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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (18 page)

El estado de ánimo del doctor Riqué no había mejorado ni un ápice cuando, pasadas veinticuatro horas, se presentó a declarar. Pero al menos había recuperado la capacidad de saber lo que estábamos diciéndole, una vez salido del primer estupor. No esperábamos nada extraordinariamente revelador de su comparecencia. Pudo, sin embargo, hacernos saber que su hijo Esteban tenía veintitrés años, que era estudiante de cuarto curso de medicina, que era el quinto de siete hermanos y que, por lo que ellos sabían, su comportamiento y su manera de ser podían considerarse como perfectamente normales. Para saber cosas más íntimas sobre el muchacho hubo que recurrir a una de sus hermanas, la que mejor se llevaba con él. Gracias a su testimonio nos enteramos de que no tenía muchos amigos, ya que su carácter tendía a la introspección. Constatamos, además, algo de lo que ya habíamos tenido una primera impresión: los Riqué eran gente de orden y habían dado a sus hijos lo que se conoce como una sólida educación religiosa. De hecho, todos ellos habían formado o formaban parte aún de grupos católicos de juventud que se dedicaban a dar charlas y organizar actividades deportivas y excursiones. Sin embargo, la chica nos dijo que su hermano hacía mucho que había dejado de asistir.

—¿Y en qué empleaba su tiempo libre? —pregunté.

Se encogió de hombros como si aquello ya fuera demasiado preguntar. Pasado un momento, dijo como al tuntún:

—Salía con sus amigos, iban al cine, a veces de viaje...; no sé, lo que hace todo el mundo. Andaba poco por casa.

—¿Salía con alguna chica?

—Que yo sepa, no.

—¿Tienes alguna idea de por qué alguien le ha hecho algo así?

Por toda respuesta se echó a llorar. Fácil de entender, al igual que lo era pensar que un chico de esa edad no resulta controlable en su vida diaria. Al menos su familia sirvió para confeccionar una lista mínima de sus amistades. De cualquier modo, aquella primera aproximación ya dio pábulo al subinspector para crear toda una teoría.

—Estoy convencido de que fue un cura quien se lo cargó.

—¡Por favor, Fermín, parece usted un republicano de taberna!

—¿Se ha fijado en lo que dijo su hermana? Ese chico frecuentaba un grupo de juventudes católicas que un buen día abandonó. ¿Sería descabellado pensar que el motivo de tal abandono fue el acoso sexual de algún sacerdote?

—¡Joder!

—¡Hay cientos de casos! Luego, el chico amenazó con delatarlo y...

—¿Y el resto de penes?

—Es un loco que vive emboscado tras la sotana.

—Nunca pensé que acabara erigiéndome en defensora de la Iglesia; claro que viendo su tendenciosidad... Pero no es eso lo que me choca, sino la absoluta falta de firmeza de su hipótesis.

—Bueno, pues si no es eso será algo parecido, ¿qué se juega?

Dejé por imposible a Garzón y sus traumas religiosos para concentrarme en lo único que me había parecido significativo de lo descubierto hasta allí: Esteban Riqué era estudiante de medicina. Ahí sí teníamos un punto que conectaba con todo lo anterior. Un estudiante de medicina podía amputar un pene y coser la herida después; o al menos en ese contexto era imaginable que se hubiera desarrollado una acción semejante. Deduje que nos aguardaban días de intenso trabajo, puesto que no sólo habríamos de interrogar al resto de miembros de la familia y a los amigos, sino que deberíamos incluir una ronda lo más amplia posible entre los compañeros de facultad e incluso los profesores que el muerto tuviera asignados.

Mi deducción se cumplió. En primer lugar, y antes de que el cadáver fuera enterrado, pedí a Hamed que pasara a intentar reconocerlo. ¿Podía ser el mensajero que había visto? El pobre Hamed no estaba preparado para experiencias de aquel tipo. Interrumpiéndose y dubitativo a causa de la impresión, tan sólo logró afirmar que quizá la altura y complexión fuesen parecidas; pero nunca se hubiera atrevido a hacer aseveraciones más firmes tratándose de alguien que en ningún momento se había quitado el casco para hablar con él. No era gran cosa; tampoco esperaba más. Del mismo modo que tampoco había depositado expectativas en los otros hermanos de Esteban. El lugar donde suelen saber menos sobre uno mismo es en la propia familia. Aquella máxima que me había sacado de la manga se volvía mucho más verosímil en aquel caso. En primer lugar se trataba de una familia numerosa, por lo que el control de los hijos se hacía difícil. Además, y aquella razón sí era obvia, al tratarse de padres con profundos principios religiosos y morales, el chico se habría encargado de mantener en secreto cualquier cosa que estuviera haciendo fuera de la norma.

