Mensajeros de la oscuridad (10 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

—Vengan, por favor.

Nos dirigimos hasta la mesa y allí hicimos un corro anhelante.

—Bueno, se repiten las características habituales en un ciento por ciento: pene de hombre joven, seccionado quirúrgicamente con toda atención y metido casi inmediatamente en formol. No creo que la amputación date de muchos días, aunque eso sigue siendo lo más difícil de determinar a causa de la fijación de los tejidos. Todo esto es igual a lo que encontramos en las otras ocasiones. Al respecto debo añadir que en este pene no he hallado puntos de sutura necesarios o innecesarios, si bien sí he encontrado algo mucho más insólito aún.

—¿Y qué es? —preguntó Garzón sin darle tiempo a terminar.

—Una gota de lo que parece ser cera derretida, no tengo ni idea de qué tipo, en forma de cruz.

—¡Atiza! —soltó mi compañero al buen tuntún.

—Una gota derramada sobre la carne ya muerta, puesto que no observo retracción ni irritación o enrojecimiento. ¿La ven?, está ligeramente adherida, pero si la muevo se caerá.

En efecto, hacia el centro del pene, en un lugar tan estratégico que no parecía casual, había algo así como una lenteja coloreada que, vista con detenimiento, remedaba la forma de un minúsculo crucifijo.

—Yo no estaría seguro de que fuera cera —dijo Garzón.

—Voy a meterla en una caja al vacío y lo mejor será que la manden a su propio laboratorio policial.

Garzón y yo nos miramos con desesperanza.

—¿Entiende usted algo, inspectora?

—Ni palabra, se lo juro.

Montalbán se quitaba los guantes quirúrgicos cuando afirmó:

—Para mí que tanto el punto de sutura como esta crucecita son signos, señales, y no sólo restos circunstanciales de la castración. Si se han fijado bien resulta evidente que esa gota fue colocada ahí, que no cayó por azar. ¡Y no digamos nada de la forma! Esto no es casual.

—¿Sería capaz de afirmarlo?

Se movió intranquilo dentro de su bata blanca y al final exclamó:

—¡No, claro que no! Nada es categórico en un análisis, pero hay cosas cuya evidencia da pie a sospechas razonables.

—Muy bien, doctor, admitamos que son signos, pero ¿signos de qué? ¿Qué puede haber en común entre puntos de sutura y gotas de cera en forma de cruz? Además, ¿qué pretenden esos signos, darnos pistas o sumirnos en una confusión aún mayor?

El forense se puso a la defensiva para concluir:

—¿Y yo qué quiere que le diga? Lo único que sé es que ninguno de esos dos materiales puede estar ahí por obra de la casualidad. Es plausible que haya descuidos mínimos por parte del asesino cuando se cuenta con un cuerpo en toda su integridad. La anatomía tiene innumerables recovecos en los que a uno puede despistársele algo, pero en un pequeño pene dos evidencias tan concretas... No, es obvio que fueron puestas ahí por alguna razón y, dado que no fueron ustedes quienes encontraron el pene sino que éste les fue enviado a domicilio, es factible pensar que tengan un significado. ¿O no?

La lógica del médico resultaba impecable, tanto que llegué a pensar que sería una buena cuestión pedirle que intercambiáramos nuestros puestos: él dirigiría las pesquisas y yo rajaría los muertos. Pero antes de que pudiera plantearlo, se despidió de nosotros haciéndonos una siniestra profecía:

—Mucho me temo, inspectora, que éste no es el último regalito que va a recibir. Si el cabrón que anda por ahí castrando hombres ha encontrado una manera segura de deshacerse de los cuerpos...

Aquello era insostenible, le dije a Garzón cuando volvimos a encontrarnos en la intimidad. Nadie mata a tres tíos sin que salgan a la luz los cadáveres ni se denuncie ninguna desaparición.

—¡Una vengadora de violaciones, Petra, se lo dije al principio!

—¡Quite, eso no puede ser! Una vengadora que intervenga quirúrgicamente, ¿verdad?

—Puede ser cirujana.

—¿Y la cruz de cera?

—Puede ser sacerdotisa también.

Al mirarlo con furia creciente me di cuenta de que estaba tomándome el pelo.

—Déjese de bromas, Fermín, y lleve esa puta muestra a analizar.

La llevó, y eso significó veinticuatro horas más de incertidumbre y desasosiego.

