Mensajeros de la oscuridad (34 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

—No hay novedades interesantes, inspectora. Han llamado de...

—No es eso lo que quiero preguntarle, Marqués. Escúcheme y piense bien antes de contestar. ¿Fue usted quien avisó a Julieta de que Palafolls había desaparecido?

Negó varias veces con la cabeza, rebuscando entre sus recuerdos. Por fin dijo:

—No, yo no la avisé.

—Entonces, ¿quién lo hizo?

—No tengo ni idea, inspectora.

Salí de la habitación y Marqués me siguió. Encontramos a Garzón y Coronas por el pasillo. Tampoco ellos habían puesto en conocimiento de Julieta que su novio había sido secuestrado. De hecho, nadie le había avisado. ¿Porque era un asunto secreto? No, simplemente porque no se les ocurrió. Y sin embargo Julieta se presentó en mi puerta llorando su triste suerte. ¿Una inspiración paranormal? Mandé que fueran a buscarla y la trajeran a comisaría inmediatamente, aunque me apostaba algo a que no podrían localizarla. Pero no tuve oportunidad de darle muchas más vueltas al asunto. Coronas quería verme en su despacho. Estaba cabreado.

—Sus métodos son cada vez menos ortodoxos, Petra, y eso no se lo puedo consentir.

—He estado implicada muy personalmente en este caso, comisario.

—Eso da igual. Usted no es más que un eslabón de la cadena policial, exactamente como yo.

—Lo sé, señor.

—Lo sabe pero se lo pasa por las narices. Acude a una cita con el principal sospechoso del caso, hace un pacto con él...

—Yo no pacté nada. Estaba en juego la vida de Palafolls, y aún lo está. ¿Qué piensa hacer con respecto a lo que usted llama pacto?

—Es evidente que ese tipo le teme a sus compinches de Moscú.

—Se trata de un hombre inteligente. Con el plan que ha ideado nosotros le brindamos protección. Nos dará a Palafolls, pero seguirá teniendo como rehén a Julieta, para ella es el segundo billete de avión que reclama. Se la llevará.

—¿Por la fuerza?

—No sabemos desde cuándo viene obligándola a actuar para él.

—Sabía perfectamente que la mafia iba a venir a buscarlo. No son gente que perdone. Quizá Ivanov hizo sus planes hace tiempo.

—¿Alguien ha visto a los dos hombres de Esvrilenko?

—No, si están aquí, han sabido esconderse bien.

—O sea, comisario, que al final tendremos que ayudar a huir al hombre que buscamos.

—Si no hay otro remedio para liberar a Palafolls...

—¿Hay tratado de extradición con Santo Domingo? O a lo mejor podríamos advertir al comandante del avión...

Sonrió.

—Le tiene ganas a ese ruso, ¿verdad, Petra?

—Me gustaría que no continuara su labor purificadera en otro lugar. Estoy segura de que lo hará. Volverá a aliarse con cualquier organización delictiva que lo acoja y oculte y reincidirá en su labor espiritual.

—Sé que toda esta historia ha pivotado directamente sobre usted, y la ha llevado bien. Más que eso, muy bien. Pero le ruego que se serene. Ahora no lo podemos estropear.

—No, señor —dije, y me tragué la saliva amarga.

Naturalmente, Julieta estaba inencontrable. Su compañera de piso había mentido la noche anterior. Era lo que Julieta le había pedido que dijera si llamaba yo. Sinceramente espantosa mi actuación. Todo había sucedido frente a mis propias narices sin llegar a sospechar.

