Misterio de los anónimos (17 page)

—Parece que el viejo Ahuyentador no me ha visto —dijo Larry—. Gracias a Dios. Creo que me voy a dormir. Resulta tan arrullador el murmullo del agua... hace una tarde tan apacible y hermosa...

Una respiración fatigosa alteró aquella paz, y unos pasos enérgicos se acercaron por la hierba hasta el arbusto que les cobijaba. Apareció el señor Goon con el rostro enrojecido como de costumbre. Llevaba un saquito en la mano y parecía muy enfadado. Lo dejó caer al suelo con furia.

—¡Más pistas, supongo! —gruñó—. ¡Otra de vuestras estúpidas bromas! ¡Ratas blancas y cajas de fósforos! ¡Um! ¡Bah! ¡Qué atajo de niños! Y ahora «estas» pistas... escondidas bonitamente detrás de un arbusto para que yo las encontrara, supongo. ¿Por quién me habéis tomado? ¿Por un bobalicón?

Los niños estaban asombrados ante aquella salida, y Bets verdaderamente alarmada. Fatty se apresuró a sujetar a «Buster» por el collar, pues el perrito había enseñado los dientes y estaba gruñendo amenazador.

—¿Qué ocurre, Goon? —dijo Fatty con voz de persona mayor.

—¡Lo sabes tan bien como yo! —replicó el policía—. ¡Más pistas! ¡Supongo que ahora me dirás que no sabes nada de este saco de pistas! ¡Bah!

—¿Qué saco? ¿Y qué pistas? —dijo Fatty, de verdad intrigado—. No... lo cierto es que no sé de qué me está usted hablando, señor Goon.

—¡No lo sabes... oh no, no lo sabes! —dijo el señor Goon lanzando una risa muy desagradable—. ¿Y supongo que tampoco sabes nada de pelucas pelirrojas, verdad? ¿O de escribir cartas desagradables a la Ley? ¡Bien, pues yo sé mucho! ¿O no? Ya te enseñaré a dejar pistas para que yo las encuentre. Te crees que soy un verdadero ignorante, ¿verdad?

—Cállate, «Buster» —dijo Fatty, pues «Buster» estaba gruñendo fuertemente—. Por favor, señor Goon, váyase. Está asustando a la pobre Bets y no creo que pueda sujetar a «Buster» mucho más tiempo. Yo no sé de «qué» me está hablando... y, desde luego, no he visto nunca ese saco.

«Buster» lanzó un gruñido tan potente y amenazador que el señor Goon consideró que lo mejor era hacer lo que Fatty decía. Así que se marchó dejando el saco en el suelo y alejándose con toda la majestad que le fue posible.

—Vaya, qué individuo más desagradable —dijo Fatty rodeando a Bets con su brazo—. No te preocupes por él, Bets —la consoló viendo que la niña lloraba—. Ya le conocemos. ¡No necesitas «asustarte»!

—No me gusta la gen-gen-gente que grita así —sollozó Bets—. Y además, ¿qué dijo de tu peluca roja? ¿La habrá encontrado?

—Yo también me hago la misma pregunta —dijo Fatty—. Cuando volvamos la miraremos. La dejé en la glorieta, ¿verdad? Ahora desearía no haberlo hecho.

—¿Qué significa este saco de pistas de que ha estado hablando el viejo Ahuyentador? —dijo Larry arrastrándolo hacia así—. Alguna colección de desperdicios que algún vagabundo habrá dejado escondida detrás de un arbusto, supongo... y que el señor Goon ha encontrado pensado que eran más pistas falsas que tú, Fatty, habías dejado allí para que él las encontrara.

Larry deshizo el atado del saco. No era mucho más grande que un saco de harina de tres libras, y en su interior, semienvueltas en papel castaño, había varias cosas muy curiosas.

Un pequeño diccionario escolar... que hizo exclamar a Pip en cuanto lo vio:

—¡Caramba! ¡Os aseguro que éste es mi diccionario! —dijo—. El que perdí durante las pasadas vacaciones. ¿Verdad, Bets? Diantre, ¿cómo habrá ido a parar a ese saco?

Esto fue motivo para que todos se incorporaran y prestaran atención en seguida. Fatty alargó la mano para coger el saco. Echó un vistazo al diccionario observando que algunas palabras estaban subrayadas. Una de ellas era «ladrón». Otra era «fruta». Fatty encontró otras también subrayadas.

El nombre de Pip estaba en la primera página del diccionario. No cabía la menor duda de que era el que perdió. Fatty introdujo la mano en el saco para ver qué más había.

Y sacó... un abecedario.

—¡A... amapola roja y alegre! —cantó—. B... bebé acaba de salir de la cama. Cielos, no es de extrañar que Goon haya creído que preparamos estas cosas para él... un diccionario y un abecedario. ¡Muy curioso!

Había también una libreta escolar con algunas páginas llenas, y no muy pulcras. Larry se echó a reír.

—Yo creo que éste es el tesoro de algún niño del pueblo —exclamó—. Aunque sólo Dios sabe por qué cogió el diccionario de Pip.

