Mensajeros de la oscuridad

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

 

Alguien envía por correo a la inspectora Petra Delicado una serie de paquetes con un contenido muy peculiar: penes amputados. La consiguiente investigación no arroja resultados positivos, pero a medida que la inspectora y el subinspector Fermín Garzón se van adentrando en el laberinto de minúsculas pistas de que disponen, una realidad monstruosa va cobrando forma. Los lúgubres envíos no son producto de una mente torturada ni de un enajenado sexual, sino de algo de proporciones mucho más inquietantes...

Esta es la tercera entrega de la serie creada por Alicia Giménez Bartlett, una magnífica saga policiaca a la española, con vigorosas tramas y personajes verosímiles, que ha recibido una calurosa acogida por parte de la crítica y los lectores.

Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad

Petra Delicado - 3

ePUB v1.0

RufusFire
13.02.12

AGRADECIMIENTOS

A la doctora Itzíar Idiaquez, forense del Juzgado n.° 11 de Barcelona, que me informó sobre los variados y complicados problemas médicos que llevó aparejados la redacción de la presente novela, sin impacientarse ni horrorizarse un segundo.

A Mari Luz Sanz y Joaquín Pastor, farmacéuticos y analistas, que me asesoraron en las cuestiones químicas que aparecen en el libro, y que estaban siempre dispuestos a atenderme en mis numerosas llamadas telefónicas.

Al periodista y escritor Pepe Rodríguez, conocedor de la verdadera y falsa espiritualidad del hombre, por sus abundantes libros de información impagable que no sólo yo sino toda la sociedad debería agradecer.

Al escritor y crítico Alberto Hernando, que dio con una de las principales claves argumentales de
Mensajeros de la oscuridad
y me puso en la pista de una bibliografía que se reveló imprescindible.

A Pilar Fraguas, de la librería Síntesis de temas espirituales, psicológicos y esotéricos, que encontró para mí libros inencontrables sin los que no hubiera podido trabajar.

A Conchita Martínez y José Ramón Ollés, que con su profundo conocimiento de la Biblia me ayudaron a escoger los fragmentos ideales para mi trama novelesca.

A todos ellos, mi público reconocimiento.

Nota

Todos los temas desarrollados en esta novela proceden, por inverosímil que parezca, de la más absoluta realidad. La vida siempre supera la ficción.

1

Todo ocurrió por culpa de la maldita televisión. Bien, eso es exagerado, digamos que mi implicación en todo aquel asunto endiablado se produjo a causa, y aquí no cambio ni una coma, de la maldita televisión. Aunque quizá debería mostrarme más honesta y confesarlo; en el fondo, yo fui la responsable principal. ¿De qué?: de aparecer en la maldita televisión. ¿Por qué?: quizá por no poder sustraerme a su influjo cautivador de voluntades. Ésa fue una buena razón, si bien no la mayor. Lo que en verdad sucedió es que me dejé tentar pretendiendo, encima, quedar bien. Un buen día me llamó el comisario a su despacho y se puso a perorar sin tema concreto: los tiempos han cambiado mucho, la imagen de la policía no puede tratarse a la ligera, hay cosas que cada vez van a más... Inmediatamente supe que estaba tratando de pedirme que hiciera alguna cosa que no se contaba entre mis obligaciones. Y no es que se trate de ninguna maravilla mi capacidad de deducción, sino que cuando el comisario desea que ejecutes algo que te corresponde por deber, su estilo es ladrar una orden y en paz. En efecto, así era. Tras los primeros escarceos teóricos me hizo saber que querían entrevistar a alguien del departamento en un programa de televisión. Habían dejado en sus manos escoger quién debía participar y, naturalmente, él se había hecho un razonamiento nada original, justo ese razonamiento que estoy harta de oír, que carga, que ofende, que taladra, que reduce las neuronas a polvo sideral, y no es otro que: «Siempre queda mejor una mujer.» Parezco convencida de lo que digo, ¿no es cierto? Bueno, pues a pesar de ello acepté. La vanidad, siempre atisbando desde un rincón, me hizo pensar que quizá sería preferible que fuera yo quien diese la cara y, midiendo mis palabras, consiguiera que el Cuerpo de policía no quedase del todo mal.

