Read Mensajeros de la oscuridad Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
Caminábamos a paso lento por las calles estrechas del centro. Garzón dijo:
—Ya ve, nada interesante, el único huésped de esos hoteles de lujo con problemas de salud fue un viejo que vomitó sangre el jueves. De pichas cortadas o jóvenes que parecieran enfermos nada de nada.
—Oiga, Garzón, vamos a dejarlo por hoy. ¿Por qué no se viene a mi casa? Algo habrá para cenar.
El subinspector tardó casi diez minutos en determinar si el potaje de arroz integral que nos había preparado Julieta le gustaba o no. Acabó diciendo que estaba bueno y se sirvió un poco más. Yo había perdido el apetito, jugueteaba con la comida en el plato.
—¿No come?, anímese; este plato me recuerda las cosas que sirve Pepe en el Efemérides.
—¿Es feliz Pepe?
—Pues no lo sé, ¡vaya pregunta!, supongo que sí.
—Todos nos vamos librando, ¿verdad, Fermín? Trabajamos y nos libramos de la pobreza, tenemos amigos y nos libramos de la soledad... Nos vamos escapando, nos escabullimos..., pero si un día falla algo podemos acabar ahí, en uno de esos hoyos que hemos visto.
—Tranquilícese, eso es muy improbable.
—No estoy intranquila por mí misma, es en general.
Suspiró hondamente y me miró con cara de abuela protectora.
—Lo sabía, sabía que iba a reaccionar así. Tomó lo que le dije como una machada, pero yo sabía que usted es muy sensible a la cosa social.
—Sabe que no soy una persona blanda, que como policía voy acostumbrándome a lo peor; pero esto es distinto, aquí no hay delito ni lucha, ni siquiera picaresca. Son hombres acabados, apartados en un rincón y olvidados; pero lo cojonudo es que todos lo sabemos y nos da igual.
—¿Y qué vamos a hacer, inspectora? No está en nuestra mano cambiar esas situaciones.
—¡Pues al menos deberíamos estar jodidos!
—No se puede estar jodido toda la vida, para eso prefiero pasar a la acción y hacerme cocinero voluntario de un asilo.
—El voluntarismo y las caridades no arreglan nada. Además, hace falta un carácter especial; yo no aguantaría ni un minuto al lado de esa gente.
—Y entonces, ¿qué coño quiere que hagamos, la revolución por nuestra cuenta?
—¡Yo no quiero nada, Fermín, quiero estar jodida en paz!
—¡Muy bien, esté jodida, esté jodida y cabreada y todo lo que se le ocurra! Yo voy a servirme un poco más de este engrudo.
Se puso a comer, enfadado. Yo me levanté y fui hasta la ventana. El viento arrancaba las hojas de los árboles. Alrededor de las farolas la luz cobraba un aspecto brumoso. Encendí un cigarrillo y, siempre dándole la espalda a mi compañero, permanecí con la frente pegada al cristal. De pronto, oí la voz cascada del subinspector.
—¿Qué ha preparado su doméstica de postre —preguntó—, un panal de miel con abejas y todo, una compota de bayas silvestres? ¿No hay ni siquiera algunos hierbajos azucarados?
Sentí ganas de reír y llorar al mismo tiempo. Perdida la fe en lo razonable, Garzón intentaba animarme con despropósitos infantiles. Se lo agradecí con enorme intensidad, de buena gana hubiera llegado hasta él para estamparle un beso en medio de su anticuada cabeza. Me volví de golpe.
—¡Una leche ha preparado!
—¿De burra campestre?
Nos echamos a reír. Volví a la mesa, aligerada y zalamera, fingiendo mal humor.
—Sí, ríase, Fermín, el día menos pensado nos vemos durmiendo en un jergón y alimentándonos con la sopa del pobre. No olvide que los dos estamos solos en el mundo.
