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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (30 page)

Era un buen recibimiento. Ahora sí había sucedido lo peor que cabía imaginar.

10

No pudimos siquiera volver a casa para dejar las maletas y tomar una ducha. Fuimos directamente a comisaría y allí nos reunimos en el despacho de Coronas.

—Las cosas están mal, Petra, ya lo ve. Díganme qué averiguaron.

Se lo conté mientras me miraba con cara de susto. Todo aquel asunto de la secta sobrepasaba con mucho su capacidad de imaginación.
Skopis
, castraciones rituales, la mafia rusa como escapatoria... Demasiado para su mentalidad occidental. Y eso que convertí al padre Belinski en un bibliotecario experto en sectas; creo que si llego a explicarle lo del «hombre santo», él mismo se habría encargado de que no cobrara mi nómina a fin de mes.

Antes de que me preguntara por las llamadas nunca respondidas, decidí atacar.

—¿Y cómo demonio se les escapó a ustedes Ivanov?

—Los hombres no logran entenderlo. El muy cabrón se largó segundos antes de que ellos llegaran. Algo debió de oír, o alguien le avisó en última instancia. No sé si es posible pensar eso; el caso es que se acercaron en la noche a su caseta, entraron con una maniobra envolvente, pero ya no estaba dentro. Tenía la música aún sonando en el compact disc y un cigarrillo se quemaba sobre el cenicero.

—¿No se llevó su coche?

—No; huyó a pie. Peinamos un poco la zona, aun sin luz, y con más detalle al día siguiente. Han preguntado en todas las agencias de alquiler de coches de los pueblos cercanos. Nada. Han interrogado a los taquilleras que hacían turno de mañana en las estaciones de tren. Nadie consiguió recordarlo. Se desvaneció.

—¡Magnífico! —exclamó irónicamente Garzón.

Pero no había nada de magnífico en aquel desenlace, no había siquiera lugar para la ironía. Era como tener las manos metidas en el barro, acariciarlo una y otra vez, pero no conseguir darle forma a la vasija. Aquel caso constituía un amasijo de datos dolorosamente recopilados. Cada una de las soluciones parciales que habíamos ido logrando, se correspondía con un nuevo problema. Me sentí responsable del secuestro de Palafolls. Mi ángel guardián había sido atrapado por el tentáculo de una hidra con la que nada tenía que ver. Una idea muy poco afortunada por mi parte, mandarlo a la facultad. Profesionalmente habíamos dado en el clavo, pero el elemento humano pesaba ahora sobre mí. Sin duda, si Palafolls estaba secuestrado era porque se había acercado a algún punto caliente en su investigación. No quise ni pensar que en aquellos momentos estuviera muerto; eso sí hubiera representado una inútil tragedia. Interrogué a Coronas:

—¿Se sabe si ha dejado datos escritos de sus pesquisas?

—Si llegó a tomarlos, no están en comisaría.

—Cometió un fallo entonces.

—¿Debemos presuponer que descubrió algo?

—Estoy segura de que así es. ¿Han llamado a su compañero, Marqués? Quizá algo le comentó.

—No hubo ningún comentario, ni siquiera se vieron. Es obvio que Palafolls se tomó muy en serio su misión, no quería malograrla con un contacto que implicara el mínimo riesgo de ser descubierto.

—¿Y en su casa? ¿Han investigado en su casa?

—Petra, este triste hecho acaba de suceder. No hemos tenido tiempo aún. Me he limitado a llamar a su familia para darles la noticia; lo demás, espero que lo haga usted.

Coronas me pasaba la patata caliente, el saco cargado de piedras. Un proceder nada sorprendente, con un poco de suerte yo podría hacer lo mismo con Garzón. El subinspector era único tratando con las familias afectadas por la desgracia policial. Daba consuelo, infundía esperanzas... Mientras él representaba al buen samaritano, yo pondría cara de circunstancias y procedería directamente a los quehaceres de la investigación.

Así se hizo. Con toda probabilidad los padres de Palafolls ignoraban que la orden que se había saldado con la desaparición de su hijo partió de mí. De otro modo, no me hubieran tratado con tanto afecto y prodigalidad. Me apretaron las manos de forma emotiva y nos invitaron a café. Todos aquellos extremos hacían que me sintiera más culpable todavía. Mientras Garzón se dedicaba a darles palabras de aliento, yo pedí permiso para registrar su habitación.

Miguel Palafolls era como un crío, enseguida lo comprobé. Tenía las paredes llenas de fotografías representando musculosos luchadores de kárate, láminas con los anagramas del FBI. Los policías jóvenes son algo peligroso, pensé, hay que estar ligeramente desengañado para ejercer bien. Todo daba a entender que aquel muchacho se había dejado llevar por una idea vocacional algo infantil. Busqué febrilmente en los cajones de la cómoda, en el armario, entre los libros, revistas y discos. Llegué a levantar el colchón. Pero no había nada, ni un nombre, ni una dirección. Si Palafolls había encontrado algo, ¿por qué demonio se lo había guardado para sí? ¿Qué pretendía, colocarse él solo todas las medallas del mérito policial, o realmente se creía una especie de superagente? Saqué toda su ropa pieza a pieza, la revolví. Llamé por fin a su madre y le pregunté cuáles de aquellas prendas había llevado el muchacho los últimos días. Ella miró estupefacta el jaleo que había organizado y, titubeando, señaló dos pares de pantalones de loneta.

