Mensajeros de la oscuridad (33 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

—¡Hola, Julieta! ¿Cómo estás?

La hice pasar. La conduje hasta la cocina y preparé café. Empecé a parlotear con una cháchara inútil. Todo iba bien, perfectamente bien. Dentro de muy poco tiempo encontraríamos a Palafolls, mentí. Permanecía callada, como si no me escuchara. Exhibía gesto exánime y aspecto desaliñado. Sin duda no había dormido o lo había hecho mal. Puse dos tazas humeantes sobre la mesa y me coloqué frente a ella con una sonrisa forzada. Antes de que pudiera continuar con mi estúpida verborrea tranquilizadora Julieta dijo:

—Un hombre me ha llamado a mi casa.

—¿Cómo dices? —pregunté, tensa.

—Dijo que tiene a Palafolls y que...

La detuve en seco.

—Cuéntamelo todo desde el principio, Julieta, y muy despacio, con todos los detalles, por favor.

—Me llamó un hombre ayer, preguntó a mi compañera de piso por mí.

—¿Tenía acento extranjero?

—Sí.

—Dijo que si quería volver a ver a Miguel tenía que venir a su casa y hablar con usted.

—¿Te dijo qué quiere de mí?

—Sólo hablar. Si usted le cuenta a la policía que van a quedar citados, Miguel morirá.

—¿Dónde hemos de vernos?

—No lo sé. Volverá a llamarme para decírmelo. También dijo que no intenten localizar su llamada porque no servirá.

—¿Qué más te dijo?

—Nada más.

—Muy bien, Julieta, lo que debes hacer ahora es regresar a tu casa y esperar. En cuanto ese hombre vuelva a ponerse en contacto contigo, llámame al teléfono móvil.

—¿Va a decírselo a alguien?

—No.

—¿Cómo puedo estar segura?

—Te doy mi palabra; sabes que no voy a poner en peligro la vida de Miguel.

La cogí por los hombros intentando tranquilizarla, pero estaba tranquila, sin aparente rastro de angustia, como si aquel cúmulo de sensaciones fuera de lo común le hubiera provocado una especie de estupor.

La vi marcharse, caminar como si sobre la espalda llevase un gran peso que le hacía bajar la cabeza. Acababa de descubrir que enamorarse de un policía tiene un componente imprevisible y peligroso; quizá no pudiera soportarlo.

Me serví un whisky e intenté pensar. Por supuesto, debí haberlo imaginado, si alguien reivindicaba el secuestro o ponía condiciones tendría que ser a través de Julieta. Probablemente el propio Palafolls la había señalado como intermediaria. Comenzaron las dudas. ¿Debía dar la voz de alarma en comisaría? Si lo único que quería el ruso era hablar conmigo, haría mejor no implicando a nadie. Luego, cuando al fin supiera cuáles eran sus aspiraciones, entonces quizá sería buen momento para comunicárselo a los demás. ¿Y a Garzón? ¿Se lo diría a Garzón? Garzón podía serme de ayuda, quedarse al tanto por si algo me sucedía, acompañarme hasta las cercanías del lugar de la cita... Pero ¿sería capaz de mantener la boca cerrada? ¿Iba a quedarse tranquilamente esperando mientras yo acudía a reunirme con Ivanov? Temía más que a nada aquel instinto proteccionista que de repente surgía en él. No, no me dejaría en paz, no se conformaría con el papel que le atribuyera yo. Discutiría, se escandalizaría por los riesgos que iba a correr sola, elaboraría planes alternativos para burlar al ruso... Definitivamente, haría peligrar la operación. Descarté contarle la verdad. Aquel asunto se empeñaba en escogerme a mí, y era yo quien debía llegar hasta el final.

Pasé el día moviéndome como una autómata, con la mente perdida y el oído en el móvil. Continuamos rastreando posibilidades y contabilizando llamadas, que seguían llegando, cada vez más absurdas, aunque la que de verdad nos interesaba no se produjo.