Fatty volvió a meter la mano y sus ojos se pusieron muy brillantes de pronto. Sacó un horario de los autobuses muy viejo. Quiso abrirlo, y se abrió por una página muy manchada por un pulgar... y en aquella página había una señal.

—¿Sabéis lo que está marcado? —dijo Fatty—. ¡El autobús de las diez quince para Sheepsale! ¿Qué os parece?

Los otros le miraron muy intrigados, y Fatty les habló con excitación:

—¡Éstas son verdaderas pistas! ¿No lo entendéis, tontos? Goon pensó que eran pistas falsas puestas por nosotros para engañarle... pero son «auténticas», y pueden ayudarnos a echar el guante al autor de los anónimos hoy mismo.

Ahora se excitaron los otros.

—¡Ooooh! —exclamó Bets—. ¡Qué tonto ha sido el señor Goon al dárnoslas a «nosotros»!

Fatty metió otra vez la mano, sacando un pedazo de papel con unas palabras escritas con muy mala letra. Sólo podían entenderse dos o tres palabras. Una era «cucharada», otra era «remover», y la tercera «horno». Fatty las leyó asintiendo con la cabeza. Era evidente que le complacía mucho aquel hallazgo.

—¡Pobre señor Goon! —dijo—. Hace el mayor descubrimiento de este misterio... y nos lo arroja a nuestros pies. ¡Cómo va a tirarse de los pelos cuando lo sepa! ¡Qué suerte hemos tenido, qué suerte!

CAPÍTULO XX
LLEGA EL INSPECTOR JENKS

Los otros cuatro trataron en vano de convencer a Fatty para que se explicase. No quiso.

—Podéis mirar esas pistas cuanto queráis —les dijo—, y si utilizáis vuestro cerebro os dirán exactamente lo que me han dicho a mí. Exactamente. Yo podría explicároslo todo en dos minutos..., pero yo creo que debéis tratar de descubrir lo que yo ya he descubierto.

—¡Pero ese estúpido abecedario! —exclamó Daisy—. ¡No me dice nada!

—Y todo lo que me dice ese horario es que hay un autobús para Sheepsale a las diez quince, y que es probablemente el que tomó el autor de los anónimos..., pero nada más —dijo Pip—. ¡Y en cuanto a mi diccionario... bueno, me desconcierta!

—Vamos... regresemos a casa —propuso Fatty—. Tengo que pensar sobre todo esto. No serviría de nada ir a contárselo a Goon. No creería ni una palabra. En realidad creo que está firmemente convencido de que yo tengo que ver con los anónimos. ¡Estoy seguro de que cree que «yo» le escribí esta carta!

—Bueno... ¿a quién acudiremos entonces? —preguntó Bets—. ¿Al inspector Jenks? ¡Me gustaría!

—He pensado que tal vez sería mejor decírselo primero a tu madre —dijo Fatty—. No me siento con ánimos para traer aquí al inspector Jenks por un caso como éste... y darle en la cabeza a Goon con las pistas que el propio Goon nos entregó. No sé por qué, pero no me parece justo.

—¡Pues a mí sí me lo parece! —exclamó Bets, a quien le desagradaba Goon más que a los otros—. Oh... Fatty... cuéntanos lo que has deducido de estas pistas, por favor, por favor...

—Vamos, Bets, si quieres pensar de firme y estudiar estas pistas, «sabrías» tanto como yo —dijo Fatty—. Vamos... volvamos a casa y por el camino todos podéis ir pensando, y si ninguno descubre lo que significan estas pistas, o a quién señalan, entonces yo os lo diré. ¡Pero dad a vuestros cerebros una oportunidad siquiera!

En silencio, sólo interrumpido ocasionalmente por algún ladrido de «Buster» persiguiendo a los gatos descarriados, llegaron a casa de Pip. Al enfilar la avenida vieron un gran automóvil negro aparcado allí.

—¿De quién será? —exclamó Bets.

—Y ahí está la bicicleta del señor Goon —dijo Daisy señalando el lugar donde estaba, junto a la puerta principal—. Está aquí también.

De pronto la señora Hilton abrió la puerta y permaneció ante ella esperándoles muy pálida y preocupada.

—Venid por aquí —les dijo—. Me alegro de que hayáis venido. Está aquí el señor Goon... diciendo cosas muy extrañas... ¡y ha hecho venir también al inspector Jenks!

—¡Oh! ¿Está aquí? —exclamó Bets encantada, y echando a correr hacia el salón. El corpulento inspector estaba allí y sus ojos brillaron al ver a Bets, pues la quería mucho.

Ella se echó en sus brazos.

—¡No le he visto desde las vacaciones de Navidad! ¡Está más alto que nunca! ¡Oh... está aquí el señor Goon!

Y allí estaba sentado, muy erguido en un rincón, al parecer muy satisfecho de sí mismo.

