Mensajeros de la oscuridad (24 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

—¿Quién vendrá a recogernos? —preguntó.

—Alexander Rekov, inspector de policía. Él nos ayudará y nos hará de acompañante y guía durante todo el tiempo que pasemos en Moscú.

—Si tuviéramos una foto del tal Serguei la cosa sería más fácil.

—Nos veríamos obligados igualmente a consultar los archivos. Esperemos que ese nombre sea auténtico, o al menos un alias que figure escrito.

—Esperemos que esté fichado, que ya es mucho esperar.

—Yo creo que los mafiosos rusos contratarán a tipos profesionales.

—¿Está segura de que será capaz de reconocerlo si lo ve en una foto? Las fotos de las policías no suelen ser buenas. Además, estos rusos son muy transformistas.

—¿De dónde saca eso?

—No sé, digo yo.

En el tercer whisky ya había conseguido sugestionarme de que viajábamos en tren. Garzón también estaba menos picajoso. Como tenía hambre y no nos servían más comida le dio por charlar.

—De pequeño leí las aventuras de Miguel Strogoff. Me emocionaron mucho las descripciones de las estepas rusas. Durante más de un año me paseaba por el campo de Castilla en bicicleta pensando que era un emisario del zar.

—¡Qué hermoso!

—No lo crea; mi padre me dijo que descuidaba a los animales de la granja, me echó una bronca del copón y me dejó sin bicicleta. Yo siempre me he topado con la realidad, Petra, dura como un pedrusco.

—Pero nadie pudo quitarle los paseos que se dio ni los sentimientos que tuvo en esos momentos de libertad vagando por el campo.

—Eso sí que es verdad, aunque no sé si sirve de algo.

—A mí Rusia también me evoca novelas, las de Tolstoi y Dostoievski. Me parece un pueblo misterioso, enorme, místico..., el gran país donde siempre se estrellan los ejércitos invasores.

Garzón se había perdido en la ensoñación o los vapores del whisky. De repente cambió de tercio:

—¿Va usted a ligar de nuevo con Pepe?

Lo miré sin molestarme en demostrar escándalo o enfado.

—No. ¿Por qué lo dice?

—El otro día él me comentó que tenía la sensación de que volvían a sentirse mutuamente atraídos.

—Mire, la necesidad de sentirse atraído o atraer la lleva uno mismo en su interior. De vez en cuando tenemos urgencia de que salga a relucir, entonces lo más fácil es mirar hacia atrás, si es que se puede. Pero esa vuelta atrás se resume en una cuestión de comodidad, un espejismo del que hay que huir.

—Me gusta mucho cuando hace teorías, pero no creo que lleve razón. Yo tengo la mía; pienso que en el pasado dejamos trocitos de nuestro corazón que es hermoso recuperar.

Detestaba el estilo de Garzón cuando se ponía en plan poético.

—Déjese de nostalgias y cánteme otra de esas canciones sobre pollas.

No se hizo de rogar. Miró en todas direcciones para cerciorarse de que nadie podía oírle y, bajando la voz aguardentosa, entonó:

Mi polla está muy inquieta,

y siente gran emoción

porque las damas coquetas

le disparan la tensión.

Mas yo le digo: pequeña,

no muestres más inquietud,

que después de la batalla

ya bajarás la testuz.

Me gustaba su cara de niño resabiado cuando lanzaba sus inofensivas coplas al viento. Reímos quedamente para no llamar la atención.

—Voy a echar una cabezada, subinspector, avíseme cuando lleguemos a las estepas.

Creo que Garzón ni siquiera se propuso dormir. Lo oí entre sueños pedirle otra bandeja de comida a la azafata. Estaba claro que pensaba llegar menos depauperado que Strogoff a su cita con el zar.