A las ocho fuimos a cenar al Efemérides. Pensé que sería un buen remedio para disminuir la tensión que sentía, pero me equivoqué, resultó peor. Pepe se interesó por saber los motivos que me habían mantenido alejada de su local en los últimos tiempos. Obviamente, estaba convencido de que nuestros escarceos iban a concretarse en algo más. Todo había sido culpa mía, desde luego; había hecho las cosas rematadamente mal. Uno debería salir cada mañana de su casa recién psicoanalizado, sabiendo lo que siente, y en este caso era sobre todo imprescindible no implicar a nadie en las propias inseguridades. Procuré estar un momento a solas con mi ex marido. Sus ojos de juego y diversión me indicaron que venía dispuesto a un reencuentro, aunque fuera fugaz. Le sonreí y, sin esperar a que hablara, le espeté:

—Pepe, ¿piensas que es bueno volver atrás?

Se percató de que algo se había torcido tras el lapso sin vernos. Suspiró con resignación.

—¿Qué quieres decir?

—Sólo quiero saber tu opinión sobre ese refugio sutil que es el pasado. Puso cara de fastidio.

—Petra, no me gustaba filosofar sobre nosotros mismos cuando estábamos casados, y en eso no he cambiado.

—Siempre pensaste que había otros temas para la filosofía, ¿verdad?

—Variados y abundantes.

Me eché a reír, y él asintió sonriendo.

—Ya veo, no te preocupes —dijo, y alejándose levantó la voz para añadir—: Toma lo que quieras, invita la casa.

Perfecto, pobre Pepe, era mucho más lógico no tener que dar ninguna explicación para algo que al fin y al cabo no había sucedido. Aunque, en realidad, la cosa era cargante, cada vez que me acercaba a Pepe era él quien salía perdiendo. No volvería a hacerlo nunca más. Sobre todo porque no siempre contaría con un bello príncipe ruso que me librara de la incipiente tentación. Fui a reunirme con Garzón, que charlaba en la barra en compañía de Hamed, pero de repente me sobresaltó el sonido del móvil. Interrumpí mi camino y contesté.

—¿Señora Delicado?

Nadie sino Julieta me llamaba así.

—¿Julieta?

—Ya está el contacto hecho. Tengo que acompañarla yo.

—Pero..., eso es imposible, yo...

—Ha de ser exactamente así. La espero en su casa dentro de una hora —dijo con sequedad, y colgó.

Garzón había estado mirándome mientras hablaba y, naturalmente, preguntó:

—¿Alguna novedad, inspectora?

—No, nada, una amiga con la que acabo de quedar. Ha llegado imprevistamente desde Madrid. Lo siento, mañana nos veremos.

Tuve la sensación de que no me creía, pero sin añadir nada hice un gesto de despedida y me marché. No tenía por qué darle explicaciones, y él no tenía por qué sospechar.

Por fortuna nunca había menospreciado la inteligencia de Ivanov. Haciendo que Julieta me acompañara se conjuraba en buena medida la posibilidad de una traición por mi parte, y en caso de que le hubiera preparado una encerrona, la chica alejaría el riesgo de disparos. No sé qué era lo que ella pensaba, pero su aspecto me resultó impactante cuando le abrí. Estaba pálida, tensa, espectral. Pasaba por un mal trago, se encontraba asustada, pero intentar serenarla de poco hubiera servido.

—Cuando quiera, nos vamos —fue lo único que dijo.

Descarté cualquier intento de presionarla para que me avanzara la dirección adonde nos dirigíamos. Ivanov nos llevaba al matadero y no teníamos más opción que la docilidad. Él dominaba la situación. Vi que Julieta había traído su propio coche, un Ibiza bastante cascado.

En ningún momento dudó del camino mientras conducía; supuse que quizá había ensayado el itinerario con anterioridad para evitar fallos en el momento culminante. Para mi sorpresa, observé que enfilaba hacia mi barrio, adentrándose en la parte «profunda», aquella que aún no había sido objeto de remodelación urbanística. Tomó la calle Badajoz, donde a aquellas horas, las agencias de transporte tenían cerradas las inmensas puertas de sus almacenes. No había ni un alma. Hacia el final de la calle se veía un edificio en construcción. Nos acercamos a él y la chica paró el coche en el chaflán.

