Misterio de los anónimos (10 page)

—He dicho que los caballos y perros son muy interesantes —insistió.

—Depende —replicó el hombre, continuando la lectura del periódico.

Aquello no era una gran ayuda para proseguir la conversación, pensó Fatty con pesar. Los otros habían tenido mucha suerte al encontrar gente con la que era fácil charlar. Pero sin embargo, de todos los pasajeros del autobús, aquel hombre era el que más probabilidades tenía de ser el autor de los anónimos... malcarado, ceñudo y de boca cruel. Fatty se estrujó el cerebro y volvió a intentarlo.

—Er... ¿Podría decirme qué hora es? —le dijo con voz insegura. No hubo respuesta. ¡Aquello estaba resultando muy pesado! Fatty no pudo por menos de sentirse molesto. ¡No había necesidad de ser tan grosero!

—¿Podría decirme qué hora es? —repitió.

—Podría, pero no pienso decírtela, puesto que llevas reloj de pulsera —respondió el hombre, y Fatty se hubiera dado de cachetes.

«¡Esta mañana no estás resultando muy buen detective! —se dijo interiormente—. ¡Ánimo, Federico Algernon Trotteville, y aguza el ingenio!»

—¡Oh... mire qué avión! —exclamó Fatty señalando un avión que volaba bastante bajo—. ¿Sabe usted qué modelo es, señor?

—Una fortaleza volante —dijo el hombre sin levantar los ojos. Puesto que el avión sólo tenía dos motores y no cuatro, aquella respuesta era equivocada y Fatty lo sabía. Contempló a su compañero de viaje con desaliento. ¿Cómo lograría sacarle algo?

—Yo voy al mercado de Sheepsale —dijo—. ¿Y usted, señor?

No tuvo respuesta. Fatty deseaba que «Buster» mordiera los tobillos de aquel hombre.

—¿Sabe usted si este pueblo que estamos pasando es Villa Buckle? —preguntó Fatty mientras pasaban por un pueblecito pequeño. El hombre, dejando el periódico, miró a Fatty de mal talante.

—Soy forastero —le dijo—. ¡Y no sé nada de Buckle, ni Sheepsale, ni su mercado! Sólo voy allí para reunirme con mi hermano y luego marcharme a otro sitio... ¡y todo lo que puedo decirle es que cuanto más lejos me vaya de las máquinas parlantes como tú, tanto mejor!

Y todo esto lo dijo en tono muy alto, de manera que la mayoría de la gente del autobús lo oyó, y el señor Goon se echó a reír de buena gana.

—¡Ah, a mí también me tiene harto! —gritó—. Reconozco que es una verdadera plaga.

—¡Ve a sentarte a cualquier otro sitio y llévate a tu perro apestoso! —continuó diciendo el hombre malcarado, satisfecho de que alguien compartiera su opinión respecto al pobre Fatty.

De manera que Fatty, con el rostro como la grana, y convencido de que ya no conseguiría sacar nada más de aquel hombre, se levantó yendo a sentarse a la parte delantera del autobús, donde no había nadie. Bets se compadeció de él, y dejando a la señora Jolly fue a hacerle compañía.

Larry, Pip y Daisy se acercaron también y comenzaron a hablar en voz baja.

—Yo no creo que sea ninguno de los que están aquí —dijo Fatty cuando hubo escuchado todo lo que los demás tenían que decirle—. Es evidente que el viejo Ahuyentador no es... y podemos descartar también a la señorita Tembleque y a la señora Jolly. Y estoy de acuerdo con Pip en que no es muy probable que lo sea tampoco la joven artista, sobre todo cuando ni siquiera sabe dónde está el buzón de correos. Y mi hombre dijo que es forastero, así que tampoco debe de ser él. Un extraño no conocería a la gente de Peterswood.

—¿Viene cada lunes en este autobús? —dijo Pip en voz baja.

—No he llegado a preguntárselo —dijo Fatty con pesar—. O no me contestaba, o me daba un chasco. En realidad no parece que ninguna de las personas que están aquí hayan podido echar esas cartas.