Cuando bajamos por la escalerilla del avión, Moscú nos recibió con un aire gélido. Enseguida nos dimos cuenta de que no íbamos equipados para aquel frío. Rezongamos un poco mientras llevábamos a cabo todas las maniobras de recogida de equipajes en el aeropuerto. Al abandonar la zona internacional nuestros ojos empezaron a vagar por la gente que llenaba el vestíbulo en busca de nuestro contacto. De pronto vi un tosco cartel que rezaba:
petra delicado
. Levanté los ojos hacia su portador. Era un hombre alto, fuerte, de incisivos ojos azules y pómulos elevados, un auténtico eslavo. Le calculé cuarenta y tantos antes de sonreírle. Él también sonrió.

—¿Petra Delicado? —preguntó enseñando una perfecta dentadura blanca.

—Alexander Rekov,
I presume
.

El sonido de mi propia voz me descubrió que ya había empezado a coquetear con él antes de proponérmelo. En el apretón, mi mano se perdió en su firme y gigantesca palma. Venía acompañado. A su lado apareció un hombre de unos sesenta años, bajo, rechoncho, recio como un poste. Me pareció un perfecto heredero de los clásicos mujiks. Rekov nos lo presentó como su ayudante, Dimitri Silaiev. No hablaba inglés, por lo que tanto él como Garzón estaban condenados al silencio.

Rekov tenía una hermosa voz grave de resonancias cosacas. Me explicó que nos acompañarían al hotel, nos darían dos horas para descansar y después volverían a recogernos para ir a comisaría y comenzar nuestra primera sesión de trabajo conjunto. El viento que nos azotó al desplazarnos hacia el coche me hizo parar en seco. Quemaba, dolía, me penetró por los oídos hasta el centro de la cabeza. Oía blasfemar a Garzón mientras intentaba guarecerme tras las insuficientes solapas de mi abrigo. Entonces Rekov hizo algo que me dejó sin habla. Tras soltar una risa seca y burlona se acercó y, abriéndose la pelliza amplia y gruesa que llevaba, me metió dentro y la extendió sobre mí como un ala protectora apretándome contra su cuerpo. «
Excuse me
», musitó. Ahí noté el calor envolvente que emanaba de él, la reciedumbre de sus músculos, el penetrante y a la vez suave perfume del tabaco y el té, de su piel. «Petra —me dije—, es posible que Napoleón y Hitler salieran escaldados de este país, pero como hay Dios que tú no puedes abandonar la gran madre Rusia sin haber conquistado a este tío.» El Destino había empezado a pagar las deudas que tenía para conmigo.

El hotel era una birria y cuando, tras deshacer las maletas, me reuní con Garzón en el
hall
, tuve que oír sus protestas sobre la falta de lujos de que adolecían nuestras habitaciones. A mí me daba igual, y si en aquel momento me hubieran preguntado para qué habíamos ido hasta Moscú, habría jurado que no lo sabía.

Mi mente estaba bloqueada por el primer contacto con Rekov. ¿Una alucinación momentánea? Ni hablar. Una hora después lo tuve de nuevo ante mí y mis impresiones anteriores se hicieron inmensas certezas. Rekov era un hombre de atractivo salvaje, succionante. Todo en él aprisionaba los sentidos y te mantenía agarrada como una llave a un imán: sus facciones varoniles y algo misteriosas, la amplitud de su pecho, los contundentes miembros, el movimiento seguro y majestuoso de su cuerpo. Fumaba con la mano izquierda y exhibía en sus ojos acerados una ironía jovial que no excluía la amabilidad. Estaba claro que debía ser cuidadosa, porque aquel tipo era de los que sin duda jugaban fuerte.

Antes de cualquier otra cosa, nos llevaron a una tienda donde compramos gorros y pellizas a cuenta del departamento. A Coronas no iba a hacerle mucha gracia, pero él hubiera actuado de igual manera en nuestro lugar. Garzón presentaba una pinta extrañísima con la cabeza arropada y dos gruesas orejeras cayendo a los lados de su cara canina. El impasible Silaiev le ayudó a escoger un abrigo que se adaptara a las orondeces de su talle. Se entendían bastante bien por señas, aunque creí percibir que otro tipo de entendimiento más profundo no iba a ser fácil entre ellos.