—Es posible, pero yo exigiré que mi sopa tenga tropezones, y quiero un jergón con hidromasaje y dosel harapiento. ¡Siempre habrá categorías, hasta en la indigencia!
Se reía como un Falstaff travieso. Estaba contento porque con sus petardos inocentes había conseguido disipar la nube de mi tristeza. Sin pensarlo demasiado le espeté:
—¿Y usted, es feliz?
Me arrepentí de la pregunta en cuanto vi cómo los rasgos de su cara, contraídos por la risa, se estiraban en segundos hasta una dolorosa seriedad. Luego volvió a relajar la expresión y dijo:
—Estoy solo, inspectora, no tengo amor, no soy rico, tampoco guapo ni joven. Si lo pienso es como para que me dé un ataque de pena. Pero ¿sabe lo que le digo?, hay días en que me lo paso bien: charlo con amigos, me peleo con usted, el trabajo me absorbe por completo en algunos momentos... Y está la comida... y el vinillo de Rioja... También me gusta plantar macetas... —Se quedó callado con la mirada perdida en los cuadros rojos y verdes del mantel. Luego, con el tono de voz más bajo y las pausas más largas continuó su titubeante enumeración—: Hay partidos de fútbol interesantes... El sol de mediodía en invierno cuando salimos de comisaría para comer... Me gustan bastante los baños de mar...
Lo interrumpí antes de que mencionara los cigarrillos y el café como último cartucho filosófico.
—Es usted un hombre lleno de vida y de recursos; nunca he tenido la menor duda, Fermín.
Reaccionó con una sonrisa halagada.
—No será tanto. Además, no sé qué hacemos usted y yo lamiéndonos las heridas mientras dos hombres se pasean sin polla por ahí, o quizá yacen muertos.
—¿Por qué me lo recuerda?
Se animó de repente.
—¿Consideraría una falta de respeto si le recitara algunos versos que me sé sobre pollas?
—Hay confianza, Fermín, adelante.
—Dicen así:
Tío que nace en Algorta
tiene la polla muy corta,
y los hombres de Sangüesa
suelen tenerla bien gruesa.
La de mayor longitud
se encuentra en Calatayud.
Hay pollas que dan un susto
y otras que matan de gusto.
Mas nadie puede negar
que la polla más templada,
más singular y más mona
la tiene el Papa de Roma
aunque no sirva de nada.
Mis carcajadas atronaron la cocina. Sentí, al mismo tiempo, un cierto alivio, porque el poema hubiera podido ser mucho peor. Bien, el subinspector sacaba un ruidoso instrumento ritual que ponía en fuga los malos espíritus de la melancolía, justo los mismos que él había concitado llevando la investigación por aquella vía. Bravo por él. Se puso en pie, sonriente y seguro.
—Y, una vez demostradas mis habilidades como rapsoda, me marcho. Mañana hay que madrugar.
—¿Ni siquiera toma una copa?
—No, a primera hora he de pasar a recoger el informe de laboratorio, ya se ha demorado lo suficiente.
—¿Tiene esperanza de que sirva para algo?
—Me sorprendería. Esos hombres no estaban enfermos, inspectora. Han sido castrados a la fuerza por un carnicero fino. Hay dos jóvenes bajo tierra en algún lugar y no son dos cadáveres completos.
—Ésa es una afirmación demasiado arriesgada.
—Puedo creerme que un hombre se calle por miedo después de que le hayan amputado esa parte de su cuerpo; pero que haya dos tíos con semejante cuajo no puedo tragármelo.
—Si el miedo es muy intenso...
—Debería ser un miedo terrible. Lo que sí puedo decirle es que quien ha hecho semejante cosa es un completo cabrón.
—No hay duda de eso.
Salió embutido en su gabardina y el aire de la calle le revolvió los pelos. Me quedé mirándole desde la ventana. Tenía energía, el subinspector. Las desgracias de este mundo no iban a pescarlo sumiso. Si la vida decidía darle una dentellada, no sería él quien ofreciera el cuello, lucharía.
