Misterio de los anónimos (2 page)

—¡Está al sur de China! —intervino inesperadamente el chico de telégrafos—. Tengo allí un tío, por eso lo sé.

—Pero... pero ¿por qué se va Fatty?... ¿Por qué ha de resolver allí un misterio?... ¿por qué?, ¿por qué?... —comenzaron a decir los cuatro niños, completamente asombrados e intrigados.

—Estas vacaciones no le veremos —gimoteó de pronto Bets, que quería mucho a Fatty y estaba deseando verlo.

—Buena cosa —exclamó el señor Goon devolviendo el telegrama a Pip—. Ésa es mi opinión. Buenísima noticia. Ese niño es una molestia, continúa queriendo dárselas de detective... y utilizando disfraces para burlar a la ley... y metiendo las narices en donde no le importa. Quizá tengamos un poco de paz estas vacaciones si ese niño entrometido se ha marchado a Tippy... Tippy... como se llame.

—Tippylulú —dijo el niño de telégrafos, quien parecía tan interesado como cualquiera—. Escuche, señorito... ¿ese telegrama es de ese chico tan inteligente, el señor Trotteville? He oído hablar de él.

—¡«El señor» Trotteville! —repitió el señor Goon indignado—. Pero si no es más que un niño. ¡«Señor» Trotteville! ¡Señor Fatty, el Metomentodo, así es cómo yo le llamo!

Bets volvió a reír por lo bajo, y el señor Goon se puso como la púrpura. Siempre que se enfadaba le ocurría lo mismo.

—Lo siento. No quise acalorarle ni molestarle —dijo el chico de telégrafos, que al parecer sabía pedir disculpas por todo—. Pero claro que he oído hablar de ese niño, señor. Parece que es muy, muy inteligente. ¿Acaso no descubrió un gran complot las vacaciones pasadas, mucho antes de que lo hiciera la policía?

Al señor Goon no le agradó saber que la fama de Fatty había llegado hasta más allá de las fronteras, y lanzó uno de sus gruñidos característicos.

—¡Debes tener mejores cosas que hacer en la Oficina de Telégrafos que escuchar semejantes cuentos de hadas! —dijo al muchacho—. Ese niño Fatty no es más que un entrometido y siempre lo ha sido, y conduce a estos niños a meterse en lo que no les importa. Estoy seguro de que sus padres estarán contentísimos de que se haya ido a Tippy... Tippy... er...

—Tippylulú —dijo el repartidor de telegramas solícitamente—. Imagínese que le han pedido que vaya allí a resolver un misterio, señor. ¡Cáscaras, tiene que ser muy listo!

Los cuatro niños estaban encantados al oír aquello. Sabían cuánto debía molestarle al policía.

—Márchate ya —dijo el señor Goon, considerando que aquel muchacho era una verdadera molestia—. ¡Lárgate! Ya has perdido bastante tiempo.

—Sí, señor; desde luego, señor —dijo el muchacho, cortés—. Imagínese que ese niño se marcha a Tippylulú... y además en avión. ¡Cáscaras! Tengo que escribir a mi tío que vive allí y decirle que me cuente todo lo que haga el señor Trotteville. ¡Cáscaras!

—¡Lárgate! —exclamó el señor Goon. El muchacho guiñó un ojo a los niños y asió el manillar de su bicicleta. A los niños les resultaba simpático. Tenía el pelo rojo, el rostro cubierto de pecas, las cejas también rojas y una boca muy expresiva.

Montó en su bicicleta, avanzó peligrosamente hacia el señor Goon, y tras describir una curva impresionante desapareció carretera abajo haciendo sonar los dos timbres con todas sus fuerzas.

—Ahí tenéis a un muchacho que es cortés y respetuoso con la Ley —dijo el señor Goon a los otros—. ¡Un ejemplo que debíais seguir!

Pero los otros niños ya no prestaban atención al rechoncho policía, sino que volvían a leer el telegrama. ¡Era sorprendente! Claro que Fatty «era» sorprendente... ¡pero ir a China en avión!

—Mamá no «me» dejaría nunca hacer una cosa igual —dijo Pip—. Al fin y al cabo Fatty sólo tiene trece años. ¡No puedo creerlo!

Bets se echó a llorar.