Que los resultados de la investigación familiar resultaran tan pobres no significaba que los interrogatorios se llevaran a cabo con poco esfuerzo por nuestra parte. De hecho, acabamos reventados. La repetición de las preguntas, la emoción de los hermanos, que se manifestaba en cada uno de modo diferente, y la dificultad de interrogarlos evitando puntos demasiado sensibles, creaba una inusitada tensión. Todo aquello culminó cuando, inevitablemente, tuvimos que hablar con la madre. Una ceremoniosa resignación había caído sobre ella y sólo parecía capaz de decir como en estado de ausencia: «Dios se lo ha llevado; sólo Él sabe la razón.» Pensamos que no podía ayudarnos gran cosa arrebatarle a Dios aquel privilegio. Por si fuera poco, la cercanía de la Navidad propiciaba que, tras un día de trabajo angustioso, la calle nos aguardara con el estúpido ambiente artificial de lucecitas y canciones. Ni siquiera podíamos tomar una copa sin que se nos recordara la paz y el amor entre los hombres; es decir, sin que se nos mintiera por un motivo meramente comercial.

—¿Dónde va a pasar la Navidad? —me preguntó Garzón una tarde, apoyado en la barra del bar.

—En el infierno, ¿y usted?

—En el trozo de infierno que me deje libre.

Nos echamos a reír.

—No vaya a decirme que la Navidad le trae malos recuerdos, porque me lo imagino —le solté con descaro.

—¿También se los trae a usted?

—Cualquier cosa del pasado me los trae. Siempre estaba casada con alguien con quien ya no lo estoy...; a partir de ahí, ¿para qué pensar más?

Garzón soltó cuatro carcajadas que hicieron moverse las guirnaldas de adorno.

—Yo iba a la misa del Gallo con mi mujer. Hay que joderse... ¡A la misa del Gallo! Manda cojones.

Lo atajé antes de que empezara con uno de sus ataques de furia antirreligiosa.

—Si quiere que le sea sincera, no pienso hacer nada especial. Trabajaré un ratito, leeré una buena novela y me iré a dormir.

—Yo tengo que acordarme de enviarle a mi hijo el consabido paquete de turrón. Estoy seguro de que podría encontrarlo en cualquier tienda de la Quinta Avenida, pero bueno, todo sea por la familia, ¡qué se le va a hacer!

—La familia es un coñazo, Garzón.

—Ni que lo jure.

—De modo que en estas fiestas navideñas hay que celebrar que nos hayamos librado de semejante lacra, ¿no le parece?

—Una lacra total.

Para que la iniciativa no se enfriara empezamos a brindar ya. Sin embargo, hubiera asegurado que había algo impostado en la actitud despreocupada de Garzón, quizá recuerdos que enterraba en su mente. ¿Valentina?, ¿lo que hubiera podido ser? Yo, sin embargo, hablaba con plena convicción, o quizá mi mente había enterrado sus desilusiones en capas de terreno aún más profundas. No pensaba ponerme a averiguarlo, podían yacer allí como restos arqueológicos que nadie buscara.

Esteban no tenía en efecto muchos amigos, pero sí los suficientes como para que seleccionar a sus íntimos exigiera cierta precaución. Para esa labor resultó útil la colaboración de sus hermanos. Gracias a ellos averiguamos que cuatro eran los jóvenes con los que solía reunirse: tres hombres y una mujer. De ellos, uno de los chicos también estudiaba medicina, justamente el único que no pudimos localizar. Su madre nos contó que, muy afectado por la muerte del amigo, se había ido a pasar unos días a Cambrils, donde la familia tenía una casa de campo. Pero ni siquiera era necesario que lo llamaran diciéndole que acudiera, pues volvería inmediatamente para pasar la Nochebuena en el hogar. Mejor así, porque todo daba a entender que era el más cercano a Esteban.

Lo primero que me llamó la atención al interrogar a los tres que tenía a mi disposición fue darme cuenta de su absoluta uniformidad. Todos vestían igual, eso no era sorprendente tratándose de gente en plena juventud, pero es que además, tenían costumbres y aficiones parecidas y hablaban utilizando incluso el mismo tono de voz, idénticas expresiones y argot coloquial. Formaban sin duda parte de una elevada clase social que les había impedido concienzudamente enfrentarse con otra realidad que no fuera la propia. Tenían convicciones religiosas no demasiado fervientes, pero arraigadas, practicaban deportes, salían de copas y eran estudiantes moderadamente brillantes. Se preparaban para una vida sin sobresaltos que, a poco que continuaran transitando por los raíles establecidos, les conduciría hasta una tranquila estación final.

Ninguno de ellos consideró que Esteban tuviera un carácter difícil ni que anduviese metido en algún tipo de problema. Era complicado arrancar a cualquiera una descripción caractericial, porque todos se limitaban a afirmar que era un chico «normal»; obviamente, entre las ventajas de clase que podían manejar no se contaba la facilidad de expresión. Sólo la chica llegó a articular algo que se parecía a un retrato psicológico. Según su versión, Esteban era mucho más introspectivo de lo que pudiera parecer: callado, un tanto infantil y con cierta tendencia a reaccionar sumiéndose en la depresión. Dos años atrás, me contó, había tenido una novia con la que rompió y se había retirado varios meses sin ni siquiera asistir a sus clases. Luego se le pasó, entre otras cosas porque en su casa había siempre tal barullo y animación que no resultaba sencillo encerrarse en un rincón a sufrir y autocompadecerse.