Empecé a recoger la mesa con la mente poblada por mil imágenes diversas, por retazos de poemas bufos. Entonces sonó el teléfono. Pensé que el subinspector me llamaba desde su móvil para hacer alguna precisión.
—¿Diga?
Nadie respondió.
—¿Diga? —repetí en un tono nervioso—. ¿Quién llama?
En ese momento una voz de hombre deformada y ansiosa, llena de angustia y dubitaciones, dijo:
—No, no.
Me quedé helada e inmóvil.
—¿Quién habla? ¿Quién es?
La voz repitió, esta vez con más énfasis:
—¡No, no, no!
—¿No qué? ¿Qué quiere decirme?
Oí con claridad el ruido del auricular al ser colgado. Colgué yo también, muy despacio, con la respiración acelerada y los ojos fijos en algo que no veía. Mi primera reacción fue apagar la luz y asomarme a la ventana. Atisbé a lo largo de la calle solitaria, en los huecos entre coches aparcados. Era demasiada casualidad que la llamada hubiera coincidido con la marcha de Garzón. Alguien lo había visto salir y me había telefoneado. Pero ¿qué significaba aquella negación repetida atormentadamente? ¿Me estaban amenazando? No, por muy escueta que hubiera sido la comunicación el tono no era amenazante sino desesperado. ¿Era una de las víctimas de castración que me pedía ayuda? ¿Estaba secuestrado? ¿O quizá nada tenía que ver aquello con el caso de los penes? ¿Sería posible que alguien que me había visto por televisión estuviera intentando embromarme con auténtico mal gusto? No, nadie bromea demasiado con la policía. Entonces, ¿corría algún peligro real? Las preguntas se me agolparon como agua en un estrecho y rebosaron. Me apreté las sienes, encendí la luz y me serví un poco de vino. Haría mejor preguntándome cosas más cercanas cuya contestación sí dependía de mí. ¿Debía dar parte de aquella llamada?, ¿comentársela al menos a Garzón?, ¿le diría también que creía haber recibido otra llamada sospechosa cuyo ejecutante quedó callado? ¡Dios, eso no sólo significaría la vuelta inmediata de Marqués y Palafolls a mi puerta, sino que me intervendrían el teléfono! ¿Y si aquella llamada no tenía el más mínimo significado?
Decidí meterme en la cama e intentar olvidarme de todo si pretendía dormir un poco. Sin embargo, antes de retirarme a mi habitación tuve el repente de llegar hasta la puerta principal y echar el pestillo de seguridad. Y bien, si hacía una cosa semejante era porque consideraba significativa aquella llamada, y por lo tanto debía informar de ella. Cumpliría el maldito deber.
Al día siguiente Garzón entró a media mañana en la comisaría con noticias desesperanzadoras, aunque positivas. Había aparecido Ricardo López. Él mismo volvió a su casa después de haber permanecido varios días haciendo autostop. Su madre había corrido hasta nosotros para retirar la denuncia. Ahora estaban allí y nos tocaba interrogarlo y, quizá, llevarlo al forense para que comprobara que nadie le había amputado el pene. Se trataba de tarea difícil considerando que era mayor de edad, y tan embarazosa que resultaba preferible esperar al dictamen de ADN que teníamos encargado. Aun así hubo que hacerle preguntas al respecto, y, como parecía lógico, se mosqueó. Ni al demonio se le ocurre ir cuestionando por ahí si a uno le han cortado sus vergüenzas. Sólo ver la reacción de extrañeza del chico, el modo en que respingó y nos trató de degenerados, ya pude deducir que permanecía tan íntegro como en un tratado de anatomía. No comprendía nada, además, y me miraba como si estuviera valiéndome de mi poder para lograr una buena perspectiva de su joven colgajo. Tuve que contenerme porque me acometieron deseos de mandarlo al infierno. Le di un codazo a Garzón y le susurré que lo dejara marchar. El muchacho se encaminó digno hacia la puerta, pero cuando estaba a punto de ganarla algo le hizo pararse y retroceder. Entonces, lleno de rabia y cargado de razón, me miró y, de modo desafiante, se abrió la bragueta y llevándose la mano a los genitales los sacó a modo de puñado.