Una hora más tarde los billetes estaban preparados sobre la mesa de Coronas. Éste ordenó una dotación especial llamativa, tal y como Ivanov había pedido. Comprendí que no había nada que hacer, el ruso se escapaba. Aquel caso jamás podría clasificarse como «cerrado». Mi sentimiento de frustración era tremendo. En ningún momento había enfocado aquello como una partida de ajedrez, pero se me ocurría que Ivanov nos había ganado con una jugada maestra. La sensación de inutilidad sería máxima cuando aquél subiera al avión. Nada podíamos intentar. Coronas quería seguridad máxima, y que nadie más muriera. No había orden de captura internacional, por lo que Interpol no intervendría y con Santo Domingo no había tratado de extradición. Se iba, y se llevaba a Julieta con él. Ni por un momento se me ocurría pensar cuáles eran sus planes para la chica. ¿La dejaría volver? En cualquier caso, debíamos estar atentos, los hombres de Esvrilenko podían aparecer. Por si me había quedado alguna duda sobre los planes conservadores, Coronas irrumpió una vez más en mi despacho para repasarlos línea por línea. Ya no se fiaba de mí.

—No quiero que nadie sufra el más mínimo riesgo, ¿entendido? Ni Palafolls ni nosotros ni los viajeros que circulen por el aeropuerto.

—¿No intentaremos una última negociación para que nos devuelva a Julieta?

—Definitivamente, no. Es posible que cuando vea que sus compinches de la mafia no están allí, la libere de grado. Esa chica supone una complicación para él. Y si no es así, en cuanto llegue a Santo Domingo la soltará. Ya nos hemos puesto en contacto con el embajador.

—¿Y si la mata?

—No lo hará. Sería una muerte inútil para él, y no puede permitirse levantar sospechas en un país al que acaba de llegar.

—Pero...

Se puso histérico.

—¡Basta ya, Petra, basta! He dado unas órdenes y quiero que se cumplan; todo el mundo aquí tiene que obedecer.

En ese momento entró un guardia sin llamar.

—Comisario...

Coronas se puso más colérico aún.

—¿Y usted qué coño quiere? ¿Es que no le han enseñado a pedir permiso antes de entrar?

—¿Da usted su permiso, comisario?

—¿Mi permiso? ¿Mi permiso para qué?

El guardia, amilanado, farfulló:

—Han encontrado al ruso, señor.

Nos cambió la expresión a los dos. Noté el corazón encogérseme en el pecho.

—¿Dónde, dónde está? —casi grité.

Entonces el guardia llegó al colmo de la confusión y, con un hilo de voz, respondió:

—Lo han encontrado muerto, inspectora.

Coronas dio un golpe tremendo sobre mi mesa y aulló:

—¡Me cago en la puta, haber empezado por ahí!

El desconcierto general tras la noticia dio lugar más tarde a la desesperación. Si Ivanov estaba muerto, se anulaba la posibilidad del rescate de Palafolls. E Ivanov estaba muerto, yo mismo lo pude constatar. Lo hallaron en el interior de un container de basura al lado del Borne. El basurero se percató de que algo extraño sobresalía de la tapa. Era un pie, el pie derecho de Ivanov. Tanto el juez como nosotros pudimos dar fe de la extraña postura del cadáver. Los pies estaban atados al cuello por la parte de la espalda. Alguien había puesto todo su peso en la cuerda tirante, de modo que lo estranguló. Estremecedor. Tenía los ojos abiertos. No había en ellos nada especial, ni fuerza ni luz ni potencia demoníaca, sólo el vidrio turbio de la muerte.

—Métodos de pura mafia. Este tipo tenía mucha razón al temer a los hombres de Esvrilenko; por fin han dado con él. Algo que nosotros no hemos podido conseguir —sentenció Coronas—. Creo que de ahora en adelante habrá que poner más atención a los rusos que puedan operar en nuestro país. ¿Qué va a hacer ahora, Petra?

—Intentar localizar a Julieta. Hablaré con su compañera de piso, quizá...

—Que vaya Garzón. He ordenado una batida exhaustiva del barrio del Borne y quiero que usted me acompañe. Quizá en las inmediaciones encontremos a Palafolls. No debe quedar almacén o piso vacío sin inspeccionar. También he ordenado que el cadáver de Ivanov pase a manos del doctor Montalbán, que ya es un especialista en este caso.