—¿Crees que estaba metido en cosas raras?

—¿Drogas o algo así? No, ni hablar, de todos nosotros era el que aún se tomaba muy en serio la religión; nunca se hubiera mezclado en nada inmoral.

—¿Qué me dices de su amigo Ramón?

—El pobre está destrozado. Usted misma lo verá cuando llegue de Cambrils, aunque no sé por qué se ha ido a esa casa para tranquilizarse. Yo creo que va a ser peor; a veces pasaban unos días allí con Esteban para estudiar. Lo único que va a conseguir es que le vengan más recuerdos.

—¿Era su mejor amigo?

—Todos somos amigos, pero las familias de Esteban y Ramón se conocen de toda la vida; además, son compañeros de curso.

—¿Podría decirse que su amistad sobrepasaba el nivel habitual?

Me miró sin entender. No tenía más remedio que olvidar los eufemismos.

—¿Has pensado en la posibilidad de que fueran homosexuales?

El odio que irradiaron sus ojos me taladró; después fue sustituido por el desprecio. No hacía falta que pronunciara una sola palabra, en su expresión estaba todo: yo era la representante de una chusma infecta habituada a tratar con otra chusma aún peor, y exhibía la osadía de pretender manchar un terreno elevado con mis deyecciones.

—Oiga, no se pase, ¿de acuerdo?

Una vez puesta en mi sitio comprendí que, aunque frente a los ojos de aquella chica se hubiera desarrollado cualquier enormidad, ella no lo habría advertido, atrincherada como estaba tras la tapia que protegía su segura instalación en la vida. Me horrorizó pensar que, si del círculo íntimo de Esteban sacábamos tan poca información, qué sería con sus compañeros de facultad, aún más ajenos a su mundo. Nos quedaba sin embargo la última baza, el ausente Ramón, quizá quien más sabía sobre el muerto. Lo habíamos citado a las nueve de la mañana siguiente para declarar, y su padre nos aseguró con gravedad que comparecería. Se le había dado un día de tiempo para recomponerse anímicamente, era incluso más de lo prudente.

Ni siquiera tomamos una cerveza al concluir la jornada. No estábamos de buen humor. Cabía cualquier posibilidad en aquel endemoniado asunto, incluso que Esteban fuera el responsable de las castraciones y mi emboscado corresponsal; la pregunta sería entonces: «¿Quién lo castró a él?» Mentira, ésa no era la única pregunta; en realidad, las preguntas seguían acumulándose sobre nuestra mesa sin que fuéramos capaces de apuntar la menor solución. Cada vez estaba más lejos la panacea del cadáver revelador; aquel cuerpo maltrecho seguía atesorando sus misterios, añadiéndolos a los demás.

Dormí inquieta, despertándome a ratos con la garganta seca y una desagradable impresión de no saber dónde estaba. Veía por la ventana las luces de la calle y recordaba con rabia a mis vigilantes apostados en el coche. De todas cuantas cosas me había ordenado la superioridad, la de mi escolta seguía pareciéndome la más estúpida. Era sin embargo consciente de que mis decisiones también debían parecerles estúpidas a los demás. De hecho, aquél era un oficio lleno de imbecilidad en el que se avanzaba a tientas basándose en pruebas no siempre fiables. Había demasiadas cosas libradas a la intuición, al
pálpito
, a la casualidad. Por ese motivo quedaban tantos casos sin resolver, muchos más de los que las estadísticas pueden permitirse hacer público. En la duermevela entreví kafkianos archivos alineándose a lo largo de pasillos interminables. Sin resolver, sin resolver, sin resolver... Montones de muertos que no clamaban justicia y cuyas almas no vagaban en pena. Horrores silenciados, que comenzaron y acabaron en sí mismos, una infamia más para el género humano a la que ni siquiera podemos buscar explicación. Un archivo anticuado lleno de penes sin nombre, sin cuerpo, sin vida. El timbrazo del teléfono unido a esa imagen angustiosa me hizo gritar. Encendí la luz y miré maquinalmente el reloj: las cinco de la mañana; algo grave había ocurrido. Esperé oír la voz del subinspector, pero a mi respuesta sólo siguió un momento de silencio. Se me aceleró el corazón.

—Diga, diga, ¿quién es?

El silencio fue rasgado por algo, quizá una respiración sibilante.

—¿Quién llama? Dígame.

A esas alturas ya estaba alarmada, con el cuerpo recorrido por ramalazos eléctricos de tensión. Tuve por un momento la seguridad de que colgarían, pero de repente oí una extraña voz:

—Inspectora Delicado, ¿es usted, seguro que es usted?

—Sí, soy yo, Petra Delicado. Dígame, ¿quién habla?

Un lamento, o un aullido, o quizá un alarido sofocado y lleno de desesperación invadió mi auricular.

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