—Creo que se puso éstos, y las camisas, que ya las lavé.

—¿Había algo en los bolsillos de esas camisas?

Pensó un instante.

—Sí, había un papel.

—¿Lo ha guardado?

—Sí. Mi hijo siempre me pide que no lave nada antes de que él haya revisado los bolsillos, pero nunca le hago caso, la verdad. Los reviso yo y guardo lo que pueda haber. Tiene la mala costumbre de dejarse papeles, incluso dinero.

—Señora, por favor, déme inmediatamente ese papel.

Tuve la respiración contenida hasta que volvió a aparecer con un trocito de hoja de libreta en la mano, bien doblado. Se lo arrebaté con precipitación y lo desplegué sin tomar la precaución de hurtarme a los ojos de la madre, cada vez más alarmada. Eran dos números de teléfono. Se los mostré a la mujer por si le sonaban de algo, pero no los reconoció. Interrumpí la conversación de Garzón con el señor Palafolls para intentarlo con él, pero tampoco le sonaban de nada. Entonces salí casi sin despedirme. El subinspector me alcanzó en la escalera.

—¡Podía haberse esperado un poco, ha dado usted una imagen funesta frente a los padres del chico!

—¡Me da igual! Estoy harta de la diplomacia, de dar buena imagen y de aparentar. Lo único que me interesa en este momento es acabar con este jodido caso de una puta vez. Lo demás es secundario.

Asintió sin atreverse a contestar. Evidentemente, echaba cuentas mentales sobre mi culpabilidad apabullante. Mejor, así comprendería que el elemento humano había dejado de tener importancia para mí. Condolerse por la pérdida no dejaba de ser una salida por la tangente, y en aquellos momentos había que reintegrarse con fuerza a la vía principal. Pericia y tiempo iban a constituir a partir de entonces dos reglas de oro. Me asaltó el recuerdo del viaje a Moscú. Habíamos desperdiciado muchas horas allí: los paseos, el amor, las cenas en alegres tabernas... Aunque no podía olvidar que el trabajo policial era también algo hecho por seres humanos, y como tal estaba sometido a infinitas variables. Incluso la mitad de las pruebas con las que siempre actuábamos estaban basadas en la subjetividad: «Observé, reconocí, creí ver, era la una, eran las seis, el abrigo era verde, o gris...» Todo inseguro, todo momentáneo, todo verbal. Como el hombre mismo. Un pensamiento descorazonador. Métodos que despertaban inmediatamente una duda razonable. Se había perdido tiempo en Moscú, mucho sin duda, pero habíamos encontrado lo que habíamos ido a buscar. Me volví hacia Garzón.

—Vaya ahora mismo a comisaría y encárguese de investigar estos dos números de teléfono —le dije—. Yo me voy a mi casa, necesito dormir un par de horas para no caer muerta. Después lo relevaré y descansará usted. Es el único modo que se me ocurre para poder resistir hasta la noche.

Asintió convencido, aunque estaba más entero que yo. Cogí el coche y enfilé hacia mi casa; necesitaba un lapsus mínimo de tranquilidad. Sin embargo, me esperaba una sorpresa desagradable: sentada en la calle, junto a la puerta, estaba Julieta. Me había olvidado de ella. Con su pinta de hippie esmirriada y en aquella postura parecía una mendiga de Dickens. Me miró como un perro apaleado.

—¿Por qué no has entrado? —inquirí.

Pero ella no estaba dispuesta a dar explicaciones sino a pedirlas.

—¿Saben algo de Miguel? —preguntó.

Mi intento de dar plumazo al factor humano estaba destinado al fracaso.

—Pasa dentro y sentémonos un rato. Podemos tomar una taza de café.

—No quiero entrar. Sólo quiero saber si tienen alguna idea de dónde está Miguel, alguna pista tal vez.

Julieta deseaba ir al grano, para lo cual me encontraba en excelente disposición.

—Justo estamos empezando la investigación.

—¿Tienen algún indicio de por dónde empezar?

—Sí, un par de números de teléfono. A no ser que tú sepas algo más.

—No.

—Espera, te los enseñaré, quizá te resulten familiares.

Saqué la agenda del bolso, le enseñé mi transcripción de la nota manuscrita por su novio. Me escuchó con atención, quedó un segundo en silencio, pero enseguida negó con la cabeza.

—¿Estás segura?

—Sí.

—¿Y no te haría él algún comentario, alguien que había conocido en la facultad...?

—Nunca me hablaba de lo que hacía.

—Es lógico que así fuera. ¿De verdad no quieres una taza de café?

—Sólo quiero que lo encuentren.

—Lo sé, lo sé.

—Me voy. De momento no vendré a limpiar. Llámeme en cuanto sepa cualquier cosa.