Y así sucedió. Llegado el día de mi aparición estelar, un chófer de los estudios vino a buscarme y nos encaminamos hacia las instalaciones de Sant Cugat. Allí iba a ser entrevistada por Pepe Pedrell, un periodista que se había hecho famoso gracias a sus encuentros televisivos con gente que no era la habitual. Nada menos habitual que un poli charlando distendidamente, y como Pedrell se encargó enseguida de recordar, aún menos habitual si se trataba de una mujer. Ya por completo convencida de la particularidad de mis gónadas, y tras una charla intrascendente sobre todo lo general, pasamos a la entrevista propiamente dicha.

Puede que los personajes que el periodista invitaba no estuvieran entre lo común, pero sus preguntas sí incidían una y otra vez en ese lugar. Yo, al principio, contestaba con cierta timidez, pero cuando ya llevaba cinco o seis respuestas empecé a sentirme cómoda en aquel hábitat tan ajeno a mí. El ambiente de silencio, la atención puesta sobre mis palabras... no sé qué mosca me picó, pero lo cierto es que me sentí como Gloria Swanson en el pináculo de su estrellato, y como una auténtica estrella me comporté. Busqué expresiones ingeniosas, relajé la expresión, coqueteé con cámara y presentador, intenté mostrarme humana, sincera, cariñosa con el delincuente, rigurosa con la ley... Tan cómoda me encontraba y tan imbuida de mi papel, que cuando se cortó la imagen final todo mi ser pedía más y más cancha, un poco de protagonismo extra, al menos una escena cumbre a lo Margarita Gautier lanzando entre esputos sanguinolentos delicadas palabras de amor.

Una vez en mi casa, me arrepentí. ¿No sería todo aquello una magna gilipollez?, ¿no me había excedido?, ¿no había proyectado un carisma del que carecía en realidad? Enfadada conmigo misma por haberme dejado engatusar hasta tal punto y por haber perdido en cierto modo la dignidad, me fui a la cama entre nubarrones de mal humor. Nada más injustificado, sin embargo, un arrebato estúpido que hubiera podido ahorrarme, puesto que al día siguiente cuando aparecí por comisaría me esperaba un auténtico homenaje popular. Para empezar, los guardias de la puerta me aplaudieron. Miré hacia atrás por si me seguía algún notable, pero era a mí. «¡Anda, inspectora, que no estaba usted guapa ni nada!» Me enternecí bobamente: «¿Guapa?» «Más guapa que la hostia, con perdón.» Les había gustado en la tele. Pero no eran los únicos. Mientras avanzaba por el pasillo tenía que ir parándome para recoger las muestras de entusiasmo. Los halagos presentaban curiosamente un formato técnico y profesional, un estilo que demostraba hasta qué punto la gente dominaba el lenguaje del medio. «¡Qué mando sobre el encuadre!», me soltó un colega inspector. «¡La cámara la quiere!», dijo una secretaria. Y en el colmo del virtuosismo la señora de la limpieza exclamó: «¡Sostenía usted el plano que daba gusto!» Era obvio que todos andaban en los secretos de la diosa televisión. El propio comisario me llamó a su despacho para felicitarme, encantado con la imagen del Cuerpo que proyecté y, llevando como siempre el agua a su molino, reflexionó: «Yo ya sabía que era usted la persona ideal.» Confusa y hasta mareada me metí en mi despacho huyendo de la súbita fama. Pero allí me esperaba Garzón con una sonrisa irónica que le comunicaba ambas orejas como un acueducto. «¿Habrá que ponerle tres estrellitas en la puerta del camerino?», preguntó, y luego siguió en el mismo tono: «¿Hablo con su representante o puedo dirigirme directamente a usted?» Cuando se encaminaba a una tercera pregunta florida de sorna, le espeté: «¡No me joda, Garzón!», que era la fórmula mágica tantas veces utilizada para atajar cachondeos incipientes. Entonces mi compañero y amigo querido se echó a reír y me felicitó de verdad con la frase que más agradecí: «Estuvo usted muy bien», dijo. Y yo, halagada y tontorrona, le creí.

