Read Mensajeros de la oscuridad Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¿Qué es eso? —preguntó, con los ojos aún fruncidos por el asco y la extrañeza.
—No sé, estaba en un paquete que acabo de abrir.
Pasaron unos minutos interminables. El objeto ejercía sobre nosotros una clara fascinación. Era... era algo difícil de describir, algo sin forma contundente, más bien un pingajo alargado que a todas luces parecía orgánico. De pigmentación entre cerúlea y amoratada, flotaba en un poco de líquido incoloro. Garzón hizo un movimiento hacia la caja que yo interrumpí con un ansioso: «¡No lo toque!», pero lo único que él pretendía era rozarlo levemente con un bolígrafo. La bolsita se desplazó y el misterioso contenido demostró que tenía peso y elasticidad. El subinspector repitió la operación. Luego, rascándose con ahínco la mejilla, sentenció:
—Petra, o yo estoy perdiendo el juicio o esto no es otra cosa que un pene humano.
Me acometió un ligero temblor.
—De eso se trata, ¿verdad?, de un pene seccionado. Yo había pensado lo mismo.
Repentinamente, el subinspector Garzón fue preso de una reacción incomprensible. Se puso muy nervioso.
Corriendo a derecha e izquierda sin destino aparente, balbuceaba:
—¡Pero esto no puede ser!, ¡hay que hacer algo!, ¿de quién es este pene?, ¡a lo mejor aún es posible reimplantarlo!
Era como si hubiera sufrido una pérdida de lógica momentánea. Lo atajé:
—Pero ¿qué está diciendo, Fermín?
Él continuó cada vez más excitado.
—¡Naturalmente, Petra, lo he leído muchas veces en los periódicos; aunque esté completamente cortado pueden volver a hacer que funcione otra vez!
Lo tomé por un brazo y le hice mirarme:
—¡Vamos, vuelva a la realidad! Esa operación sólo es posible si la ablación acaba de producirse. Además, Fermín, ¿reimplantárselo a quién?
Fue como si, tras un pasmo, regresara a la cordura. Se serenó y miró de nuevo el triste despojo.
—Pero ¿estamos seguros de que es lo que parece ser?
Sin duda el bueno de Garzón se encontraba bajo un síndrome que yo ya conocía. De hecho, muchas veces me había resultado chocante leer en los periódicos hasta qué punto provocaba auténticas movilizaciones una castración traumática. Los equipos médicos se galvanizaban, corrían como locos para llevar a cabo el intento de reimplante; hasta mis colegas, normalmente bastante pasivos si se trataba de un delincuente, se sumaban a la carrera común para salvar el miembro disgregado. Siempre pensé que era algo atávico entre varones, una solidaridad innata frente al totémico instrumento.
—Vayamos despacio, subinspector. —Busqué los papeles de embalaje que acababa de retirar y los examiné. Ningún remitente. Mi nombre y dirección habían sido escritos con aséptica letra de ordenador. Me fijé de nuevo en mi segundo apellido errado. En efecto, aquel regalito sorprendente provenía de algún espectador de mi entrevista. Dejé cuidadosamente el envoltorio sobre la mesa—. ¿Qué le parece, subinspector, vamos a hacerle una visita al comisario? Seguro que le gustará echarle una ojeada a este obsequio.
—¡Joder!, espero que no esté tomándose su café con leche de la tarde, se le va a atragantar.
Al comisario no se le atragantó nada excepto sus propias palabras. Lo hicimos venir a mi despacho para no tener que tocar la caja, y cuando la tuvo delante su reflejo fue parecido al nuestro, un movimiento de repulsión. Sin embargo, pasado un momento su reacción verbal fluctuó singularmente entre la mística y los bajos fondos.
—¡Dios eterno! —exclamó—. ¡Si parece una polla!
Llegados a ese punto, nadie osaba decir gran cosa. Aquel paquete instalado sobre mi mesa de despacho ejercía un efecto intimidante. Por fin el comisario hizo lo que debía: pidió que viniera alguien del departamento de analítica. Poco después uno de nuestros hombres se llevó la caja cogiéndola con unas pinzas, y también el papel de envolver. No tardaríamos mucho en tener la primera impresión de huellas. Una vez libres de aquel incómodo elemento, un aire misterioso invadió el lugar. Estábamos perplejos.
—¿Dónde estará el resto?
—¿Qué resto?
—El resto del hombre.
Comisario y subinspector fueron recorridos por un visible escalofrío.
—Puede ser un muerto o alguien que continúa vivo.
—Puede ser un loco que se ha autolesionado al verla a usted en televisión.
Di un respingo de alarmada sorpresa.
—¿Por qué iba a hacer alguien una cosa así?
—Porque ese alguien está loco y se ha enamorado de usted. Comprende que es un amor imposible y le manda su pene; ésa es la única manera que tiene de que tal parte de su cuerpo esté cerca de la amada.
Miré al comisario de hito en hito. Siempre me había parecido un hombre vulgar, sólo preocupado por los temas más políticos del servicio. Pero no, el comisario Coronas tenía, como casi todo el mundo, una novela en su caletre que afloraba cuando lo requería la ocasión. Intenté bromear.
