Mensajeros de la oscuridad (37 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

—No te preocupes, Miguel, ya estamos aquí, ya no hay peligro. Ivanov está muerto.

Aflojó la tensión y cerró los ojos, sin poder hablar aún. Entonces el subinspector empezó a moverse dando paseítos nerviosos y, de pronto, con una curiosa mezcla de rabia y dolor gritó:

—¡¿Y esa puta ambulancia, es que no va a llegar?! ¡Y ustedes! —añadió dirigiéndose a los hombres—. ¿Se puede saber qué coño hacen ahí? ¡Registren cada centímetro de este antro!

Los tres minutos que tardó en llegar la ambulancia los empleé mirando a Palafolls. Dormía. Parecía mayor, como si el sufrimiento lo hubiera hecho envejecer. Cuando se lo llevaron pensé que me despertaría muchas noches sobresaltada, intentando conjurar los diablos de aquella visión sobrecogedora.

No hubo dificultad ninguna para determinar por dónde había entrado Ivanov en el almacén. El patio interior tenía un acceso asequible desde el callejón trasero. Todo había consistido en forzar una vieja ventana y mantener amordazado al cautivo cuando estaba solo para no alertar a los vecinos. Dedujimos que casi no le había dado de comer. Sólo unos restos de pan y té se veían desperdigados en un rincón.

Precintamos el local y quedaron dos guardias de vigilancia. Salimos al aire y respiré con intensidad.

—¿Se va a descansar, inspectora?

Lo miré casi sin verlo.

—No —dije—. Voy a emborracharme.

—¿A su casa?

—A un bar.

—Entonces la acompaño.

—Le advierto que no tengo ganas de hablar.

—Yo tampoco.

Fuimos a un bar. Nos sentamos a la barra. Bebimos tres whiskis seguidos sin intercambiar una sola palabra. Al final del tercero me volví hacia Garzón y afirmé:

—No quiero volver a aparecer en televisión nunca más.

—Bien —dijo él.

—Ni tampoco que me pongan escoltas en mi casa.

—Bien —repitió.

—Y sobre todo, ¿sabe lo que no quiero nunca, nunca en la vida?

—¿Qué?

—Ser policía.

—Inspectora, ¿cree que ya se ha emborrachado lo suficiente?

—Sí.

—Pues entonces, vámonos.

Miré un momento al techo, y le obedecí.

Coronas estaba contento. Podía considerarse que el caso se había resuelto bien: Palafolls había sido rescatado y la prensa estuvo lejos durante todo el proceso. Nada pudimos hacer, sin embargo, contra los asesinos de Ivanov. Cazar a Esvrilenko o hincar el diente en su organización mafiosa estaba por encima de nuestras posibilidades. Lo único que podíamos hacer era vigilar bien al nuevo hombre de Esvrilenko que fuera enviado a la costa para controlar las obras de la urbanización. Aunque suponíamos que, esta vez, se encargaría de buscar a alguien que le creara menos conflictos.

Lo único que mantenía un poco en vilo al comisario era saber a quién correspondían los penes no identificados que Montalbán conservaba en el Anatómico. Tampoco habíamos determinado cuántos seguidores de Ivanov en la facultad de Medicina habían sido castrados en total. «Si ellos mismos no lo denuncian, no hay nada que hacer», dijo el juez que instruía el caso.

—Es algo terrible, ¿verdad? —se lamentaba Coronas, quizá fuera de plazo—. ¡Todos esos chicos privados de su masculinidad para toda la vida!

—¡Y con el cerebro programado, que también es importante! —agregué con malicia.

—Quizá si esos chicos que han pertenecido a la secta afloraran, aún sería posible hacer algo a ese respecto —dijo Garzón.

—Eso excede nuestra misión —comentó el comisario—, pero si lo que les apetece son situaciones difíciles, yo voy a brindarles una.

Miré a Garzón jurando asesinarlo cuando tuviera tiempo.

—Quiero que uno de los dos vaya a hablar con Miguel Palafolls.

—Fuimos a verle ayer al hospital.

—He dicho a hablar.

—¿Ocurre algo, comisario?

—No para de preguntar por Julieta..., y yo..., la verdad, no me he atrevido a contarle nada. Le he dicho que se encontraba bien, algo nerviosa, que iría dentro de un par de días, pero está desesperado. No logra entender por qué no ha aparecido aún por allí.

—Con razón —musitó el subinspector, y me miró con algo cercano al reproche.