Asistí a los trabajos de registro privada de la mínima confianza en el hallazgo de Palafolls. Que el cuerpo del ruso hubiera ido a parar allí no significaba que su escondrijo durante aquellos días hubiese sido el mismo barrio. De haber resultado de ese modo probablemente hubiéramos encontrado, junto al de Ivanov, el cadáver de nuestro policía. Pero aún quedaba una posibilidad de que estuviera vivo, si bien, a medida que pasaban las horas, ésta se iba debilitando. Me encargué de pasar un fax a Rekov para darle cuenta de las fechorías de los secuaces de Esvrilenko. ¡Quién sabía, quizá pudiera echarles mano una vez de regreso en Moscú! Nosotros no los encontraríamos jamás; a aquellas alturas debían de ir camino de un aeropuerto europeo desde donde tomar un avión a Rusia en condiciones de plena seguridad. ¡Buen trabajo! Me hubiera gustado contar con ellos del lado de la ley.

Apenas una hora después de haberse marchado, me llamó Garzón al teléfono móvil.

—¿Inspectora?

—¿Ya ha encontrado a la compañera de Julieta?

—No. Pero no ha sido necesario. Julieta acaba de llegar.

—¡¿Cómo dice, qué?!

—Vamos hacia comisaría; le sugiero que nos encontremos allí.

—Voy inmediatamente.

Me despedí de Coronas dándole una mínima información. Estaba harta de que metiera las narices en todo.

Encontré a Julieta relajada, casi sonriente, pero tanto su sonrisa como su relajación eran extrañas, autosuficientes y carentes de contexto. Me saludó como si nos dispusiéramos a tomar el té.

—Señora Delicado, ¿cómo está?

—Bien, Julieta, ¿y tú? ¿Cómo estás tú?

—Estoy bien.

—Cuéntanos.

—No hay nada que contar.

Me senté frente a ella, observándole de hito en hito.

—¿No hay nada que contar? Sabes que ese hombre, Ivanov, ha sido encontrado muerto, ¿verdad?

Quedó callada, sin dar el más leve síntoma de sorpresa.

—Sí, lo sé. Así descansará. Así descansaremos todos por fin.

En su rostro seguía pintada la estúpida sonrisa.

—¿Así descansará también Miguel?

Me miró.

—Sí, así descansará —dijo.

Garzón se removió nervioso. Levanté los ojos hacia él, luego los fijé de nuevo sobre la chica. Le hablé con mucha dulzura.

—Julieta, tú también eres una
skopi
, ¿verdad?

No cambió de expresión.

—Sí, lo soy.

Al subinspector se le cayó el cigarrillo de las manos. Le hice una seña de que permaneciera callado.

—Ivanov contactó hace tiempo contigo, ¿verdad?

—Sí.

—Y tú entraste a formar parte de su religión.

—Sí.

—Por indicación de ese hombre te propusiste enamorar a Miguel Palafolls, y lo conseguiste.

—Sí.

—Y has estado informando al ruso de todo cuanto podías ver.

—Sí.

—¿Y ahora?

—Ahora ya no iré a Santo Domingo a llevar la palabra de la pureza.

—No, ya no irás, eso se acabó.

—Pero me quedaré aquí y daré fe.

Tragué saliva, me arriesgué.

—Sí, desde aquí también puedes dar fe. Y dime, Julieta, ¿tú sabes dónde está Palafolls?

Me miró sonriendo y no abrió la boca. Me fijé en que Garzón había agarrado la mesa con ambas manos y que estaba haciendo grandes esfuerzos para ocultar su estado de tensión. Continué con toda suavidad.

—Como tú has dicho, Ivanov está muerto. Todo esto ha sido un sueño, pero hay que despertar. No querrás que Miguel muera, ¿verdad?

—Nadie muere cuando es puro.

Lo intenté de nuevo.

—Dinos dónde está, Julieta, por favor.