—Comisario, comprendo que para enamorarse de mí haya que estar un poco loco, pero... ¡tanto!
—Déjese de coñas, Petra, hay mucho pirado por ahí. Es algo que siempre he pensado, ¿acaso tenemos ni la más mínima idea de la influencia de la televisión? Nadie puede imaginar quién está recibiendo imágenes y mensajes en la intimidad de su hogar, donde puede librarse a todo tipo de desvaríos.
—Sí, y además hay que reconocer que estaba usted muy guapa con aquella chaqueta azul marino —apuntó Garzón.
Vi que, siguiendo con los comportamientos atávicos, surgía de la emasculación masculina una sospecha genérica sobre la culpabilidad de la mujer.
—Señores, esto no me parece muy profesional.
El comisario reaccionó.
—Y no lo es; simplemente hablaba por hablar. Vamos a los hechos. No tardaremos en recibir un primer informe de analítica. Mañana por la mañana vaya usted, Garzón, a hablar con el juez, es preciso que ordene una investigación. Esta misma noche pónganme patas arriba a todos los servicios de urgencias de los hospitales; es muy probable que ingresara un tipo desangrándose ayer o anteayer.
—¿Sí?, ¿y desangrándose se fue a Correos para echar el paquete?
—No me líe de momento. Eso es lo que hay que hacer. A propósito, dentro de una hora quiero sobre mi mesa los expedientes de lo que lleven ahora entre manos, los dos. Deferiré sus casos a otros compañeros y éste, por motivos obvios, se lo voy a encargar a ustedes.
—Sí, señor —se adelantó Garzón con estilo militar.
Sin duda llevaba ya un rato deseando que el caso no se nos escapara de las manos.
Una vez destrozada la organización de nuestras vidas, el comisario Coronas se disponía a partir, contento de su enérgica actuación. Sin embargo, volvió atrás porque aún le faltaba añadir a mi destino una nueva complicación.
—¡Ah, y mientras todo esto se aclara un poco, voy a ponerle protección nocturna en su casa, Petra!
Una nubecilla roja me empañó la visión.
—¡¿Qué?! ¡Ah, no, comisario, ni pensarlo, no veo la necesidad!
—Usted no la ve, pero yo sí. No olvide que es la destinataria del paquete. Me haría muy poca gracia que un loco enfurecido por haberse capado en un arrebato anduviera acechándola en la sombra.
—Pero, comisario, ¡eso es ridículo! Ya sé cuidarme sola, además...
—No hay ademases que valgan. Yo doy una orden, usted la acata y en paz.
Salió dándose aires de padre autoritario que velaba por mi bien. Me quedé sola con Garzón. El muy ladino apenas contenía la sonrisa, encantado de que alguien me pusiera en mi sitio al fin.
—¡Todo esto es absurdo! —exclamé.
—El comisario lleva razón —susurró el subinspector cargado de juicio.
—¿Cómo que lleva razón? Toda esa historia del loco autolesivo se la acaba de inventar, no tiene ni pies ni cabeza. ¿Sabe lo que ocurre en realidad?, que se está disparando el sentimiento paternal hacia las pobres mujeres indefensas, y medio tontas, además.
Garzón se limaba las uñas en el pantalón. Ponía cara de cosa sabida, de alumno que asiste a las explicaciones del maestro neurótico por milésima vez.
—A usted, Fermín, todo esto le hace mucha gracia porque no le afecta. Soy yo quien tendrá que aguantar el coñazo de un par de guardias en la puerta. Porque es así como suele hacerse, ¿verdad?
—Depende de por dónde le dé al comisario. Puede designarle incluso un inspector. A lo mejor hasta una cuadrilla de húsares que le pongan los sables en arco cada vez que salga usted. —Se echó a reír ya sin ambages.
—Muy gracioso. Haga el favor de largarse a cumplir las órdenes del comisario. Y prepárese, Garzón, que le van a llover los deberes en este caso, de eso me encargo yo.
Garzón salió sin tomarme ni una pizca en serio. A ese estado habíamos llegado, a la total desmitificación de mi autoridad.
Me fui a casa presa de todas las furias. Así es la vida del asalariado que ocupa un puesto intermedio en la escala de poder. Te descuidas un momento y cae sobre ti el peso del superior por las más variadas razones: por motivos de escalafón, de seguridad, de obligación... por lo que sea, pero hay que apechugar. Sólo queda la solución de desgravarse con el de abajo. Muy clásico, muy triste; un procedimiento casi demencial.
Me preparé uno de mis baños frutales y puse la radio a todo tren. La posibilidad de tener alguien vigilando la entrada de mi casa me provocaba una oleada de incomodidad. Era un trauma psicológico, lo sabía bien, pero justamente por eso mis sentimientos poseían más profundidad. Desde bien pequeña me había parecido desasosegante no estar completamente sola en un sitio. Deseaba que mis padres se largaran al teatro o a cenar con amigos para notar la casa sólo mía. En el colegio, cuando una de aquellas monjas latosas nos ilustraba sobre la presencia perenne y protectora del Ángel de la Guarda yo me ponía a morir. Recuerdo incluso alguna noche en que, antes de acostarme, abría la ventana y agitaba en el aire la chaqueta del pijama como si espantara un moscardón. Tenía la esperanza de que el ángel pirara por aquel método ingenuo e infantil. ¿Un detalle neurasténico? Lo sé, pero si a los cuarenta no te has reconciliado con tus extravagancias es que los demás han logrado diluir tu cerebro en la mediocridad, y yo conservaba la confianza de que no fuera así.