Comprendí que la vieja y apreciada imagen de la mujer traidora acababa de colarse en la habitación. Me adelanté a cualquier comentario que cargara la culpa compartida sobre mí.

—Yo jamás hubiera hecho una cosa así —dije—. Aunque también soy una mujer.

Coronas se volvió de súbito hacia Garzón y exclamó con mucho aspaviento:

—¿He dicho yo algo sobre las mujeres, subinspector? ¿Acaso me ha oído usted?

Garzón se escandalizó todavía más.

—¿Y yo, comisario, por un casual me ha oído usted a mí?

Me largué haciendo un amplio ademán de despedida.

—De acuerdo —dijo—, pues yo me voy por si les apetece oírse decir lo que sea.

Me negué a ser quien relatara a Palafolls las desgraciadas circunstancias de Julieta. Entre otras cosas porque carecía de argumentos para hacerlo. No podía imaginar cómo aquella chica había llegado hasta el punto de fingir un enamoramiento a instancias de su amo espiritual.

Pensé que cualquiera se las apañaría mejor que yo, cargando las tintas, renegando contra ella, explicando con lugares comunes lo que en realidad no tenía explicación. Más tarde me enteré de que el portador de las siniestras noticias había sido su compañero Marqués, y no me pareció mal, la amistad siempre ha sido un buen sustitutivo del amor.

Cuando el fragor que sigue a todo caso se había disipado un poco, crucé con Garzón hasta La Jarra de Oro para tomar una cerveza después del trabajo.

—Lo que más me jode de que esa chica esté en chirona es que me he quedado sin asistenta —solté.

—Usted siempre tan prosaica.

—¡Vaya por Dios! ¿Tiene una tarde crítica?

—No más de lo habitual.

Me fijé en que el camarero le había traído un pequeño vasito helado.

—¿Qué demonio ha pedido?

—¡Vodka! —respondió tan contento, echándose el licor al cuerpo.

—¡No me lo puedo creer!

Me miró, feliz de haberme sorprendido.

—Y menos se lo creerá si le digo que esta mañana me ha llamado Silaiev.

—¿A usted?

—¡Pues claro, somos amigos!

—¿Y han conseguido entenderse?

—¡Desde luego que sí! Nos hemos reído un rato; primero yo, luego él. Supongo que nos acordábamos de las mismas cosas. Después hemos cantado un trocito de
Kalinka
.

—Una comunicación apasionante. ¿Le ha dicho si los hombres de Esvrilenko volvieron a Moscú?

—¡Ah, no, para tantas precisiones tendrá que telefonear a Rekov! —respondió sonriendo con picardía.

—Lo haré cuando tenga un rato —dije aparentando una expresión distraída.

—Ha sido un caso complicado, ¿verdad, inspectora? —comentó paladeando su segundo vodka.

—Dudo que volvamos a encontrarnos con algo igual. Para mí ha sido como una pesadilla.

—No vuelva a pensar en ello o se deprimirá. ¿Quiere que le cante una cancioncilla sobre pollas que le levante el ánimo?

—¡No, gracias, Fermín! Ya he podido comprobar junto a usted la cantidad de posibilidades canoras que tiene el tema.

—Pues al menos un versito. ¿Conoce aquel que reza: «Una dama en una loma se pregunta con ardor...»?

Lo interrumpí entre risas.

—¡Cállese, por favor! ¿No ha probado a ser formal al menos una vez en su vida?

—Aún no ha llegado el momento —dijo tan fresco, y pidió una nueva copa al camarero.

EPÍLOGO

El «día después» de cualquier caso suele devolver todo a la cotidianidad. No se trata de un tránsito que yo aguante bien. Es como si, tras haber tenido todos tus sentidos embebidos en un tema, de pronto te lo arrebataran dejándote vacía e inservible. La actividad prescriptiva consiste en redactar un informe que haga comprensible todo lo que acaba de suceder. En el caso de los penes cortados la tarea se presentaba atípica y complicada. En realidad, no sabía cómo darle forma coherente ni de qué manera encerrar acontecimientos tan poco corrientes dentro de los estrechos márgenes del lenguaje policial.

La actividad de Garzón se centraba en recopilar informes de todos los participantes en el caso: datos forenses, huellas, registros, transcripciones de cintas..., y dejarlos sobre mi mesa. A medida que lo hacía, iba dándome cuenta de hasta qué punto aquel caso había sido duro de pelar. En una de sus entradas y salidas le espeté:

—No me traiga más papeles, Fermín. A partir de este momento todos los papelotes que lleguen a sus manos, hágalos desaparecer. A lo mejor así consigo acabar un buen día.