4

Montalbán había acertado de pleno. Era cera, cera vulgar, si bien mezclada con incienso o alguna otra sustancia aromática. El análisis reveló también la presencia de un pigmento responsable del aspecto rojizo. Nada que no pudiera encontrarse en cualquier tienda de velas. Magnífico, estábamos igual, aunque con un pene más en nuestra particular colección. Resultaba grotesco verlos todos, cada uno en su tarro, como si se tratara de provisiones para el próximo invierno. Tres tristes pingas. Ni un cadáver sospechoso ni una mala llamada de los hospitales ni una denuncia de desaparición de hombre joven que indicara un camino a seguir. Los tres
castratti
se paseaban por el mundo contentos o aterrorizados con su suerte, pero en cualquier caso sin cantar ni una nota. Aquello era como para volverse loco, o al menos como para empezar a inquietarse de verdad. Coronas había dado los primeros síntomas de nerviosismo preguntándose cuánto tiempo seríamos capaces de mantener el asunto en secreto de cara a la prensa. Yo estaba convencida de que se despertaba cada mañana temiendo encararse con un titular tremendista: «Inspectora de policía recibe penes con los que no sabe qué hacer», o quizá algo mucho peor, ya que el tema era propicio a cualquier barbaridad. Quizá temiendo las injerencias del comisario, le dije a Garzón que nos convenía estar en nuestros despachos lo menos posible.

—Vámonos a ver tiendas de velas, Fermín —propuse.

Él contestó, jocoso:

—No hay nada que me apetezca más.

Visitamos el barrio peatonal emplazado en el centro antiguo de la ciudad. Eran apenas las once de la mañana, pero las calles bullían de vida. Se veían muchas mujeres que iban de compras, miraban escaparates y se detenían para tomar café en algún bar. Lucía un solecillo espléndido que se colaba por entre los viejos edificios muy juntos unos de otros. Un músico ambulante soltaba al aire una hermosa tonada de flauta. Todo me pareció armónico y tranquilo. En efecto, mientras nosotros estábamos cada mañana hundidos en nuestros lúgubres despachos, había gente libre que podía verle a la vida el lado luminoso. Observé a una elegante ama de casa más o menos de mi edad que entraba distraída en una tienda de ropa para niños. ¡Naturalmente, eso era la felicidad, sentarse a ver cómo le crecen los dientes a tus hijos en vez de andar como una perdularia intentando averiguar por qué le cortan la polla a los demás! Mi elección vital había sido desacertada, aunque resultara un poco tarde para remediarlo. Con el rabillo del ojo comprobé que Garzón no estaba del mismo talante que yo. Lejos de admirar las maravillas ciudadanas o entrar en reflexiones sobre su destino, seguía dándole al magín sobre ceras y velas, y no lo hacía derrochando buen humor.

—¡Joder, inspectora, esto es la leche! Me he visto en muchas y he tenido que visitar sitios inmundos, pero una cerería... En Salamanca había una donde sólo compraban las beatas. Tengo la sensación de estar dando palos de ciego, y encima de que los doy mientras otros me observan y me toman el pelo.

—Calma, Garzón, esto tiene la ventaja de que si no averiguamos nada siempre podemos comprar un cirio y ponérselo a santa Rita.

Lanzó un bufido en mi dirección.

—Cachondéese lo que quiera, pero esto es un petardo que va a estallarnos en las manos.

—También para encender la mecha del petardo una vela puede venirnos bien.

Aunque me sentía bien poco proclive a la risa, embromar al subinspector cuando estaba mohíno siempre era una diversión encantadora para mí.

Había escogido la primera cerería por el tamaño, un gran establecimiento singular en el que no sólo se vendían velas sino también figuras y adornos de cera. Sin embargo, el grueso eran las velas. Las había de todos tipos, formas y colores: velones decorativos, velas perfumadas, antimosquitos, antihumo, velitas de cumpleaños, velas de Navidad, especiales para Halloween, especiales de bodas y comunión, velas con el escudo del Barça y otras con las del Madrid, resistentes cirios de jardín y guirnaldas de flores secas en las que se insertaban velas también. Un mundo de fantasía concebido exclusivamente para arder. Sabía que existían esas modernas tiendas, pero jamás había entrado en una; sin embargo, era Garzón quien estaba más sorprendido. Después de haber echado una ojeada general, dijo de pronto:

—Esta sociedad nuestra se va a ir al carajo de un momento a otro.

Intenté comprender mirándolo con fijeza.

—Hay algo que no va bien en un mundo donde uno puede comprar cuarenta tipos de una cosa superflua —añadió.

No supe qué contestar, o mejor dicho, no podía decir nada inteligente sobre el complejo problema que, como si tal cosa, planteaba el subinspector. Era mal momento para liarse a hablar de la belleza y lo innecesario como opción y, sobre todo, intuía que semejante réplica hubiera sonado a gilipollez. Por eso me limité a decir:

—Al parecer en eso consiste la libertad del mundo capitalista.

—¡Hay que joderse! —murmuró Garzón.

Nos acercamos a una de las vistosas dependientas, que nos sonreía, y sacamos la cajita con el pequeño crucifijo de cera. En cuanto le informamos de que éramos policías decidió llamar al encargado. Probablemente lo tenían escondido para que no chocara con la sofisticación del lugar. Era un hombre adusto con pinta de comerciante del siglo pasado, pero en cuestión de ceras parecía saberlo todo. Tomó la muestra en su mano y la observó de cerca con cuidado. Le dijimos que contenía mezcla de incienso o esencia aromática. Asintió y dictó sentencia.

