Mensajeros de la oscuridad (7 page)

Read Mensajeros de la oscuridad Online

Authors: Alicia Giménez Bartlett

—¡Señora Delicado! —exclamó Julieta, que era la que estaba de cara. Entonces los dos jóvenes se volvieron y se cuadraron ante mí como si estuviéramos en el desfile de la Hispanidad.

—¡A sus órdenes, inspectora! —bramaron al unísono.

Yo estaba de un humor fétido.

—Hola, Julieta. Y ustedes ¿qué coño hacen aquí?

—Acabábamos de llegar, inspectora. Estábamos haciendo unas preguntas sobre seguridad de la casa por si...

—Suban al coche y lárguense.

—Verá, inspectora, el comisario Coronas nos ordenó que...

—¡Al carajo con esas órdenes!, ya han oído lo que les ordeno yo.

La ferocidad de mi tono y aquel desacato impensable hacia el comisario los dejó fuera de cualquier intento de argumentación.

—¡A la orden! —rugieron en un ataque de locura napoleónica.

Partieron escapados. Yo me serené mínimamente y al dar la vuelta me topé con la cara aterrorizada de Julieta, que nunca me había visto en hábito marcial.

—¡Jesús! —musitó, y, no queriendo meterse en dibujos, corrió hacia la cocina a toda prisa.

De tres pasos me planté frente al teléfono y marqué. No tardó mucho tiempo en ponerse.

—¿Comisario Coronas? Soy Petra Delicado.

—¿Qué hay, Petra, cómo está?

—Hecha una furia es exactamente como estoy. ¿Puede explicarme por qué ha vuelto a ponerme la escolta nocturna?

—Sabía que se enfadaría, pero no he tenido otro remedio. Ha recibido usted un nuevo envío, y ya sabe lo que dicen las ordenanzas sobre la seguridad de los agentes.

—¿Las ordenanzas, Coronas, las ordenanzas? ¿Quiere que le diga todas las ordenanzas que nos pasamos cada día por el forro?

—No hace falta que sea grosera.

—¿Sabe lo que es una huelga de celo, comisario? ¿Va a obligarme de verdad por una chorrada así a que me pase los próximos meses cumpliendo las ordenanzas una a una?

—Está bien, Petra, está bien, es usted cabezota como una mula. Le quitaré la escolta si quiere, pero tendré que informar a mis superiores, porque no quiero tener ninguna responsabilidad sobre usted.

—De acuerdo, se lo agradezco.

—Ahora pídame disculpas por el tono que ha empleado.

—Le pido perdón, señor, estaba un poco nerviosa.

—¡Qué será cuando lo esté mucho! Deje de darme la tabarra, ordenaré que le digan a los muchachos que ya se pueden marchar.

¡Ja!, si hubiera sabido que los muchachos andaban ya a kilómetros de allí... Pegué un soplido de cansancio y relax. Entonces oí una tímida llamada en la puerta del salón. Era Julieta, asomando la cabeza.

—¿Señora Delicado? Ya he acabado. Le he dejado la cena en el microondas: una empanada con espinacas y ensalada de soja.

—¿Y tú por qué andas siempre cocinándome hierbas, es que no puedes comprar un buen bistec?

—Sí, señora, sí, sí, mañana mismo, descuide.

Estaba horrorizada. A lo mejor temía que sacara mi arma reglamentaria y disparara. ¿Desde cuántos días atrás andaría de cháchara con mis guardianes? Todo aquello era ridículo. Ridícula la decisión de Coronas, ridículo el caso que se avecinaba, ridícula mi explosión de cólera. Tardaría un buen rato en reponerme de aquel cabreo. Lo intenté sometiéndome a un whisky terapéutico.