—¡Deseaba tanto que volviera estas vacaciones y descubriera otro misterio! —gimoteó.

—Cállate, Bets, y no seas niña —dijo Pip—. También podemos resolver misterios sin Fatty, ¿no es cierto?

Pero en su interior cada uno de ellos sabía que sin Fatty no podían hacer gran cosa. Fatty era el verdadero jefe, el que se atrevía a hacer toda clase de cosas, el verdadero cerebro de los Pesquisidores.

—Sin Fatty somos como una madriguera sin conejos —dijo Daisy dolida. Aquello sonaba mal, pero nadie se rió. Todos comprendieron lo que Daisy quiso decir. Las cosas nunca eran ni la mitad de excitantes e interesantes sin Fatty.

—No acabo de creerlo —dijo Larry, echando a andar por la avenida con los otros—. ¡Mira que ir Fatty al sur de China! ¿Y cuál «puede» ser el misterio que ha de resolver allí? Yo creo que debía haber encontrado tiempo para venir a contárnoslo.

—Ese chico del telegrama tiene muy buena opinión de Fatty, ¿no es cierto? —dijo Bets—. Imaginaos! ¡Fatty debe estar haciéndose muy famoso!

—Sí. Al viejo Ahuyentador no le ha gustado que alabara a Fatty —rió Larry—. Me ha gustado ese chico. Me recuerda a alguien, pero no sé a quién.

—Escuchad... ¿qué va a ser de «Buster»? —exclamó Bets de pronto, deteniéndose en mitad de la avenida—. A Fatty no le permitirán llevarse su perro... y a «Buster» se le partirá el corazón si se queda solo. ¿Qué creéis que será de él? ¿No podríamos tenerlo «nosotros»?

—Apuesto a que a Fatty le gustaría que lo tuviéramos nosotros —dijo Pip—. Vayamos a casa de Fatty y pidamos a su madre que nos deje a «Buster». Vamos. Iremos ahora mismo.

Dieron media vuelta y bajaron por la avenida. Bets sentíase un poco consolada. Ya que no tenían a Fatty, por lo menos tendrían a su perro. ¡El bueno de «Buster»! Era un encanto y habían compartido tantas aventuras.

Llegaron a la casa de Fatty y subieron por la avenida. La madre de Fatty estaba cortando narcisos para sus jarrones y sonrió a los niños.

—¿Ya estáis de vuelta para las vacaciones? —les dijo—. Bien, espero que os divirtáis mucho. Tenéis unas caras muy serias. ¿Ocurre algo?

—Pues... hemos venido para ver si podía dejarnos a «Buster» estas vacaciones —dijo Larry—. ¡Oh, ahí está! «Buster», el bueno de «Buster». ¡Ven aquí!

CAPÍTULO II
¡FATTY ES REALMENTE SORPRENDENTE!

«Buster» fue corriendo hacia los niños ladrando desesperadamente y meneando la cola diecinueve veces por docena. Saltó sobre ellos tratando de lamerles y sin dejar de ladrar.

—¡Mi buen «Buster»! —exclamó Pip—. ¡Apuesto a que echas de menos a Fatty!

—Ha sido una gran sorpresa saber que Fatty se ha ido a la china —dijo Daisy a la señora Trotteville, quien pareció sorprenderse.

—¡Y además en avión! —intervino Larry—. Usted le echará de menos, ¿no es cierto, señora Trotteville?

—¿Qué es exactamente lo que queréis decir? —preguntó la señora Trotteville mirándoles como si los niños se hubieran vuelto locos de repente.

—¡Cielos... Fatty no debe habérselo dicho! —exclamó Bets en un susurro demasiado audible.

—¿Decirme «qué»? —dijo la señora Trotteville impacientándose—. ¿Qué es ese misterio? ¿Qué es lo que ha estado inventando Fatty?

—Pero... pero... ¿usted no lo sabe? —tartamudeó Larry—. Se ha ido a Tippylulú y...

—¡Tippylulú! ¿Qué significa esa tontería? —dijo la señora Trotteville, y alzando la voz llamó—: ¡Federico! Ven aquí en seguida!