—Según las instrucciones de ese hombre, yo debo quedarme aquí, esperándola en el coche hasta que termine. Usted entre en esas obras. —Señaló con los ojos una destartalada puerta metálica que estaba medio abierta dando acceso a la casa. Me extrañó que no me acompañara; estaba convencida de que Ivanov pensaba utilizarla como escudo humano.

Me adentré en aquel lugar inhóspito. Apenas veía dónde ponía los pies. Al tercer paso tropecé con algo duro, un trozo de cascote o un ladrillo. Temí perder el equilibrio y caerme. Avancé un poco más, tanteando el aire.

—¿Hay alguien ahí? —llamé. La poca luz que llegaba desde la calle ya no era perceptible. Me movía en una total oscuridad. Se me presentó claramente la posibilidad de que aquella cita no fuera más que una simple ratonera. Palafolls estaba muerto y el ruso sólo pretendía desembarazarse de mí. Me llevé la mano al bolsillo y palpé la pistola, recorriendo sus tranquilizadores contornos. No podía librarme al pánico, tenía que pensar. ¿Para qué querría verme muerta Ivanov? Un policía siempre es intercambiable. Volví a llamar:

—¡Hola! ¿Me oye alguien?

Entonces sentí una presencia detrás de mí, cercana, casi noté una respiración sobre la piel. Me volví bruscamente y distinguí los ojos verdes de Ivanov, luminosos en las tinieblas como los de un gato.

—Petra, ¿cómo está? —saludó con un tono envolvente y cadencioso.

—Apenas le veo, no podemos hablar aquí.

El ceceo de su risa suave me turbó.

—Vamos, inspectora, no sea exigente; de hecho, no está en condiciones de exigir.

Mis ojos iban habituándose a la mínima penumbra y los rasgos enigmáticos del ruso se me revelaron paulatinamente.

—La he hecho venir hasta aquí porque quiero llegar a un acuerdo con usted.

—¿Tiene en su poder al agente Palafolls?

Asintió con suavidad.

—Sí, así es: su joven policía está conmigo y nadie podrá dar con él si no soy yo.

—¿Cómo sé que está vivo?

—En este sobre hay una foto polaroid en la que su amigo sostiene el periódico de hoy. Véala cuando salga de aquí.

—¿Y qué...?

Me interrumpió acercándose tanto a mí que nuestras caras casi se tocaban.

—Silencio, querida amiga; por favor, deje de preguntar. Estoy corriendo un riesgo al estar aquí. Yo hablaré, usted sólo escuche.

Su voz era envolvente, melódica, palpitante como un corazón vivo y sus ojos no dejaban de mirar con fijeza a los míos. Las pestañas, que tamizaban la extraña luminosidad que irradiaba de ellos, subían y bajaban acompasadamente.

—Yo les entregaré a su compañero, pero ustedes me ayudarán a salir del país. Quiero dos billetes para Santo Domingo. Mañana sale un avión a las once. Llevaré a Palafolls conmigo, usted lleve policías de uniforme.

Antes de embarcar me dará los billetes y yo soltaré a Palafolls. No intenten nada o alguien morirá, estoy armado.

—¿A nombre de quién debe estar el segundo billete?

—A nombre de mi esposa, Natasha Ivanovna. Y no olvide que la presencia policial debe ser bien visible.

—¿De quién tiene miedo, Ivanov?

—¡Ah, Petra, el temor..., el temor que nos lleva y nos trae, que nos atenaza impidiéndonos actuar...! ¡El temor en el que nacimos, el que nos desvía de nuestra liberación...! Pero yo enseño a los hombres que no hay que temer. Sólo es necesario apartar de nosotros la ocasión de pecado, y después nunca volveremos a temer...

Susurraba hipnóticamente. Puso sus dedos sobre mis sienes y las apretó con suavidad, estaban fríos como esquirlas de hielo. Sentí un profundo sopor, una confusión de los sentidos. Se me aflojaron los brazos, las piernas, no podía reaccionar.