Los días sucesivos se desarrollaron entre comprobaciones que llegaron a hacerse rutinarias. A pesar de la ayuda que nos prestaron nuestros compañeros de Narcóticos nada se aclaraba con sus informes. El método de cortar un pene y enviárselo a la policía no les parecía un sistema propio de la gente con la que trataban. Era una venganza improbable, y como ajuste de cuentas resultaba alambicado y sin precedentes, demasiado sofisticado. Si camellos o traficantes decidían dar a alguien un escarmiento, no metían a la policía por en medio ni utilizaban cirujanos para la parte sangrienta. En cuanto a las bandas rivales..., por muy fuerte que hubiera podido ser el desencuentro, jamás se habría enviado una evidencia a la poli. Tampoco les cuadraba aquel modo misterioso y juguetón de hacer los envíos seriados ocultándose en la sombra. No, aquellos tipos no estaban para
delicatessen
del delito y se habrían inclinado siempre por un despiece más carnicero. Aun así, pasamos las horas muertas con nuestros colegas, asistiendo a las consultas que hicieron sobre ficheros, fotografías y últimas detenciones. Sin ningún resultado. Llegamos incluso a salir a la calle para interrogar a algunos jóvenes que hubieran podido ser sospechosos. Me percaté de que los de Narcóticos estaban haciendo lo imposible por complacernos y echarnos una mano, pero que realizaban aquellas pesquisas sin fe en su utilidad. Se lo agradecí y los envidié, al menos ellos tenían su campo de acción bien acotado y era un terreno firme, real. Buscaban droga y se enfrentaban a individuos que actuaban con un móvil económico. Nosotros no contábamos con tantas ventajas. De hecho, podíamos estar pivotando sobre cualquier cosa, cualquiera, desde un asesino loco a una organización siniestra.

Paralelamente a estas investigaciones, Garzón y yo continuábamos, un poco agónicamente, con los interrogatorios de hospital. Ya teníamos amigos entre la clase médica. Tanto era así que el subinspector, dueño de un desparpajo considerable, se había hecho visitar de refilón por un especialista para que le aliviara el dolor de espalda. Pero aquéllas eran gestiones policialmente baldías. ¿Cómo podía ser de otro modo? Hablábamos con cirujanos que negaban cualquier posibilidad de error o suplantación, con enfermeras que nos ratificaban el orden imperante en las salas a su cargo, con celadores que manifestaban haber cumplido siempre su papel. Y semejaba lógico, además; ¿qué médico majara va a colarse dentro de un quirófano en sus horas libres para ejecutar una castración?, ¿y a quién habría convencido para servir de conejillo?, ¿y qué hacía con «el paciente» una vez llevada a efecto la separación? Pero, sobre todo, ¿por qué? Los médicos no andan por ahí rajando pollas y luego mandándolas como si fueran una invitación a tomar el té.

Como ya empezaba a convertirse en costumbre para mí, los prolegómenos de los casos difíciles me ponían de pésimo humor. Sabía, tenía siempre la conciencia clara, de que eran pasos tan imprescindibles como perdidos, pero nunca los juzgué tan inútiles como estaban siendo en aquella ocasión. Con nuestra recua de galenos y drogotas no conseguíamos más que divagar, ya que ambas líneas de investigación se basaban en hipótesis oscuras. Mi mal humor no volvió a explotar en forma de ruidoso ataque, pero hablaba poco y ni siquiera escuchaba demasiado los parlamentos de Garzón cuando hacíamos una pausa para relajarnos o tomar un café. Él se daba cuenta y, con buen criterio, me dejaba en paz. Por eso, pasado un largo tiempo en idéntico vía crucis, llegó una mañana a mi despacho y se puso contentísimo para decir:

—Inspectora, me acaban de avisar de algo que le va a gustar. Anoche denunciaron la desaparición de un chico joven. ¿Qué le parece? —Me miraba como si acabara de regalarme unas flores.

—¡Por Dios, Garzón, cualquiera que le oiga...! Dígame dónde y quién fue el denunciante. —Me puse rápidamente en pie y busqué con impaciencia mi chaqueta.

—¿Lo ve? Sabía que necesitaba entrar en acción —dijo él.

—Yo pensaba que esa necesidad la tenía usted.

—Para mí, más que necesidad se trata de un placer.