No fueron aquéllos los últimos momentos de gloria. Tres días después, la estela de mi éxito tomó forma de baño de masas epistolar. Empezaron a llegar a comisaría montañas de cartas originadas por la entrevista. Se distinguían perfectamente del resto de correspondencia ordinaria porque mi nombre aparecía en los sobres como: «Petra Delicado Gonzálvez», segundo apellido que figuró equivocado en pantalla, puesto que el mío auténtico es González. Tomé la costumbre, durante las jornadas en que duró tal aflujo, de abrir las cartas a última hora de la tarde, concluido ya el trabajo habitual. Garzón solía venir a mi despacho y grapaba sus papeles del día mientras yo me dedicaba a aquella tarea. Lo hacía porque sentía curiosidad, y yo, de vez en cuando, para saciarla, iba leyéndole algún párrafo curioso o comentándole incidencias que encontraba escritas allí. En realidad estaba asustada por la repercusión que puede llegar a tener la maldita caja mediática, por las diferentes corrientes internas y sentimientos que despierta una aparición en quien la ve desde su casa. Aquel atardecer, con Garzón sentado en la otra mesa absorto en sus cosas, le leí el siguiente fragmento: «Mi padre pasó por varios procesos judiciales acusado de robos y estuvo en la cárcel. La policía nunca lo trató bien. Viéndola a usted por televisión estoy segura de que ahora quizá fuera diferente. Un sincero abrazo: Mari Carmen.» Garzón me miró.

—No estoy seguro de que eso sea verdad —dijo.

—Ni yo tampoco —repuse.

Por fortuna había otras misivas menos culpabilizadoras. «Su jersey era monísimo», me decía una señora. Y un caballero de Bilbao afirmaba: «Llevo una estadística privada en la que contabilizo las veces que los entrevistados en los programas televisivos dicen «
en consecuencia
». Es apabullante, créame. Debo felicitarla porque usted no lo dijo ni una sola vez.» El subinspector soltó una risotada y continuó grapando documentos sin piedad.

—La gente es rara, ¿verdad, Garzón?

—Más que un perro verde, inspectora.

Entre toda la correspondencia acumulada sobresalía un paquetito postal. No le di más importancia porque ya había recibido uno el día anterior. Una anciana me había enviado como regalo un pañuelo de los que solía bordar en sus horas solitarias. Me conmovió. Aun así un paquete es siempre más llamativo, por lo que después de abrir unas cuantas cartas le di prioridad. De tamaño pequeño y envuelto en vulgar papel de embalaje, ostentaba el inequívoco error de apellido que lo identificaba como proveniente de alguno de mis admiradores de aluvión. Bajo el envoltorio había una caja de plástico negro y, al abrirla, vi en su interior una cuidada superficie de algodón. ¿Una joya? Lo aparté por un lado y... lo que apareció me hizo retirar instintivamente los dedos como cuando uno ha estado a punto de tocar un insecto de pinta dudosa. Muda, progresivamente incómoda y alterada, intentaba identificar lo que tenía ante mí. Era una bolsita de plástico transparente, nueva y sin arrugas, que guardaba dentro algo así como... Empecé a notar una náusea inconcreta que me apretaba el estómago.

—Garzón, ¿puede venir un momento? —musité.

Garzón, distraído, contestó con un mugido interrogante.

—¿Mmm?

—Garzón, venga, por favor.

Se quitó las gafas de concha acercándose cansino hasta mi mesa.

—¿Puede echarle una ojeada a esta cosa? —dije desfalleciente.

El subinspector se acercó despreocupado y miró. Yo lo estaba observando y vi en su reacción el mismo gesto inconsciente de repugnancia que mi cara debió de haber tenido segundos antes.

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