iguanas, dragones sin alas:

—La capital del infierno
—comenta el capitán del «Beagle».

—Hasta los árboles se sienten mal
—confirma Charles Darwin, mientras cae el ancla.

En estas islas, las islas Galápagos, Darwin se asoma a la revelación del
misterio de los misterios;
aquí intuye las claves del incesante proceso de transformación de la vida en la tierra. Descubre aquí que los pájaros pinzones han especializado sus picos, y que ha cobrado forma de cascanueces el pico que rompe semillas grandes y duras y forma de alicate el que busca el néctar de los cactos. Lo mismo ha ocurrido, descubre Darwin, con los caparazones y los cuellos de las tortugas, según coman a ras de tierra o prefieran los frutos altos.

En las Galápagos está el origen de todas mis opiniones,
escribirá Darwin.
Voy de asombro en asombro,
escribe ahora, en su diario de viaje.

Cuando el «Beagle» partió hace cuatro años de un puerto de Inglaterra, Darwin creía todavía, al pie de la letra, cada palabra de las Sagradas Escrituras. Creía que Dios había hecho el mundo tal como ahora es, en seis días, y que había terminado su trabajo, como asegura el arzobispo Usher, a las nueve de la mañana del sábado 12 de octubre del año 4004 antes de Cristo.

(4 y 88)

1835 - Columbia
Texas

Hace quince años, una caravana de carretas atravesó crujiendo la desierta pradera de Texas, y las voces lúgubres de los búhos y los coyotes le dieron la malvenida. México cedió tierras a las trescientas familias que vinieron desde Luisiana, con sus esclavos y sus arados. Hace cinco años, ya eran veinte mil los colonos norteamericanos en Texas, y tenían muchos esclavos comprados en Cuba o en los corrales donde ceban negritos los caballeros de Virginia y de Kentucky. Los colonos alzan ahora bandera propia, la imagen de un oso, y se niegan a pagar impuestos al gobierno de México y a cumplir la ley mexicana que ha liquidado la esclavitud en todo el territorio nacional.

El vicepresidente de los Estados Unidos, John Calhoun, cree que Dios creó a los negros para que corten leña, cosechen algodón y acarreen agua para el pueblo elegido. Las fábricas textiles exigen más algodón y el algodón exige más tierras y más negros.
Existen poderosas razones,
dijo Calhoun el año pasado,
para que Texas forme parte de los Estados Unidos.
Para entonces, ya el presidente Jackson, que sopla fronteras con pulmones de atleta, había enviado a Texas a su amigo Sam Houston.

El áspero Houston se abre paso a puñetazos, se hace general del ejército y proclama la independencia de Texas. El nuevo Estado, que pronto será otra estrella en la bandera de los Estados Unidos, tiene más tierra que Francia.

Y estalla la guerra contra México.

(128 y 207)

1836 San Jacinto
Crece el Mundo Libre

Sam Houston ofrece tierra a cuatro centavos el acre. Los batallones de voluntarios norteamericanos afluyen por todos los caminos y vienen buques cargados de armas desde Nueva York y Nueva Orleans.

Ya el cometa había anunciado calamidad sobre los cielos de México. Para nadie fue noticia, porque México vive en estado de perpetua calamidad desde que los asesinos de Hidalgo y Morelos declararon la independencia para quedarse con ella.

Poco dura la guerra. El general mexicano Santa Anna llega tocando a degüello, y degüella y fusila en El Álamo, pero en San Jacinto pierde cuatrocientos hombres en un cuarto de hora. Santa Anna entrega Texas a cambio de su vida y se vuelve a México acompañado por su ejército vencido, su cocinero privado, su espada de siete mil dólares, sus infinitas condecoraciones y su vagón de gallos de riña.

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