3

El desaparecido se llamaba Ricardo López y procedía de Hospitalet. Hacía una semana que faltaba de casa, pero su madre no dio antes parte a la policía porque el chico se largaba de vez en cuando sin dar explicación. Nos miraba serena cuando fuimos a visitarla. Era viuda y tenía siete hijos más. Trabajaba como limpiadora en unas oficinas por las noches y de día cuidaba su casa y procuraba mantener a sus hijos fuera de la marginación. Era un intento difícil; los chicos mayores, influidos por el ambiente y marcados por la pobreza, habían derivado hacia unas vidas salpicadas por el desorden y los pequeños delitos. Una historia demasiado típica y repetida, ejemplo de la maravillosa sociedad en que vivimos, pensé.

Todos aquellos prolegómenos no hacían presagiar que nos moviéramos en los parámetros de singularidad que exigía el caso, pero aun así realizamos a aquella mujer un interrogatorio minucioso: el carácter de su hijo, sus amistades, los ambientes que frecuentaba, las circunstancias excepcionales que notó los días previos a su desaparición. La madre contestaba como desde la lejanía, sin desesperación ni dolor. No tenía tiempo para sufrir, no podía permitírselo. La exigencia de su vida diaria, los golpes recibidos, la miseria moral... Supuse que resultaba absurdo preguntarle si había notado algo raro en el chico últimamente. ¿Cómo podía dedicarse a las precisiones psicológicas de siete hijos a los que había que alimentar? Dijo sin embargo que Ricardo era el más independiente, que no tenía trabajo fijo, que a menudo desaparecía durante un par de días y luego volvía diciendo que había estado ocupado en asuntos privados. Y dijo por fin algo a lo que sí prestamos especial atención; en los últimos tiempos el muchacho había estado relacionándose con mendigos. Aquel detalle parecía ser lo único que la ponía fuera de sí.

—Me he matado para que fuera limpio, para que nunca le faltara el dinero de un bocadillo y un plato caliente al llegar, ¿y qué le da por hacer? Largarse con todos esos piojosos, hombres más viejos que él que se reúnen en un descampado cerca del Besós. Suelen ir varios amigos, les tiran de la lengua a esos desgraciados y dicen que se divierten con las historias que cuentan. No me extrañaría que se hubiera marchado a otra ciudad y estuviera haciendo de mendigo él también.

Los López no eran el final de la escalera; debajo de ellos existían varios peldaños que bajaban hasta un abismo total. Registramos la casa y buscamos un pelo, presuntamente de Ricardo, que Garzón pronto localizó.

—Creo que ya hemos encontrado lo que vinimos a buscar —dijo escuetamente, y metió los pelos en una bolsita estéril.

—¿Eso servirá para encontrar a mi hijo?

—Ayudará.

Una vez fuera de aquella casa opresiva tuve la sensación de que a aquella mujer no le importaba demasiado recobrar a su hijo. Lo comenté en voz alta y Garzón me acusó de injusticia.

—La realidad de la gente pobre no tiene los mismos esquemas que la nuestra, inspectora. La señora López ama a sus hijos, pero de una manera inconsciente procura sentir lo menos posible. ¿Por qué querría llevar a fondo sus sentimientos si resulta que casi siempre son dolorosos?

—¡Caramba, Garzón, cualquiera diría que se ha dedicado usted toda la vida al auxilio social!

—Puede que no, pero estoy convencido de que he visto muchos más pobres que usted.

—¿Pretende que compitamos en un concurso?

—Haremos una cosa, inspectora, si a usted le parece bien. Después de llevarle estos pelos al doctor Montalbán podemos seguir la investigación visitando los descampados llenos de vagabundos que ha citado esa señora. Sé a cuáles se refiere.

—Eso ya lo habrán hecho los colegas que están a cargo de la desaparición.

—Sería interesante que nosotros nos moviéramos un poco por allí. El tercio de mendigos y vagabundos se nos había olvidado. ¿No le parece que sería extraordinariamente fácil emborrachar a uno de esos pobres desgraciados, o narcotizarlo, y después experimentar con él cortándole el pene o cualquier otra atrocidad?

—¿Y no correría la víctima a denunciarlo en cuanto se despertara?