Los otros cuatro entraron más despacio y estrecharon la mano del inspector. Le conocían muy bien porque había acudido en su ayuda muy a menudo, cuando estaban resolviendo otros problemas. «Buster» giraba alrededor de sus piernas con gran contento, esperando una caricia que sabía habría de llegar.

La señora Hilton aguardó a que terminaran los saludos, y luego habló con voz preocupada.

—¡Niños! El señor Goon ha hecho venir aquí al inspector Jenks mientras estaba visitando Peterswood, porque tiene grandes quejas de vuestro comportamiento, especialmente de uno de vosotros, y pensó que sería conveniente que el mismo inspector le reprendiera. Pero no puedo imaginar lo que habréis estado haciendo... a menos que os hayáis entrometido en este asunto de los anónimos... y eso que os dijo que no lo hicierais.

Nadie habló. Fatty miraba cortés e interrogadoramente al inspector.

—¿Y si se explicase, Goon? —le dijo el inspector en tono amable—. Creo que tiene usted mucho que decir.

—Bien, señor —comenzó Goon con voz un tanto pedante—. Sé que siempre ha tenido usted muy buena opinión de estos niños... pero yo siempre he sabido más de ellos que usted, si me perdona la franqueza, señor... y se han excedido un poco... metiéndose en cosas que no les conciernen, y molestándome en mi trabajo... y uno de ellos... este niño que se llama Federico Trotteville, lamento informarle que está mezclado en este asunto de los anónimos y que me envió una carta de lo más ruda e insultante, señor... y lo que es más, va por ahí fingiéndose lo que no es, inspector... y engañándome como...

—¿Qué quiere decir usted exactamente con eso de que se finge lo que no es, Goon? —le preguntó el inspector en el mismo tono suave.

—Pues verá, él es un conjunto de chicos pelirrojos —replicó el señor Goon ante la sorpresa y confusión del inspector y la señora Hilton—. Y bien que me engañó. Primero fue un repartidor de telegramas pelirrojo... luego el chico del carnicero... y un repartidor de no sé qué... siempre enredando con su bicicleta, es un peligro público, señor, y un estorbo. Pero en cuanto pude encontrar la peluca pelirroja...

—¿Quién le dijo dónde estaba? —quiso saber Fatty.

—Me la enseñó la señora Luna —repuso el señor Goon—. Sí, y también me dijo todas las cosas que habíais estado diciendo de mí, señorito Federico... tú y los otros... ¡y también oyó cómo planeabas escribirme esa carta tan descarada!

—¿De veras? —exclamó Fatty con los ojos brillantes de curiosidad—. Y tal vez también le dijo quién era el autor de esos otros anónimos...

—Pues no, no me lo dijo —admitió el señor Goon—. A menos que sea alguien a quien ella tiene echado el ojo. Pero todavía no ha mencionado ningún nombre.

—Federico, esto es muy desagradable —dijo la señora Hilton—. ¡No puedo imaginar lo que habrás estado haciendo! ¡Y no habrás sido tú el que escribió esa carta al señor Goon!

—No, señora Hilton, claro que no fui yo —respondió Fatty—. Y en cuanto a los disfraces... pues tengo intención de ser un famoso detective cuando crezca... y me estoy practicando, eso es todo. Yo «he» estado investigando el misterio del escritor de anónimos... y por una gran casualidad han venido a parar a mis manos un montón de pistas. A decir verdad pensábamos contárselo todo en cuanto regresáramos.

—¡Oh, sí! —exclamó el señor Goon en tono de incredulidad.

—Es suficiente, Goon —le dijo el inspector—. ¿Cuáles son esas pistas que han ido a parar a tus manos, Federico?

Fatty salió al recibidor, regresando con el saquito, que dejó encima de la mesa. Cuando lo vio el señor Goon casi se le salen los ojos de las órbitas.

—¡Esas pistas! —dijo dolido—. ¡Tú las pusiste para que yo las encontrase! ¡Oh! ¡Libretas y abecedarios! ¡Ratas blancas y cajas de cerillas que saltan! ¡Pinzas y sombreros de muñecas!

El inspector escuchaba estupefacto aquella lista de cosas. Fatty parecía un tanto molesto.

—Pequeñas bromas mías —murmuró.

—Pues tus pequeñas bromas te han metido en un apuro serio —dijo el señor Goon—. Como ya te lo advertí. Ha sido una suerte que el inspector estuviera hoy en Peterswood. En cuanto se lo expliqué todo se alarmó y vino en seguida.

—Muy amable por su parte —comentó Fatty—. En realidad, por lo que a nosotros concierne, ha venido exactamente en el momento preciso. Estábamos discutiendo si debíamos telefonearlo y pedirle que viniera. ¡Y ya está aquí!

—¿Y para qué queríais verme? —preguntó el inspector.

—Por el asunto del escritor de anónimos —replicó Fatty—. Comprenda, no podíamos dejar que apareciera un misterio así ante nuestras propias narices, por así decir, sin intervenir un poco. Y Gladys nos daba mucha lástima.

—Cierto —dijo el inspector—. ¡Otro caso para los Cinco Pesquisidores... y el perro!

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