Después fuimos a la comisaría a la que Rekov y Silaiev pertenecían. Estaba en el centro, en una calle desangelada y gris donde la nieve se amontonaba en los sucios bordillos. Sólo con una mirada, Garzón y yo intercambiamos una primera información evidente: comparado con aquello nuestro departamento de Barcelona era el Taj-Mahal. Muebles viejos, archivos polvorientos, paredes desconchadas... Todo era muy amplio sin embargo, cualidad característica de los países grandes en los que los espacios participan de un cierto gigantismo perceptible.

Nos sentamos los cuatro alrededor de una mesa de reuniones que más bien parecía un catafalco. El primer paso consistía en explicarles el caso a nuestros colegas rusos. Les pasé las fotografías de las autopsias y de los objetos hallados en los penes. Rekov las distribuyó entre sus documentalistas. Nos pusimos a ello intentando resumir. Yo hacía la narración en inglés y Rekov le traducía los pormenores a su compañero. Me divertía ver las expresiones de sorpresa que el bueno de Silaiev intentaba disimular. Rekov permanecía inexpresivo, aunque su ceño iba frunciéndose más y más a medida que yo hablaba. Lo atribuí a su creciente interés.

—Hemos tenido casos escalofriantes por aquí. La prensa occidental se ha ocupado de algunos de ellos, quizá hayas tenido ocasión de conocerlos. Asesinos en serie con costumbres caníbales como el Carnicero de Rostov, mendigos que han mutilado para ejercer la antropofagia,
vendettas
terribles de las mafias que han incluido amputación de miembros..., pero lo que me dices es realmente extraño, porque si no ha habido cuerpos que correspondan a todos esos penes...

—Cuerpos, por desgracia, ya hay dos.

Los ojos mar en calma de Rekov intensificaban la mirada hasta convertirse en casi rendijas cada vez que yo le aportaba un nuevo dato. Estaba muy guapo. Cuando cité el nombre de Anatoli Esvrilenko como el hombre de negocios que figuraba al frente de la propiedad en la costa tarraconense asintió rápidamente.

—Por supuesto que lo conozco. Es poderoso, tiene a mucha gente trabajando para él. Regenta diversos negocios legales que encubren otros completamente fuera de todo control. Hemos intentado echarle el guante varias veces sin resultados por el momento.

—Para él trabaja Serguei Ivanov. ¿Crees que podremos localizarlo?

—Nos pondremos a ello mañana mismo. Simultanearemos el trabajo de despacho y las investigaciones en la calle. Aparecerá.

—Sólo contamos con una semana.

—El tiempo es un concepto relativo. ¿Quieres traducirle eso a tu ayudante el subinspector Garzón?

—Será mejor que no lo haga; quizá no lo apreciaría, él está deseando volver.

Rió entre dientes haciendo que se plegara su piel curtida por el frío.

—¿Y qué me dices de la última nota que me enviaron? ¿Qué piensas de esa inscripción?

—Repíteme la frase.

—Blochín, yuctgiu kak bozgyx.

—Blochín, puro como el viento.

—Exacto. ¿Tienes alguna idea de quién pueda ser Blochín, de si está censado en vuestros archivos de delincuentes?

—Lo buscaremos también. No te preocupes, inspectora Delicado, trabajaremos durante una semana como si no existiera nada más que este asunto en el mundo.

Le sonreí complacida.

—Cierto, a menudo olvidamos que la policía no debe resolver sus casos con golpes de fortuna o deducciones súbitas y brillantes, sino trabajando.

—¿Quieres convencer de las ventajas del trabajo duro a un ruso que sale de la época soviética?

