Read Mensajeros de la oscuridad Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¿Quién les ha dado la orden de proteger mi domicilio?
—El comisario en persona, inspectora.
—Y si yo les dijera que se marcharan no podrían hacerlo, ¿verdad?
Se miraron el uno al otro sin comprender.
—No, claro —proseguí—. Verán, les diré lo que vamos a hacer. Lo cierto es que no estoy corriendo ningún peligro real. El comisario les ha dado esa orden porque extrema la prudencia y es partidario de una total formalidad, pero les aseguro que no existe riesgo. De modo que alejen el coche de mi puerta, apárquenlo un poco más allá y relájense. Incluso pueden echarse a dormir.
—Eso ni hablar —exclamó convencido el sargento—. Si acaso lo haremos por turnos.
—Muy bien. ¿Y qué suele hacer el que queda despierto?
—Yo oigo
Los cuarenta principales
por los auriculares —dijo tímidamente el ayudante, que resultó llamarse Palafolls.
—Yo prefiero pensar en mis cosas —puntualizó Marqués.
—Perfecto, pues cada uno a lo suyo, y no se preocupen de si enciendo o apago la luz, de si hay ruidos raros o chirrían las puertas. ¿De acuerdo?
—¿Y si oímos un grito, inspectora? —preguntó el ayudante con toda inocencia. Marqués le propinó un mal disimulado codazo en las costillas y yo respondí con paciencia de parvulista.
—No sufran, si veo un ratón me contendré. —Di dos pasos en dirección a la puerta y, temiendo haber sido antipática, añadí—: ¿Puedo ofrecerles alguna cosa, un poco de leche, café?
—No, gracias, inspectora, no queremos molestar.
Salieron mansamente como niños que hubieran llamado a mi casa para una cuestación. Temí hasta que les hubieran robado el coche en aquel lapsus. Coronas se había lucido. Naturalmente, no iba a ponerme a la puerta a un par de tíos experimentados de primera línea. De este modo cubría el expediente y en paz; porque parecía evidente que con aquella pareja al lado yo podía recibir más puñaladas de las que figuraban en los anales del Sacromonte, sólo que él estaría fuera de cualquier responsabilidad. Me metí en la cama, incómoda, pero estaba tan cansada que enseguida me dormí.
Mentiría si dijera que al día siguiente no llegué a comisaría con un nudo en el pecho causado por la curiosidad. ¿Tendríamos caso o todo había sido un bote de humo? En cuanto un guardia me dijo que el comisario me esperaba en su despacho comprendí que probablemente sí, teníamos caso. En el despacho también estaba Garzón.
—Tome asiento, inspectora —ordenó Coronas en plan ministro plenipotenciario—. Ya contamos con los primeros datos de la preinvestigación. Proceda a informar, Fermín.
Garzón abrió una carpeta como si en realidad le hiciera falta leer, pero enseguida se olvidó de la comedia formalista y pasó a dar sus explicaciones.
—Para empezar hay que decir que el objeto de la caja es un pene de verdad. El juez ha abierto diligencias y dentro de una hora empezará el doctor Joaquín Montalbán a analizarlo en el Anatómico Forense. Nos ha dicho que, si queremos, podemos asistir a la primera sesión para tener las impresiones más generales. En cuanto a las huellas, en el envoltorio exterior hay un montón de ellas, absolutamente inservibles para la investigación, pero en la caja no hay ni una, excepto las que ha dejado usted, inspectora, cuando lo manipuló al recibirlo. Su nombre y la dirección de la comisaría vienen escritos en letra de ordenador vulgar y corriente, probablemente un clónico, y la impresión se realizó en una impresora de chorro de tinta de las que hay miles. El paquete llevaba sellos por un valor muy superior al necesario, fue echado en un buzón callejero y remitido al Departamento Central de Correos, donde se selló. La razón del sobreprecio postal hay que buscarla en que el responsable del envío no quiso ir a ninguna estafeta de barrio, obviamente para no ser reconocido después y para que en el paquete no figurara el matasellos de la estafeta que, al no ser la central, sí especifica el lugar. Poniendo sellos de más valor estaba seguro de que el envío llegaría y no daba la cara en ninguna parte. ¿Me sigue, inspectora?
—Como un perro —musité.
—Es decir... —continuó Garzón su perorata ya totalmente imbuido del papel de orador—, que tenemos una alevosía total por parte del emisario. Cosa que, por cierto, no augura nada bueno.
—¿Hay algún muerto de los últimos días que haya sido asesinado tras una castración?
—Ni en los últimos días ni en los últimos meses, inspectora. Si hay algún muerto castrado está aún por descubrir. Es más, hemos consultado los legajos del registro civil donde se anotan los miembros amputados y nada. Para estar bien seguros, anoche yo y la gente que el comisario puso a mi disposición nos pateamos todos los hospitales de la ciudad, y de castraciones accidentales o incluso terapéuticas, ni hablar.
Coronas intervino, visiblemente satisfecho con el estilo dialéctico de mi compañero.