—¡Mirad... hay alguien aguardando en la próxima parada! —exclamó Bets de pronto—. En realidad no es una parada... es alguien que está haciendo señas al autobús para que se detenga. Ésa debe ser la persona que buscamos, si no es ninguna de las que están aquí.

—Tal vez lo sea —dijo Fatty esperanzado, y todos aguardaron para ver quién subía.

¡Pero era el vicario de Buckle! Los niños le conocían muy bien porque algunas veces iba a hablarles a su iglesia de Peterswood. Era un hombre alegre y campechano, y les gustaba mucho.

—¡Él no puede ser! —exclamó Fatty desilusionado—. Es imposible. ¡Maldita sea! No adelantamos nada.

—No te importe... quizás alguno de ellos se dirija a echar una carta al bajar del autobús —dijo Pip—. Esperémoslo así. Tal vez lo haga tu hombre malcarado Fatty. Parece el más sospechoso. Tal vez haya mentido al decir que es forastero.

El vicario hablaba con todos los pasajeros del autobús con su voz alegre y animosa. El hombre malcarado no le hizo caso, y como el vicario no le saludó los niños quedaron convencidos de que no le conocía. De manera que bien «podía ser» un forastero al fin y al cabo.

—Pronto llegaremos a Sheepsale —dijo Fatty—. Caramba, ¿verdad que es una cuesta muy empinada? Dicen que antiguamente antes de que hubieran coches de motor se necesitaban ocho caballos para que tirasen del coche.

El autobús se detuvo bajo unos grandes árboles en Sheepsale, y a los oídos de todos llegó una babel de balidos, mugidos, cacareos y graznidos. ¡El mercado estaba en pleno apogeo!

—¡De prisa... bajad los primeros! —dijo Fatty a los otros—. Quedaremos junto al buzón de correos... y vigilad atentamente.

Los niños se apresuraron. La señorita Trimble les saludó con una inclinación de cabeza al pasar ante ellos y echó a andar por un camino pequeño. Los Pesquisidores descubrieron en seguida la estafeta de correos y se aproximaron. Fatty sacó una carta y comenzó a pegarle el sello con gran parsimonia.

—No quiero que Goon se pregunte por qué estamos aquí —murmuró con precaución a los otros—. Voy a echar esta carta al correo.

La señora Jolly fue el mercado en busca de su hermana y los niños la vieron marchar.

—Bueno, ni la señorita Tembleque ni la señora Jolly han echado ninguna carta —dijo Fatty—. Eso las elimina. Ah... ahí viene la joven pintora.

La joven les sonrió y siguió su camino, pero de pronto se detuvo.

—¡Ya veo que habéis encontrado la estafeta de correos! —les gritó—. ¡Cuánto me alegro! Qué tonta soy de no haberme fijado cuando paso por aquí todos los lunes. ¡Pero soy tan distraída!

—Ella tampoco es —dijo Pip viéndola desaparecer en dirección al mercado—. Lo suponía. Es demasiado simpática.

El vicario desapareció también sin acercarse a donde estaban ellos. Ahora sólo quedaban el señor Goon y el hombre malcarado. El policía miró a Fatty, y el niño, alzando las cejas, le sonrió amablemente.

—¿Puedo servirle en algo, señor Goon?

—¿Qué estás haciendo aquí? —dijo el policía—. Es curioso que nunca pueda verme libre de vosotros. Siempre os lleva pegados a mis pantalones.

—Nosotros estábamos pensando lo mismo de usted —replicó Fatty, sin dejar de observar al hombre malcarado que estaba en pie junto a la acera leyendo todavía su periódico de caballos y perros. Fatty preguntóse si iría a echar una carta, pero aguardaba a que se fuesen ellos y el policía. ¿O esperaría «en realidad» a su hermano como le había dicho?