—No pretendería convencerte de nada de lo que supiera que tú estás seguro.

Intercambiamos una mirada llena de mutuas atracciones. Como llevábamos un rato sin traducir a nuestros respectivos compañeros, Garzón se impacientó:

—¿Qué coño están diciendo, inspectora?

—Que el trabajo es importante.

—Pues sí que...

El pobre estaba de mal humor. Era muy tarde y casi no habíamos comido nada decente durante el día. Por fortuna Alexander lo tenía previsto.

—Ahora, si ustedes me lo permiten, nuestro departamento tiene el gusto de invitarlos a cenar. Mi ayudante Silaiev y yo les llevaremos a una taberna donde se come bien.

Silaiev dio una cabezada al estilo militar y siguió tan serio como antes. Oí rezongar a Garzón.

—Buena idea, comamos algo, porque un hombre de mi envergadura y mi vitalidad no puede pasar con un par de bandejitas de avión.

El aire de la noche nos acuchilló los pulmones. Las calles estaban vacías, pero el frío era tan denso que parecía contar con presencia y volumen real. Los neumáticos resbalaban y sólo la pericia y costumbre de Rekov nos hacían avanzar seguros sobre la escarcha. Por fin llegamos frente a un inmenso portalón de madera y un muchacho vino a aparcarnos el coche.

La impresión al entrar en la taberna era asombrosa. Se trataba de una resurrección. Tras el desierto gélido se abría la tierra y su vientre te acogía. Calor, música, risas, olor a comida apetecible y a tabaco aromático. Una pequeña orquesta desgranaba zarzas vibrantes sobre una tarima. Chicas vestidas de zíngaras llevaban jarras de cerveza de un lado a otro. Nos desembarazamos de los abrigos mientras notaba la oleada de sangre que afluía a mis mejillas. Rekov me dijo gritando para hacerse oír:

—Puede parecer un poco folclórico, pero no lo es; la comida sabe excelente y hay animación. Si te fijas verás que no vienen turistas.

—Creí que últimamente en Moscú os dedicabais a atracar a los turistas y que luego los echabais al Volga.

—Lo cual es absolutamente cierto, pero si alguno queda sano y con dinero nos aseguramos de que no venga a molestar a los lugares agradables.

En cuanto nos sentamos en una mesa para cuatro Rekov pidió vodka y cerveza. Le rogué que encargara la cena a su gusto, lo cual hizo, y al cabo de una corta espera nos trajeron escudillas humeantes. Era una sopa espesa como el barro, con trozos de puerro, de carne, de remolacha y berza. Estaba deliciosa. Garzón levantó los ojos al cielo en cuanto la probó y soltó un «¡Aleluya!» que nuestros anfitriones fueron capaces de entender enseguida. Silaiev tragaba impasible, abriendo la boca sólo para comer.

—No es muy comunicativo tu ayudante, ¿verdad?

—¡Oh, es un hombre de pocas palabras!, pero eficiente como el primero. Hace muchos años que trabajamos en pareja y nos entendemos perfectamente. ¿Tú también te llevas bien con el subinspector?

—Sí, aunque a veces tengo que reafirmar mi autoridad.

—No es fácil mandar para una mujer.

—Me alegra que lo reconozcas, pero me las apaño sin problemas.

—¡Bien, bien! ¿También tienes autoridad en tu casa?

—No me hace falta, vivo sola. ¿Y tú?

—Completamente solo.

Intercambiamos una mirada divertida, certificando que todo funcionaba como debía. Garzón ya no se inquietaba por las traducciones, ensimismado en un plato de algo parecido a albóndigas picantes que nos sirvieron como segundo. Observé que Silaiev hacía incursiones de asiduidad alarmante a la botella de vodka, pero es sabida la afición de los rusos al alcohol, y para ser exactos Alexander tampoco lo hacía mal. Supuse que estarían acostumbrados.

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