—Dadas las extrañas características iniciales del caso, el juez ruega que mantengan ustedes la mayor discreción. En otras palabras, que si ven un periodista por la calle, cambien de acera y si aun con ésas él va tras ustedes, miéntanle con todo descaro. Los jueces ya están hartos de que los papeles alimenten el morbo.
—Puede que no resulte fácil darles esquinazo.
—Aun así inténtenlo. ¿Han traído la documentación de las cosas que llevan entre manos? Yo les diré lo que pueden seguir haciendo y lo que deben dejar, aunque procuraré que se queden bastante libres, no quiero que esta historia pase a mayores, como les digo es de las que pueden atraer al personal, y una historia atractiva que no se resuelve es un vehículo perfecto para que nos pongan a parir. ¿Entendido?, pues OK.
—¿Y de la escolta nocturna que me ha puesto, comisario?
—Déjela ahí unos días más, ¡cualquiera diría que le molesta!
—Psicológicamente me molesta.
—Si dentro de una semana las cosas están tranquilas, se la quitaré. Mientras tanto olvídese de psicologías y póngase a currar.
Hice un gesto que demostraba mi enfado. Entonces Coronas añadió:
—¡Y no sea tan cabezota ni tan individualista!, eso en un policía es muy negativo.
Garzón, ya en los pasillos, no podía ocultar el placer infantil que le procuraba verme abroncada. Y, encima, cabezota e individualista eran dos de los epítetos que él hubiera rubricado en cualquier momento. Estaba feliz. Arremetí contra él.
—Aparte de reírse por la sotabarba, ¿no hay un plan que deba comunicarme?
Ni se molestó en negar. Sacó una agendita astrosa que siempre llevaba en el bolsillo y leyó:
—A las once se realizará la autopsia del despojo. ¿Cree que debemos asistir?
—Desde luego. Mientras tanto vamos a desayunar.
Garzón y yo siempre nos alegrábamos de colaborar en algún caso, pero esta vez yo notaba en él idéntica reticencia a la que sentía en mí. No existía nada especial que pudiera agriar la situación, pero como si de una tormenta aún lejana se tratara, a ambos nos dolía la cicatriz. Sin duda los motivos había que buscarlos en algo simbólico e irracional. ¿Y qué más símbolo queríamos que aquel auténtico artículo freudiano conservado en alcohol? Aquel maldito paquete amenazaba con sacar a pasear nuestros más ocultos fantasmas de la lucha de sexos; cosa que, a poco que fuéramos inteligentes, debíamos a toda costa evitar. Pero era un poco pronto para plantearlo en frío, ya habría ocasión de puntualizaciones.
Desayunamos en un bar frente al Anatómico. El subinspector estaba convencido de que teníamos un caso sonado entre manos. Como solía hacer siempre, organizó, por su cuenta y sin ceñirse a ninguna lógica, una pequeña composición de lugar.
—Esto es un tío loco que se ha flipado por usted, inspectora, ya lo verá. Lo encontrará algún pariente o algún vecino desangrándose en su habitación. Lo llevarán al hospital, desde Urgencias nos pasarán el soplo y se acabó. La historia será corta.
Yo estaba ya demasiado acostumbrada a sus previas puestas en escena como para intentar llevarle la contraria.
—Parece tener mucha experiencia en recepción de penes sin dueño —comenté.
—En eso no, pero sí en tíos solitarios, inspectora. Créame, hay mucha gente loca por ahí, hombres y mujeres que viven todo el tiempo en el lado oscuro. Imagínese sola en una habitación, sola con sus obsesiones, sus alucinaciones... ¿hasta dónde se puede llegar? A lo mejor cuando salen a la calle, si es que salen, tienen una apariencia completamente normal. Pero no, no todos los locos están convenientemente archivados en los psiquiátricos.
Garzón notó sin duda mi estremecimiento, me conocía lo suficiente como para saber que ese tipo de cosas me impresionaba. Y yo lo conocía a él como para saber que, después de notarlo, seguiría por ese camino. Y siguió:
—Yo he tenido experiencias muy fuertes en ese sentido. Una vez, en Salamanca, nos llamaron los municipales. Unos vecinos habían dado parte de que se oían golpes en una pared durante toda la noche y no podían dormir. Pero los guardias temieron algo raro y nos pidieron que acudiéramos nosotros también. Tuvimos que forzar la puerta del piso, porque oíamos algo como gemidos. ¡Joder, inspectora, fui yo el primero en entrar y aquello era dantesco! La pared en cuestión se veía llena de manchurrones de sangre, y en medio de la habitación había un tipo desnudo con la cabeza destrozada. Hicimos una inspección ocular y enseguida nos dimos cuenta de que no había existido agresión. Aquel tipo era un pobre loco, inspectora, y presa de un ataque de enajenación se había pasado la noche entera dándose él mismo golpes contra la pared. Fue algo terrorífico, de verdad.
Noté que el trozo de cruasán bajaba con dificultades por mi gaznate. Bebí un buen sorbo de café para ayudarme a tragar. Garzón me observaba malignamente y al ver que había superado su relato sin perder la compostura, insistió:
—Y recuerdo otra vez en que me tocó asistir a un suicida solitario que...