—La vida no es sino una concatenación de temores —prosiguió—, unos adquiridos, otros heredados..., pero el hombre es un ser fuerte y valiente, mi querida Petra, y su purificación llegará a hacerlo omnipotente.

Sacudí la cabeza intentando volver en mí, pero el influjo de aquella presencia era poderoso, y su voz actuaba como un arrullo que anulaba mi voluntad.

—Haga todo lo que le digo, Petra, y las cosas saldrán muy bien. Yo desapareceré una vez sembrada la semilla de pureza, que en algún momento germinará. No volverá a verme nunca, seguiré mi labor en otra tierra, muy lejos de aquí...

La dulce cantinela se oía cada vez más lejana, pero yo era incapaz de dilucidar si mi oído estaba debilitándose o si en realidad Ivanov se apartaba de mí. Dejé de oírlo, o eso me pareció. Mi conciencia luchaba por abrirse camino entre aquella especie de sueño autoinducido. Me senté en el suelo. Formé una pequeña caverna con las manos frente a mi boca y respiré mi propio dióxido de carbono. Muy lentamente empecé a reaccionar, a notar la sangre correr por mis venas, hormigueante. Me levanté, anduve hasta la salida. De pronto, temí haber sido despojada de mi pistola durante la semiinconsciencia; eché mano al bolsillo, pero estaba allí. Llegué hasta la esquina. No había ni rastro de Julieta y su coche. Caminé por las anchas calles desiertas hasta encontrar Pedro IV, una de las arterias principales. Esperé con la vista atenta al flujo de tráfico. Paré un taxi. Subí.

En el trayecto hacia casa pensaba obsesivamente en lo que acababa de sucederme: ¿hipnosis, autosugestión, influjo satánico? Cualquiera de aquellas posibilidades repugnaba mi racionalidad. Decidí dejar la experiencia pendiente de catalogación. De momento, debía tomar decisiones. Una: mandar a alguien para que registrara el edificio en construcción. Dos: averiguar dónde estaba Julieta. Podía darse el caso de que hubiera sido tomada como nuevo rehén. Me dolía la cabeza. Todo aquello había sido extraño, demasiado extraño. En cuanto llegué a mi casa llamé a Julieta. Su compañera de piso me dijo que se acababa de acostar.

—¿Estaba bien? —pregunté.

—Pues sí, ¿quiere que le avise?

—No, déjelo; mañana la llamaré.

A la mañana siguiente me esperaba en comisaría un numerito de fuegos artificiales. La narración de mi entrevista con Ivanov hizo que Coronas se pusiera por las nubes y Garzón, naturalmente, lo secundó. Había sido una inconsciente y me había saltado a la torera las normas de seguridad general. Muy bien, aparte de decirme aquello, ¿qué pensaban hacer? ¿Por qué nunca se cansaban de sus labores de protección? Supuse que lo consideraban un deber, por lo que escuché con paciencia.

Cuando terminó la sesión de «denuestos por mi bien» dije que tenía que hacer unas llamadas y me largué a mi despacho. Dejé la foto polaroid de Palafolls sobre la mesa del comisario. Telefoneé de nuevo a Julieta. Nadie contestó.

Caminé hacia el despacho de Garzón. Era extraño que la chica no me hubiera preguntado por las conclusiones de mi entrevista, por la liberación de Palafolls. Quizá se encontrara afectada por todo aquello, o alterada a causa del estrés. O quizá, y esa posibilidad me espantó, tenía a su lado a Ivanov apuntándole con una pistola. Aunque nada de aquello era lógico. Si bien... Quedé un momento abstraída. Una gran afluencia de pequeños detalles empezó a pugnar por hacerse espacio en mi memoria. Dejé de caminar. Miré al suelo con intensidad demente y, acto seguido, desvié mi itinerario hacia la centralita donde estaba Marqués. En cuanto me vio, abandonó el teléfono y me miró con ojos exhaustos.

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