—Nuestra no es. Conozco bien todas las ceras con las que tratamos y no tenemos esta variedad. Yo diría por el color amoratado que debe de ser una vela de iglesia. Y si me dicen que lleva incienso, mucho más. Antes los curas sólo empleaban cera virgen, pero ahora los fabricantes les sirven algunas novedades.

Nos dio la dirección de un establecimiento especializado en velas de culto situado cerca de la catedral, al que acudimos. Todo era eclesiástico allí, y dando un vistazo se podía comprobar que el
aggiornamento
de la Iglesia aún dejaba bastante que desear. El local medía muchos menos metros que el anterior y tenía una pinta más cutre. Aun así, la cantidad y variedad de velas llamaba la atención. Velas inmensas de diámetro considerable, velones con extrañas iniciales en relieve, velas mortuorias, velillas votivas y cirios de procesión. Tras el mostrador esperaban dos dependientas que superaban la cincuentena. Una de ellas se identificó como la dueña y se quedó patidifusa al saber nuestra condición de policías. Seguramente no nos contábamos entre sus clientes habituales. Escudriñó la gota con atención y se demoró más de un minuto antes de contestar sin dudas:

—Sí, este tipo de cera creo que lo vendemos nosotros. Es una vela votiva que no tiene mucha salida en realidad. Las hace un fabricante de Ávila de manera muy artesanal. De hecho, dudo que haya otras tiendas en Barcelona donde se vendan. La reconozco por el color y porque, en efecto, llevan un poco de incienso que huele al quemarse. Encargamos cuatro o cinco cajas al año, no mucho más.

—¿Y quién las compra?

—Pues si quiere que le diga la verdad, casi todas las vendemos a las Damas Negras. Es por ellas por quienes hago el pedido, no es una vela que tenga mucha salida. Antes también las compraban las Esclavas de Jesús, pero ahora prefieren otros modelos.

—¿Y eso de las Damas Negras qué es? —preguntó Garzón, quizá con poca diplomacia.

—Una congregación dedicada a la enseñanza. Su colegio está en la Vía Augusta. Se da la casualidad de que tienen la capilla decorada y pintada sobre lilas y el tono morado rojizo tan especial de esas velas les queda muy bien para las ceremonias. Si quieren puedo darles la dirección exacta.

—Sí, por favor. Y dígame, ¿no recuerda haberlas vendido a nadie más?

Negó con la cabeza. La otra asistente a la conversación carraspeó nerviosa.

—Yo sí —se atrevió a susurrar.

La dueña se volvió hacia ella y preguntó, imperativa:

—¿Tú, a quién?

—Sí, Mercedes, yo vendí dos cajas enteras a un joven, no hará ni dos meses.

—Pues no me lo comentaste. Por cierto, ¿has pedido más a Ávila?

—No, aún no.

—Mal hecho. Ahora vendrá sor Ernestina cualquier día y no la podremos servir.

—Pero es que yo...

Comprendí que íbamos a convertirnos en testigos de una larga polémica y las atajé.

—¿Recuerda a ese joven?

—¿Al que compró las velas? Pues no. Si recuerdo que era un joven es porque tenía la moto aparcada en la puerta y estuve mirando las maniobras que hacía para cargar las cajas cuando se marchó.

—¿Y de su aspecto, nada?

—No gran cosa; era un chico joven, delgado, de unos veinte años, con pinta de estudiante o algo así. Entró y me pidió velas votivas. Le enseñé nuestro muestrario y se fijó en ésas. Me pidió dos cajas enteras y se las di.

—¿Cuántas velas hay en cada caja?

—Cincuenta.

—¿Y no le extrañó?

—No, ¿por qué?

—Bueno, todo indica que sus clientes suelen ser personas que pertenecen al mundo de la religión.

La dueña intervino, un punto excitada.

—¡Ni mucho menos! Aquí puede entrar cualquier persona.

—Lo sé, pero un estudiante no debe de ser lo normal.

—Hay veces en que los envían desde colegios.

—Nadie a los veinte va al colegio aún.

—Pueden ser colegios mayores, parroquias a las que prestan servicio muchos jóvenes, asociaciones piadosas, capellanes de conventos... La gente piensa que esto del culto es algo propio de monjas y viejos, pero lo cierto es que, gracias a Dios, la liturgia va a más.

Comprendí que había pisado terrenos espinosos.

—Entiendo lo que quiere decir. En cualquier caso, ustedes no le preguntaron para qué quería las velas.

—No —soltó quedamente la dependienta. Fue la dueña quien remató la contestación.

—Oiga, esto no es una tienda de armas; para comprar velas no hace falta una licencia especial.

—Lo sé, disculpe, lo sé. Sólo estoy intentando hacerme una idea de la situación. Dése cuenta de que me encuentro alejada de mi ambiente.

Intervino, no sé si oportunamente, el subinspector.

—Lo que mi compañera quiere decir es que si un tipo tiene intención de hacer una misa negra y necesita velas para ponérselas al diablo viene aquí y ustedes se las dan.

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