Logró lo que se proponía, salté.
—Oiga, Fermín, si lo que quiere es que me imagine a un tipo sentado frente a mi imagen televisiva rebanándose la polla entre estertores, muy bien, lo ha conseguido, me lo imagino ya. El pobre desquiciado se enamoró a primera vista de mí, dejó la bolsa de palomitas a un lado y se puso a la labor. Luego, convencido de que yo apreciaría el detalle, hizo ese complicadísimo paquete ocupándose de que no dejaba huellas, y salió a echarlo a un buzón. ¡Y todo eso desangrándose!, lo cual tiene más mérito y prueba lo profundo de su amor.
—Sólo estaba haciendo conjeturas, inspectora, no se ponga así. ¡Pero no crea que todo lo que digo son tonterías!, si imagino un hombre solitario y desgraciado es porque pienso en la imagen que usted dio en esa entrevista.
—¿Qué imagen di?
—Sobre todo maternal.
—¡¿Maternal?!
—Toda aquella comprensión hacia el delincuente y los que sufren, su sonrisa tranquila, la afirmación de que la policía ya no es lo que era, el afán de servicio que tiene ahora hacia el ciudadano, las ganas de velar por él... Maternal, inspectora, maternal.
—¿Opina que me pasé?
—No hablo de que se pasara o no; a mí me gustó. Lo que quiero decir es que el que le envió esa cosa debió de percibirla como una madre protectora. Es algo con lo que hay que contar.
Pagué nuestra cuenta aparentando indiferencia, pero había sufrido una ligera conmoción. Lo que Garzón decía no era descabellado. Me fastidiaba enormemente reconocerlo, pero era verdad, una madre protectora no era una mala interpretación. Lo que aquello había sugerido a nuestro emisario resultaba un misterio velado aún. ¿Se trataba de algún ex presidiario que habiendo sufrido una experiencia policial a años luz de mi versión edulcorada quería darme un escarmiento? Pero ¿por qué un pene cortado, y de quién? Si ni en depósitos ni hospitales había muertos ni vivos a quienes faltara su masculinidad, ¿de dónde salía el miembro? Aquello tenía toda la pinta de un rompecabezas del que sólo disponíamos de una pieza, aunque sustancial. Únicamente la autopsia podía arrojar alguna luz.
Cuando llegamos al Instituto el doctor Montalbán nos esperaba ya. Era un hombre maduro, sereno, con pinta bondadosa al que antes se hubiera atribuido la especialidad de pediatría que la que llevaba a cabo en realidad. Quizá mirando sus ojos con detenimiento sí podía detectarse esa cualidad gastada y amarga de quien ha visto a los hombres al final y no al principio. Nos hizo pasar a la antesala de autopsias, donde se nos facilitaron batas y mascarillas. Garzón parecía un buzo con la suya. Nos reunimos alrededor de la camilla de operaciones y el doctor Montalbán, consciente de lo insólito de la situación, ironizó con buen gusto:
—Veamos qué es lo que nuestro pequeño cadáver nos puede contar.
Abrió la caja y con sus manos enguantadas procedió a colocar la bolsita de plástico sobre la superficie aséptica. El paquete se movió de un modo inquietante, provocando burbujas en el líquido. De la bandeja del instrumental Montalbán escogió unas tijeras y, poniendo la bolsa en una cubeta, cortó uno de los extremos de arriba abajo. Automáticamente el líquido fluyó. Una vez remansado en la cubeta, notamos un olor fuerte y desagradable.
—Formol —sentenció prontamente el forense.
—¿No es alcohol entonces?
—Formol. Formaldehído al cuarenta por ciento. Es lo idóneo para conservar cualquier preparado anatómico.
Siguió con su tarea. Tomó muestras de los tejidos y fue colocándolos en pequeños recipientes que serían enviados a analítica para determinar grupo sanguíneo y ADN. El pene, manejado con pericia por sus manos expertas, parecía ahora un gran gusano sin vida. Montalbán lo examinó de cerca y levantó su base con unas pinzas.
—Se trata del miembro de un hombre joven, y resulta curioso que... —Quedó callado.
Los ojos emboscados de Garzón me miraron expectantes. La máscara hacía que no pudiera observar su expresión. Montalbán continuó ejecutando un montón de maniobras minuciosas. Por fin me atreví a preguntar:
—¿Qué es curioso, doctor Montalbán?
Pareció preparado para dar un dictamen.
—Es curioso, pero no tengo casi ninguna duda; yo diría que este pene ha sido separado por procedimientos quirúrgicos ortodoxos. Veo perfectamente la línea fina del bisturí, el comienzo de la incisión en punta, el final rematado. Luego toda la herida ha sido restañada.
—Nada accidental, entonces.
—En absoluto accidental. Sólo podría confundirme la posibilidad de que se tratara de un tajo radical con algo muy afilado, pero es imposible. Está cortado exactamente por la base; si se tratara de un ataque violento jamás hubiera sido así. La fuerza que exigiría un corte semejante viene impedida por la incidencia del miembro en la pelvis. ¿Me explico?