—No te preocupes, lo haré —contesté con tristeza.

Se marchó sin dotar a su cara de ninguna expresión. Su falda india de florido algodón se movía en el aire como si fuera a evaporarse.

Entré en casa de mal talante. No me hacía ninguna gracia que la gente me señalara en silencio como responsable de su dolor. Si además de sentirme censurada tenía que quedarme sin servicio doméstico, entonces la cosa resultaba mucho más grave. Pero era mejor no pensar, debía dormir, necesitaba dormir, estaba obsesionada con dormir, podía caerme al suelo inconsciente si no conseguía dormir. Me acosté y puse el despertador para que sonara dos horas después. Antes de caer rendida, se me representó la mirada indefinible de Julieta. Hubiera preferido que me insultara, que llorara, que montara un número en toda regla. Pero no lo montó, sino que se limitó a exhibir aquella expresión indescifrable. ¡Al carajo con ella!, pensé, y desconecté por fin de todo lo lógico e ilógico.

Por muy resistente que fuera Garzón, aquello había sido demasiado. Lo encontré hecho un guiñapo, derrengado en su escritorio, presa de un cansancio visceral.

—¿Algún resultado? —pregunté.

Movió la lengua pastosa para articular.

—Los dos teléfonos pertenecen a dos familias de la ciudad: los Atienza Pérez y los García Bofarull. Ambos tienen dos hijos que hacen cuarto curso en la facultad de Medicina.

—¡Buen trabajo y buen dato!

—Adrián Atienza Pérez estaba en casa cuando he telefoneado. He mandado una dotación para que lo traigan inmediatamente. Daniel García Bofarull se encuentra jugando a tenis en su club. También he enviado dos agentes a su casa, entre ellos a Marqués; en cuanto llegue lo acompañarán hasta aquí. Espero que sepa disculparme, pero me sentía demasiado cansado para ir yo mismo.

—Ya ha hecho demasiado, Fermín, ahora váyase a su casa.

—¿Cuánto tiempo me da?

—¿Tendrá suficiente con un par de horas?

—Creo que me sobrará.

Salió sin decirme ni adiós. Debía de llevar más de veinte horas sin dormir. Había que reconocer que tenía una encarnadura excelente. A su edad se veía capaz de resistir tanto los excesos de la vigilia como los del alcohol. Moriría viejo. Me sobreviviría con toda probabilidad.

No pude pasar sola ni cinco minutos; al cabo de cuatro, Coronas entró pidiéndome una copia de la fotografía de Ivanov que había traído de Moscú. La separé del dosier y se la di.

—¡Dios! Es como un villano de película muda, el doctor Caligari o algo así.

—No, tiene exactamente esta pinta.

—Pues se volverán a mirarlo cuando vaya por la calle.

—De eso se trata, ¿no? ¿Qué piensa hacer?

—Entregarlo a todos los medios de comunicación. También les facilitaré otra foto de Miguel Palafolls.

—¡Joder, eso provocará un alud de llamadas! Me pregunto quién las atenderá.

Se encogió de hombros y salió llevándose el retrato. Allí concluía su labor. Lo envidié; como todos los jefes tenía bien acotado su campo de responsabilidad.

Nada más abrir la puerta de mi despacho saltó a mis ojos el rostro de Adrián Atienza. La primera impresión fue que estaba asustado. Aparte de eso me pareció un muchacho normal, un miembro más de la siempre estereotipada juventud. Alto, cabello negro, indumentaria informal. Lo interrogué entrando directa en materia y, de entrada, negó conocer a Palafolls. Su mueca de miedo indisimulado se hizo más patente aún después de haber efectuado semejante declaración. Decidí seguirle el juego y le describí físicamente al joven agente. No reaccionó. Entonces le confesé que era un policía infiltrado en la facultad. Registré minuciosamente la expresión de su rostro. Creí advertir que ya lo sabía: ni un rasgo de sorpresa. Estaba segura, aunque me habría gustado que estuviera presente Garzón y escuchar su parecer. Hasta allí habíamos llegado. El dato de que su teléfono figuraba en poder de Palafolls me lo guardé. Le dije que podía marcharse, pero que debía permanecer localizable por si tenía que volver a declarar. Creí observar en él cierto alivio nervioso cuando cruzaba la puerta de salida.

Parecía evidente que había mentido. Parecía evidente también que no podía tratarse del jefe o cabecilla de ninguna organización. Era un pardillo de índole especialmente torpe. Habría podido desembarazarse de nosotros simplemente admitiendo que conocía a Palafolls. Sí, habían tomado juntos un par de cafés al salir de las clases, o habían compartido unos apuntes. Eso era todo, probablemente no hubiéramos continuado acosándolo. Pero no se le ocurrió, se le antojó más seguro negar. Era un pardillo, un pardillo cuyo teléfono, por alguna razón, estaba en el bolsillo del policía desaparecido.

Ordené, sin demasiada fe, que lo vigilaran las veinticuatro horas del día. Quizá sólo fuese una víctima más, uno de aquellos muchachos castrados que nada sabía sobre el destino de Miguel Palafolls.

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