Los niños se volvieron hacia la casa conteniendo la respiración... y por la puerta principal, caminando perezosamente, apareció Fatty. Sí, era realmente Fatty que, lleno de vida, sonreía satisfecho, mostrándoles su cara rechoncha. Bets, lanzando un grito, corrió hacia él para abrazarle.

—¡Oh, ya pensaba que te habías ido a Tippylulú! ¿No te has ido? ¡Oh, cuánto me alegro de que estés aquí!

Los otros le contemplaron intrigados.

—¿Tú nos enviaste este telegrama? —exclamó Daisy de pronto—. ¿Fue una broma tuya, Fatty?

—¿Qué telegrama? —preguntó Fatty inocentemente—. Ahora iba a veros.

—¡Este telegrama! —exclamó Pip, poniéndoselo en la mano. Fatty lo leyó, quedando asombrado.

—Alguien os ha gastado una broma. ¡Y de todas maneras, mira que creeros que yo me iba a Tippylulú! ¡Troncho! ¡Qué barbaridad!

—¡Tú y tus bromas! —dijo la señora Trotteville—. Como si yo hubiera dejado que Federico fuese a la China o dondequiera que esté ese sitio tan ridículo... Tippylulú. Y ahora si queréis hablar con Federico, id adentro o salir a dar un paseo.

Fueron al interior de la casa todavía muy intrigados. «Buster» danzaba a su alrededor ladrando de contento. Estaba excitado porque todo el grupo de Pesquisidores había vuelto a reunirse.

—¿Quién os entregó el telegrama? —quiso saber Fatty.

—El chico de telégrafos —replicó Pip—. Un muchacho pelirrojo, lleno de pecas y con una voz muy decidida y simpática. ¡Dejó caer su bicicleta y el manillar dio en la espinilla del viejo Ahuyentador! ¡Debieras haberle visto cómo bailaba!

—¡Hum! —dijo Fatty—. «Yo» creo que ese chico de telégrafos es un poco raro! ¡Entregar un telegrama que yo no envié! ¡Vamos a buscarle y le haremos unas cuantas preguntas!

Salieron de la casa y echaron a andar por la carretera, llevando a «Buster» pegado a sus talones.

—Larry y Daisy, vosotras id por ese lado; Pip y Bets, por el opuesto —dijo Fatty—. Yo tomaré este tercer camino. Registraremos el pueblo a conciencia para dar con ese chico, y dentro de media hora nos encontraremos junto a la iglesia.

—Yo quiero ir «contigo», Fatty —dijo Bets.

—No, tú ve con Pip —replicó Fatty con inusitada dureza de corazón, ya que siempre dejaba que Bets se saliera con la suya en todo. La niña no dijo nada, pero echó a andar con Pip sintiéndose muy ofendida.

Larry y Daisy no vieron ni rastro del chico de telégrafos, y a los veinticinco minutos estaban ya esperando en la esquina de la iglesia. Luego llegaron Pip y Bets, quienes tampoco le habían visto. Miraron a un lado y a otro para ver si veían a Fatty y «Buster».

Una bicicleta dobló la esquina y en ella iba... el chico pelirrojo de los telegramas, silbando fuertemente. Larry le llamó.

—¡Eh! ¡Ven aquí un momento!

El chico se detuvo junto a la acera. Sus cabellos rojizos le caían sobre la frente y llevaba la gorra de su uniforme muy bien puesta de lado.

—¿Qué quieres, amigo? —dijo.

—Quiero hablarte de ese telegrama —respondió Larry—. ¡Ha sido una broma! ¡Nuestro amigo Federico Trotteville no se ha ido a la China... está aquí!

—¿Dónde? —exclamó el muchacho mirando a su alrededor.

—Quiero decir que está en el pueblo —dijo Larry—. Estará aquí dentro de unos minutos.

—¡Cáscaras! —exclamó el chico—. ¡Cuánto me gustaría verle! ¡Es una maravilla, vaya si lo es! Me pregunto por qué no le emplea la policía para que les ayude a resolver sus problemas.

—Bueno, ya sabes que «todos» nosotros ayudamos a resolver los misterios —dijo Pip, pensando que ya era hora de que él y los otros recibieran de aquel chico alguna de sus alabanzas.

—No, ¿de veras? —exclamó el muchacho—. Yo creía que el señor Trotteville era el cerebro del grupo. ¡Cáscaras, cómo me gustaría conocerle! ¿Creéis que me daría su autógrafo?