Hacía dos meses que había cambiado de asistenta. La impagable Azucena había tenido que marcharse. Ella misma me trajo a su sustituta, Julieta, una chica de unos veintipocos que era quien se ocupaba ahora de mi casa. Nada varió sustancialmente excepto la alimentación. Julieta, ya lo había constatado por su aspecto en el poco tiempo que la vi, era una hippy tardía que practicaba el vegetarianismo, la ecología y quién sabe qué inocuos sectarismos más. Desaparecieron del fogón las sustanciosas lentejas estofadas de Azucena y del microondas los choricitos curruscantes. Julieta empezó tímidamente con tortillas a las finas hierbas y, como yo no le decía nada, fue animándose en sus habilidades macrobióticas. A aquellas alturas yo ya me encontraba al llegar con inidentificables potajes de algas y, encima, notas dejadas por Julieta cantando las virtudes dietéticas de sus engendros. No me atrevía a pedirle un cambio porque, para ser sincera, sus platos sabían bien y, encima, había notado en las tallas de ropa que estaba poniéndome silfídea sin ningún esfuerzo especial.
Aquella noche hallé en el microondas una especie de pequeña boina parda sobre lecho de patatas. Acudí a la glosa que Julieta me había dejado en la puerta de la nevera, bajo un imán. A lo mejor así tenía alguna posibilidad de saber qué iba a comer. «Esto es una hamburguesa de gluten de trigo. El gluten es la auténtica carne de los vegetarianos, llena de proteína y energía. Espero que le guste.» Aquello era el colmo. Me propuse llamarla al día siguiente por teléfono para pedirle explícitamente que comprara un chuletón rezumante de sangre. Aunque quizá sólo fuera una reacción motivada por mi mal humor. Procuré tranquilizarme, calenté la seudo-hamburguesa y me puse a cenar. Incluso con mal humor había que reconocer que estaba buena. Regándola con una copa de Rioja me pareció hasta deliciosa. Tal vez no fuese tan mala idea dedicarse a lo verde y dejar a las vacas en paz. Sí, definitivamente me había arrastrado el mal humor. Pero tenía mis motivos. La escena vivida en comisaría se me aparecía ahora como algo descabellado y fantasmal. ¿Por qué Garzón y Coronas habían empezado a hablar del caso como si el caso existiera? Nada hacía presuponer que tuviéramos un caso. Yo había recibido un pene de donante anónimo. Pero ¿era aquello un pene real o acaso una reconstrucción en algún material idóneo? Podía tratarse de una simple broma de mal gusto, o quizá alguien conservaba aquel pene en hibernación y... En fin, si seguía pensando en el episodio acabaría llenando mi mente de cosas absurdas porque, estaba bien claro, partíamos de un punto absurdo, ¿o no es absurdo recibir un presente así?
Abrí un libro y me tendí en el sofá, pero no podía concentrarme. Apagué todas las luces y miré por la ventana con discreción. ¡Sí, joder, estaban allí, dos guripas metidos en el coche! Y bien enfrente de la puerta, sólo les faltaba un cartel anunciador. Aquel comisario era un neurasténico, había visto demasiadas películas de serie B. ¿No me asistía el derecho a declinar una escolta nocturna? Consultaría mis libros de Leyes, aunque dudaba seriamente de que existiera alguna legislación al respecto, no era una situación usual. Encendí de nuevo la luz, pero de pronto vi que llegaba otro coche, y de modo instintivo la apagué; quizá enviaban refuerzos.
Era una falsa alarma, el coche siguió adelante y se perdió por la esquina. Volví a encender. Regresé al libro, ahora decidida a leer más tranquila a pesar de mi furor interno. Llamaron al teléfono.
—Inspectora, ¿está usted bien?
—¿Quién llama?
—¡Ah, perdone!, soy yo; quiero decir que soy el sargento Marqués. Estamos aquí delante y como encendía y apagaba usted tanto la luz pensaba que nos hacía alguna señal.
Suspiré profundamente y conté hasta tres.
—Sargento, hágame un favor, acérquense a la puerta, voy a abrir.
—A sus órdenes, inspectora, pero ¿está usted bien?
—¡Que sí, demonio, que estoy bien!
Ahora sabía que el pasatiempo favorito de todos los policías, con independencia de cometidos o graduación, eran, en efecto, las películas de serie B. Cuando vi al sargento y su ayudante se atemperó mi cabreo, en realidad casi me conmoví. Eran dos pipiolos jóvenes y espigados con más aspecto de querubín que de polizón. Me miraron con respeto. Marqués inició una disculpa que yo atajé. Los invité a pasar.