—Al otro lado de la calle está la confitería —dijo Fatty en voz baja echando su carta en el buzón—. Vamos a comprar algo. Desde allí podremos vigilar el buzón. ¡Y si el hombre malcarado o el viejo Ahuyentador esperan para echar la carta podrán hacerlo sin percatarse de que son observados!

Así que todos cruzaron la calle para ir a la confitería. Larry y Daisy comenzaron a discutir si era mejor comprar caramelos de menta o de café con leche, mientras que Fatty vigilaba atentamente el buzón de correos detrás de la puerta de cristales. Podía ver, sin ser visto, puesto que el interior de la tienda estaba oscuro.

El hombre malcarado dobló el periódico y miró a un lado y a otro de la calle. El señor Goon desapareció en el interior de un estanco. Fatty observaba conteniendo la respiración. Ahora no había nadie en la calle... ¿echaría aquel hombre una carta al correo?

Se acercó un automóvil, y el conductor saludó abiertamente al hombre malcarado, que le contestó. Le abrió la portezuela y fue a colocarse al lado del conductor. Luego el automóvil se alejó rápidamente. Fatty exhaló un suspiro tal, que los otros se volvieron a mirarle.

—No ha echado ninguna carta —dijo Fatty—. Decía la verdad. Alguien le ha recogido en un coche. ¡Maldita sea! ¡Qué lástima! ¡Qué rabia!

—Bueno, aunque «hubiera» echado la carta no veo cómo hubiéramos podido cogerle —dijo Pip—. No sabemos su nombre ni nada de él. Pero yo digo una cosa... es muy extraño, ¿no?... ni un solo pasajero ha echado una carta... y sin embargo cada lunes ha salido un anónimo de esta estafeta.

—Bueno... esperaremos hasta las once cuarenta y cinco cuando el cartero viene a recoger las cartas —propuso Fatty—. Por si volviera alguno de los pasajeros. Ah, ahí va el señor Goon hacia el mercado. ¡Supongo que irá a comprar crema y mantequilla para engordar un poco más!

Los niños aguardaron pacientemente junto al buzón de correos hasta que el cartero fue a recoger las cartas, pero nadie fue a echar ninguna. Aquello era descorazonador.

—¡Estamos en el mismo sitio que estábamos! —dijo Fatty lamentándose—. Es enloquecedor, ¿no es cierto? ¡No creo que seamos tan buenos detectives como nos imaginábamos! Id al mercado. Yo quiero pensar a solas. ¡Tal vez encuentre pronto una idea mejor!

Así que los demás fueron al mercado, dejando al pobre Fatty terriblemente desalentado.

CAPÍTULO XII
UN DÍA ESTUPENDO

Los niños lo pasaron en grande en el mercado. Era un lugar tan ruidoso, amable y lleno de vida... los pájaros y animales estaban tan excitados... y la gente del mercado tenía tan buen humor y eran tan habladores...

Encontraron a la hermana de la señora Jolly, quien se empeñó en regalarles a cada uno un hermoso huevo moreno y un trozo de mantequilla dorada, hecha en su casa, para el desayuno. Bets estaba encantada, pues apreciaba mucho más que los otros los regalos inesperados.

—¡Oh, «gracias»! —le dijo—. ¡Qué amable es usted... igualita que la señora Jolly. Siempre nos regala caramelos. ¿Usted también se llama Jolly?

—No, yo soy la señora Bollo —repuso la hermana de la señora Jolly, y Bets estuvo a punto de contestar: «¡Oh, es un nombre «adecuadísimo» para usted!», pero supo detenerse a tiempo. Y es que la señora Bollo era exactamente igual a su nombre... redonda, suave y cálida, con unos ojos como pasas negras.

—Vamos a buscar a Fatty para que venga a ver el mercado —dijo Bets—. No me gusta pensar que se está aburriendo solo. Estamos atascados en este caso y no creo que ni siquiera Fatty sea capaz de desatascarnos.

—¡Mirad, allí está la joven pintora! —exclamó Pip. Y allí estaba, en mitad del mercado, pintando con afán todos los animales y pájaros que la rodeaban. Los niños se acercaron a ver su pintura, considerándola muy buena.