—Muy bien, ¿está contenta? —dijo—. Ninguna tía ha dudado nunca de que yo tenga la picha en su sitio.
Garzón se levantó de golpe con claras intenciones represivas, pero le tiré del brazo con firmeza y le ordené que lo dejara salir. El improvisado exhibicionista reacomodó el paquete en su embozo y se fue más altivo y contento que un conquistador en un desfile. Entonces, el subinspector, muy azarado, me pidió disculpas, supuse que en nombre del género masculino.
—Quédese tranquilo, Fermín, a estas alturas no voy a escandalizarme..., aunque, pensándolo bien, me pregunto por qué la ha tomado conmigo ese chaval. ¡Ha sido usted quien le ha interrogado, quien ha hablado todo el tiempo! Yo me he limitado a estar presente.
—Bueno, inspectora, en cierto modo es lógico que se picara con usted; usted es una mujer y...
—¡Si no he abierto la boca!
—Bueno, el chico se ha puesto nervioso.
—Ahora tampoco lo entiendo a usted. Hace un segundo hubiera sido capaz de partirle la cara a ese desgraciado, y un minuto más tarde parece justificarlo.
—Entiendo que no lo entienda, porque éstas son cosas muy sutiles y con significaciones delicadas.
—Ya veo. Debe de tratarse de un asunto etéreo, casi místico: la maravillosa «razón» penetradora e impenetrable.
No le hizo ninguna gracia. Obviamente había que andarse con pies de plomo cuando una decidía entrar en terrenos blandos; pero incluso con precauciones máximas me costaría algún tiempo desentrañar aquel extraño código no escrito.
En cualquier caso, y sensibilidades varoniles aparte, nos habíamos quedado sin una víctima-sospechoso, y mucho me temía que siguiendo por la vía de mendigos y desheredados varios no íbamos bien encaminados. Pasé horas en mi despacho, devanándome los sesos. ¿Sería eso lo que pretendía advertirme la misteriosa voz telefónica, que no había que continuar por ahí? ¿Era un colaborador en vez de un enemigo?, ¿acaso un confidente que se avergonzaba o estaba muerto de miedo? Pero, por muy aterrorizado que estuviera, habría sido más explícito de haberse tratado de un informador... Repetir negación tras negación no parecía tener sentido alguno ni aportaba la menor claridad. ¿El propio asesino y castrador cometía los horrores y luego enviaba los penes y por último llamaba a mi casa? ¡Bah!, los misterios no se sirven en bandeja para después hurtar la solución. Además, los asesinos en serie de tipo travieso y ocurrente sólo se dan en la ficción.
Fuera lo que fuera tenía que tomar una determinación sobre comentar la llamada a Garzón e informar a Coronas. Si intervenían el teléfono y aquel fantasma llamaba una sola vez más, quedaría automáticamente localizado. Tendríamos una información fidedigna acerca de si era un testigo miedoso, y al propio asesino en el mejor de los casos. Todo ello si conseguíamos cazarlo; porque podía darse la probabilidad de que realizara la comunicación desde una cabina con tarjeta o mediante un móvil. Entonces no sólo no estaría a nuestro alcance, sino que advertiría la maniobra y dejaría de llamarme. Aunque, ¿de verdad pensaba que volvería a hacerlo? No, a poco cauto que fuera, no lo haría. Era inútil seguir manteniendo el secreto. Descolgué el teléfono interno y le pedí audiencia al comisario, luego avisé a Garzón para que estuviera presente en su despacho.