Soltó una carcajada irónica y continuó su quehacer.

Acabar un caso lo ponía de buen humor. Nunca las experiencias de dos tipos, aunque sean las mismas, causan idénticas sensaciones, pensé, y seguí escribiendo después de tanta profundidad.

«Ramón Torres, horrorizado tras comprobar que su amigo Esteban Riqué había resultado muerto por una alergia durante la operación de castración (informe forense 125) decidió quitarse la vida. A este efecto acudió a la casa de recreo que la familia posee en Cambrils (Tarragona), y procedió a suicidarse por el procedimiento de la propia emasculación y consecuente desangramiento (informe forense 126)...»

Recordé el momento del hallazgo del cadáver, mi mano tanteando entre la densidad del agua ensangrentada... Me estremecí. En ese momento Garzón entraba de nuevo cargando cosas en las manos. Me aferré a la posibilidad de bromear con él, olvidando las siniestras imágenes.

—¿No le dije que no me trajera más incordios? —Pero enseguida me di cuenta de que venía trasmutado y serio. Me asusté un poco—. ¿Qué pasa, subinspector?

Lo que llevaba en la mano era un paquete. Me lo acercó. Cualquier atisbo de sonrisa se borró de mi rostro. Era un paquete muy parecido a los de la macabra serie. Venía a mi nombre y sin remitente. Miré a mi compañero:

—¿Y esto?

Agitó la cabeza, vencida hacia adelante:

—No sé, Petra, no sé.

—¡Pero si no puede ser! ¿Qué hacemos?

—¡Pues abrirlo! ¡A ver qué otra cosa podemos hacer!

Mientras mis dedos deshacían los nudos del embalaje con repugnancia, tenía la sensación de estar muy lejos de allí. Pero debía enfrentarme a la realidad, y la realidad era que en el interior de los papeles volví a encontrar algo que ya conocía perfectamente: un pene cortado nadando en una bolsita de formol. El subinspector lanzó una maldición terrible, cogió un pisapapeles y lo estampó contra el suelo. Entonces me di cuenta de que, bajo la cajita, sobresalía la punta de un papel doblado. Lo leí, sonreí, miré a Garzón y le dije:

—No se preocupe, solamente se trata de un delicado presente para mí.

Garzón no entendía ni una palabra. Leí el papel en voz alta.

—«
Querida Petra, ya que nadie reclama los restos de Ivanov, y no consta en ninguna parte que este miembro peregrino ande libre por ahí, he pensado que quizá le apetezca conservarlo como recuerdo. Un abrazo y perdone la broma.
» Firmado: Joaquín Montalbán.

Me eché a reír de buena gana. Mi compañero rezongó:

—Pues no le veo la gracia.

—No me extraña, hay que reconocerle a este médico un particular sentido del humor.

—¿Y ahora qué va a hacer con esa porquería, ponerlo sobre la tele?

—Lo exhibiré como trofeo de caza en la pared. Cada cual que saque sus conclusiones.

Evidentemente, tampoco apreciaba mi sentido de lo cómico.

—Oiga, Petra...

—No se enfade, Fermín. Le invito ahora mismo a un café en La Jarra de Oro.

—¿Va a dejar esa cosa en su despacho? Si alguien lo encuentra usted se la puede cargar.

—Tiene razón, lo llevaré en el bolso.

—¡Ah, no, me parece de muy mal gusto!

—¡No tengo más remedio que hacerlo así! —dije riendo.

Se quedó mirándome con sorna. —Se lo pasa usted bomba ¿verdad?

—¡Vamos, Garzón, relájese! Una polla tampoco es algo tan sagrado.

La sonrisa empezaba a escapársele, aun a su pesar.

—De acuerdo, vámonos. Pero ya que ha desdramatizado el tema, supongo que no le importará que le recite otros versitos sobre pollas.

Y lo hizo, ¡vaya que sí!, durante toda la hora del desayuno. Su repertorio no parecía tener un final. Estaba claro que muchos hombres habían dedicado tiempo e inspiración a glosar el miembro viril. ¡Bueno, después de todo aún les habían quedado ratos libres para escalar el Everest! No dejaba de ser una distracción inofensiva.

Alicia Giménez Bartlett

Barcelona, 28-X-98

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