Bets fue a buscar a Fatty y le encontró sentado en un banco del pueblo, absorto en sus pensamientos. Bets le contempló llena de admiración. Le imaginaba cuando fuese mayor resolviendo profundos misterios que nadie fuese capaz de descifrar. Al acercarse le sobresaltó.

—¡Oh, Fatty, perdona! ¿Te he asustado? Ven a ver el mercado... es maravilloso.

—Aún no he terminado mis meditaciones —replicó Fatty—. Tal vez si hablo contigo, Bets, veré las cosas con mayor claridad.

Bets sintióse emocionada y orgullosa.

—Oh, sí. «Háblame», Fatty. Yo te escucharé sin decir palabra.

—Oh, tú también puedes hablar —dijo Fatty—. Eres una personita muy sensata. No he olvidado cómo adivinaste que el chico de los telegramas era yo sólo porque viste a «Buster» que me miraba con admiración.

Al oír mencionar su nombre, «Buster» alzó la cabeza. Estaba triste porque seguía sujeto a la correa y deseaba ardientemente ir al mercado, porque los aromas que llegaban hasta él eran demasiado excitantes para poder explicarlos con palabras. Meneaba la cola con lentitud.

—Parece como si «Buster» también estuviera reflexionando —dijo Bets, pero Fatty no le hizo caso porque estaba absorto en sus pensamientos con la mirada perdida en el vacío. Bets decidió no molestarle, ya le hablaría cuando lo desease, y comenzó a ensayar la manera de arrugar la nariz como el hombre malcarado. «Buster» la observaba.

De pronto Fatty también se dio cuenta y la miró extrañado.

—¿Qué le ocurre a tu nariz? —le dijo.

—Nada, la estoy frunciendo igual que aquel hombre —repuso Bets—. Háblame, Fatty.

—Bien, estoy tratando de averiguar qué es lo que debemos hacer a continuación —explicóle Fatty—. Tenemos que... cada lunes durante varias semanas, alguien ha echado una carta para alcanzar el correo de las once cuarenta y cinco aquí, en Sheepsale... y todas esas cartas han sido recibidas por diversas personas en Peterswood. Pues bien, si recuerdas, yo dije que parecía como si las hubiese enviado alguien que viviera en Peterswood y que por lo tanto conociese a la gente y, posiblemente, sus historias.

—Sí, eso es —dijo Bets.

—Y nosotros dedujimos que el autor de los anónimos probablemente cogía ese autobús los lunes y echaba la carta al llegar —continuó Fatty—. Así que cogimos el mismo autobús, pero no hemos descubierto a nadie que sea «verdaderamente» sospechoso... aunque cada uno de los pasajeros del autobús deben ingresar en nuestra lista de sospechosos... y tampoco hemos sorprendido a nadie echando la carta.

—No irás a poner en la lista al viejo Ahuyentador y al señor vicario, ¿verdad? —dijo Bets asombrada.

—Allí irán todos —dijo Fatty en tono firme—. Podemos tacharlos cuando creamos que no han sido... pero hay que apuntarlos a todos.

—Entonces el viejo Ahuyentador nos habrá puesto también a todos «nosotros» en su lista de sospechosos —exclamó Bets de pronto—. Supongo que estaría en el autobús por el mismo motivo que nosotros... para echar una mirada a los pasajeros y observar quién echaba la carta.

Fatty miró a Bets, y luego estalló en tales carcajadas que la niña se sobresaltó.

—¿He dicho algo raro? —preguntó.

—No, Bets. Pero ¿no te das cuenta de qué pasajero ha echado una carta? —dijo Fatty sonriendo.

—Ninguno —replicó Bets—. ¡Bueno... excepto tú, claro!

—Sí... yo! —dijo Fatty—. Y eso va a hacer que el viejo Goon se rasque fuertemente la cabeza cuando piense que de todos sus preciosos sospechosos sólo uno ha echado una carta... ¡Y ése ha sido su adversario predilecto, Federico Trotteville!

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