Dejó de sonreír y me miró con una resolución que me asustó. Luego dijo:

—No hablaré. No diré nada más. Nunca, nunca.

—Pero, Julieta...

—No diré nada más.

Garzón no pudo aguantar por más tiempo y soltó a grito pelado:

—¡Ya basta de tonterías! ¡La pureza, la hostia! ¡Te vas a pudrir en la cárcel! ¿Me oyes? ¡A pudrir! Dinos dónde está.

La chica lo miró enquistando en su boca la misma sonrisa. Garzón se desesperó:

—¡Habla, habla!

No respondió. Cogí del brazo al subinspector y lo hice salir.

—Me temo que es inútil, subinspector, no piensa decirnos nada.

—¿Cómo que no? ¡La voy a coser a hostias, la voy a matar!

—¿Quiere tranquilizarse? Con violencia no llegaremos a ninguna parte.

—¿Y qué vamos a hacer, cruzarnos de brazos para que la chica no se traumatice? ¿Esperar a que Palafolls se quede muerto en cualquier rincón de esta puta ciudad?

—¡Si chilla no puedo pensar! ¿Me oye? ¡No puedo pensar!

Se quedó paralizado ante mi grito. Proseguí, bajando la voz:

—No podemos sumarnos a esta locura colectiva, Fermín, ahora menos que nunca. Procure serenarse.

Suspiró profundamente.

—Perdone, es verdad.

Me apreté los ojos con las manos y permanecí en esa postura hasta que mi teléfono móvil sonó. Contesté, asentí, colgué. Me encaré con Garzón.

—Es el doctor Montalbán. Ya tiene el resultado de la autopsia de Ivanov. Vamos a hablar con él. Antes de salir, haga que localicen al padre Villalba. Vamos a dejar estos interrogatorios en manos de un experto. Que nos espere en comisaría. Calcule que dentro de una hora estaremos de vuelta.

Asfixia inducida por la presión de una cuerda alrededor del cuello. Así de simple era el dictamen de Montalbán. Dejó caer sus pesadas gafas sobre la nariz y continuó:

—Murió alrededor de las tres de la mañana. Un esparadrapo firmemente pegado en la boca impidió que pidiese ayuda. Luego se lo arrancaron, un trabajo muy profesional.

—¿Se resistió?

—Mínimamente; aparte de las marcas en las manos, cuello y pies, apenas existían excoriaciones. Debía de estar seguro de que no podría escapar. El paquete que hicieron con él le deparó una muerte cruel. Había oído mencionar el sistema utilizado por la mafia italiana, pero nunca había visto nada igual.

—Es evidente que la mafia rusa lo ha adoptado.

—Sí, una terrible exportación.

—¿Está castrado?

—No.

—¡Maldito cabrón! —susurró el subinspector.

—Los que predican una religión no siempre cumplen sus preceptos —comentó Montalbán.

—¡Una vez dentro de la locura cualquier cosa es posible!

Garzón me miró, acusador.

—Puede que estuviera loco —dijo—, pero guardó el suplicio de la castración para los demás.

Montalbán intervino de nuevo:

—Amigo Garzón, ¿quién puede saber cuáles son los motivos que impulsaban a este hombre a una conducta tan estrafalaria? ¿Locura, ansia de dominio, traumas infantiles, simples motivos económicos? Los profetas suelen ser indescifrables.

—¡Pues me cago en la madre que los parió! —resumió palmariamente mi compañero.

—¿Podemos ver el cadáver? —pregunté atajando otra posible «guerra de religión.»

Montalbán nos acompañó hasta la camilla en la que yacía el malvado Ivanov, pendiente de ser almacenado. ¡El malvado Ivanov! Incluso después de muerto no había perdido su imponente presencia. Sin embargo, la piel de la cara presentaba una coloración amoratada debido a la sofocación y los ojos se adivinaban hinchados bajo los párpados. El
rigor mortis
era grotescamente evidente en las puntas de los pies, que se curvaban hacia arriba como babuchas.

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