Los niños le miraron pensando que Fatty debía ser realmente famoso cuando incluso los repartidores deseaban su autógrafo.

—Nos trajiste un telegrama falso —dijo Larry—. Una mentira, una broma. ¿Lo falsificaste «tú»?

—¡Yo! ¡Cáscaras, hubiera perdido mi empleo! —exclamó el chico de telégrafos—. Escuchad: ¿cuándo va a venir ese tan famoso amigo vuestro? Quiero conocerle, pero no puedo esperar todo el día. Tengo que regresar a la Oficina de Telégrafos.

—Bueno, la Oficina de Telégrafos puede esperar unos minutos —repuso Pip pensando que ninguno de ellos había conseguido sacar gran información del repartidor, y confiando en que tal vez Fatty lo lograse.

Un perro pequeño dobló la esquina y Bets lanzó un grito:

—¡«Buster»! ¡Ven aquí, «Buster»! ¿Dónde está Fatty? Dile que se dé prisa.

Todos pensaron que Fatty aparecería de un momento a otro por la esquina, pero no fue así. «Buster» avanzó hacia ellos solo, y no gruñó al chico de Telégrafos, sino que tras darle un lametón sentóse junto a él en la acera contemplándole con ojos de adoración.

Bets estaba asombradísima. Nunca había visto que «Buster» adorase a otro que a Fatty. La niña le miró con extrañeza ¿Por qué gustaría tanto el repartidor de telegramas a «Buster»?

Luego, lanzando un grito agudo, se abalanzó tan de improviso sobre el chico de los telegramas que él pegó un respingo.

—¡Fatty! —dijo—, ¡Oh, Fatty! ¡Qué tonto eres! ¡«Fatty»! ¡«Fatty»!

Pip estaba boquiabierto, y Daisy le miraba como si no pudiera dar crédito a sus ojos. Larry explotó dando una fuerte palmada en la espalda del chico de telégrafos.

—¡El muy diablo! ¡Eres lo peor que hay. Qué bien nos has engañado... igual que al viejo Ahuyentador. Fatty, eres una maravilla. ¿Cómo lo haces?

Fatty les sonrió quitándose sus cejas pelirrojas de un tirón. Luego frotó sus pecas con un pañuelo humedecido y levantó un poco la peluca roja para que pudieran ver sus cabellos negros, ocultos debajo.

—¡Fatty! ¡Es un disfraz maravilloso! —exclamó Pip con envidia—. Pero ¿cómo te las arreglas para torcer la boca en forma que resulte distinta, entrecerrar los ojos para que parezcan más pequeños y todo eso?

—Oh, para eso hay que ser buen actor —replicó Fatty hinchándose de orgullo—. Ya os dije antes, ¿no?, que yo siempre representaba el papel principal en las obras del colegio, y este último curso yo...

Pero los niños no deseaban oír contar las maravillosas andanzas de Fatty en el colegio. Ya las oían demasiado a menudo, y Larry le interrumpió:

—¡Caramba! Ahora ya sé por qué el chico de telégrafos te alababa tanto. ¡Tonto! ¡Llamarte tú mismo señor Trotteville y pidiendo tu propio autógrafo! ¡Sinceramente, Fatty, eres el colmo!

Todos fueron a la casa de Pip y pronto se acomodaron en el cuarto de jugar, para examinar la gorra, la peluca, y demás cosas empleadas por Fatty para disfrazarse.

—Es un disfraz nuevo —explicó Fatty—. Y claro, tenía ganas de probarlo. Bonita peluca, ¿verdad? Ha costado mucho dinero. No me atreví a decírselo a mamá. Apenas podía aguardar para probarlo con vosotros. Me estoy convirtiendo en un gran experto en disfraces y caracterizaciones.

—Lo eres ya, Fatty —le dijo Bets, generosa—. Nunca hubiera adivinado que eras tú de no haber sido por «Buster» que te miraba con ojos de admiración que sólo guarda para ti, Fatty.

—¡Así que por eso lo adivinaste, eres una niña muy lista! —dijo Fatty—. Eso está muy bien. ¡La verdad es que algunas veces pienso que tú te fijas y ves más que los otros!

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