—¡Denunciarlo! Eso sería lo más improbable. La mayoría de ellos son trastornados, inspectora. Y aunque no fuera así, su mundo no es un mundo de denuncias ni de derechos. Malviven como pueden. ¿A cuántos de esos vagabundos ha conocido, inspectora?

—¡Hombre, tanto como conocer...! He visto hombres harapientos dormir en el metro; otros me han pedido limosna al pasar..., pero estoy segura de que usted tampoco suele invitarlos a cenar los sábados.

—Pero he hablado con ellos, inspectora, los he visto en su salsa muchas veces a lo largo de mi carrera policial.

—Le felicito, Fermín, ha ganado usted el primer premio del «Hatillo Mendicante», pero ¿puede decirme en concreto qué es lo que propone? No creo que se interese tan sólo por revelarme las verdades de la vida.

—No, creo que debemos visitar los albergues de caridad que hay en Barcelona, hablar con los responsables y preguntar si en los últimos dos meses han acogido a algún hombre joven que presentara heridas en el pene o síntomas de haber perdido sangre, debilidad...

—Es razonable. Habrá que preguntar al gobierno autonómico cuántos de esos centros existen.

—Ya contamos con esos datos, Petra. Una parte dependen de Bienestar Social, otros del Ayuntamiento, y hay varios eclesiásticos que sirven a los sin techo mediando la caridad. Usted sólo sígame y relájese.

¡Vaya por Dios!, ya tenía al subinspector en plan paternalista intentando demostrar que no era más que una frivolona para quien los únicos mendigos eran los
clochards
de París. ¿Por qué tantos hombres necesitan ser guías de mujeres de vez en cuando? Pero no iba a ponerme reticente por una cuestión de tono menor. De la teoría del subinspector me parecía aprovechable la primera parte; aquel grupo humano era en efecto lo suficientemente indefenso como para que, habiendo sufrido alguna agresión, ésta quedara oculta. Pero las ramificaciones sobre experimentación con mendigos entraban ya en la fantasía. Y quedaba la incógnita de siempre: ¿quién demonio una vez cometida la fechoría sangrienta me enviaba el cuerpo del delito como si fuera un delicado presente?

Dejamos el cabello de Ricardo López en el Anatómico para que el doctor Montalbán determinara su ADN y luego partimos a disfrutar del
tour
turístico de la marginación. Preguntamos en albergues y comedores dependientes de
Cáritas y Bienestar Social
, en locales de beneficencia, en descampados en los que se reunían mendigos. Pasamos el día completo metidos en esa tarea, pero no recopilamos ni un solo dato de interés. Nadie herido ni enfermo había pasado por aquellos lugares. Nadie había hecho ningún relato sospechoso a cuidadores o asistentes sociales.

Una vez acabadas las pesquisas, abandonados aquellos ambientes tan depresivos, empecé a perder el control autoimpuesto frente a mi compañero. Tomé varias bocanadas de aire fresco y suspiré.

—¡Hay que joderse, la vida de algunas personas!

Pero Garzón hizo como si no me hubiera oído. El espectáculo de la marginación me resultó atroz. Los detalles de lo visto me golpeaban la mente sin cesar. Aquel equipamiento de los albergues, con camas idénticas y mantas bastas, los pequeños intentos de decoración consistentes en flores de plástico y cuadritos con fotos de paisajes idílicos eran significativos en sí. Todo hacía pensar en hombres derrotados que tienen como espejo una sociedad próspera, el excipiente, los que no cuentan, los que casi no son. El baño obligatorio, la luz que se apaga para todos al mismo tiempo... Quien fuera a dormir allí estaba asumiendo su fracaso mientras el mundo le decía que había sido culpa suya. Todo es una falacia, pensé, una mentira asquerosa que hemos acabado creyéndonos: la sociedad justa, la igualdad de oportunidades...

Other books

The Christmas Tree by Salamon, Julie; Weber, Jill;
Lavender Oil by Julia Lawless
The Heaven Trilogy by Ted Dekker
Fast Track by Cheryl Douglas
Must Love Scotland by Grace Burrowes