Moby Dick (26 page)

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Authors: Herman Melville

—¿Qué hacéis cuando veis una ballena?

—¡Gritar señalándola! —fue la impulsiva respuesta de una veintena de voces juntas.

—¡Muy bien! —grito Ahab, con acento de salvaje aprobación, al observar a qué cordial animación les había lanzado magnéticamente su inesperada pregunta.

—¿Y qué hacéis luego, marineros?

—¡Arriar los botes, y perseguirla!

—¿Y qué cantáis para remar, marineros? —¡Una ballena muerta, o un bote desfondado!

A cada grito, el rostro del viejo se ponía más extrañamente alegre y con feroz aprobación; mientras que los marineros: empezaban a mirarse con curiosidad, como asombrados de que fueran ellos mismos quienes se excitaran tanto ante preguntas al parecer tan sin ocasión.

Pero volvieron a estar del todo atentos cuando Ahab, esta vez girando en su agujero de pivote, elevando una mano hasta alcanzar un obenque, y agarrándolo de modo apretado y casi convulsivo, les dirigió así la palabra:

—Todos los vigías me habéis oído ya dar órdenes sobre una ballena blanca. ¡Mirad! ¿veis esta onza de oro española? —elevando al sol una ancha y brillante moneda—, es una pieza de dieciséis dólares, hombres. ¿La veis? Señor Starbuck, alcánceme esa mandarria.Mientras el oficial le daba el martillo, Ahab, sin hablar, restregaba lentamente la moneda de oro contra los faldones de la levita, como para aumentar su brillo, y, sin usar palabras, mientras tanto murmuraba por lo bajo para sí mismo, produciendo un sonido tan extrañamente ahogado e inarticulado que parecía el zumbido mecánico de las ruedas de su vitalidad dentro de él.

Al recibir de Starbuck la mandarria, avanzó hacia el palo mayor con el martillo alzado en una mano, exhibiendo el oro en la otra, y exclamando con voz aguda:

—¡Quienquiera de vosotros que me señale una ballena de cabeza blanca de frente arrugada y mandíbula torcida; quienquiera de vosotros que me señale esa ballena de cabeza blanca, con tres agujeros perforados en la aleta de cola, a estribor; mirad, quienquiera de vosotros que me señale esa misma ballena blanca, obtendrá esta onza de oro, muchachos!

¡Hurra, hurra! —gritaron los marineros, mientras, agitando los gorros encerados, saludaban el acto de clavar el oro al mástil.

—Es una ballena blanca, digo —continuó Ahab, dejando caer la mandarria—: una ballena blanca. Despellejaos los ojos buscándola, hombres; mirad bien si hay algo blanco en el agua: en cuanto veáis una burbuja, gritad.

Durante todo este tiempo, Tashtego, Daggoo y Queequeg se habían quedado mirando con interés y sorpresa más atentos que los demás, y al oír mencionar la frente arrugada y la mandíbula torcida, se sobresaltaron como si cada uno de ellos, por separado, hubiera sido tocado por algún recuerdo concreto.

—Capitán Ahab —dijo Tashtego—, esa ballena blanca debe ser la misma que algunos llaman Moby Dick.

—¿Moby Dick? —gritó Ahab—. Entonces, ¿conoces a la ballena blanca, Tash?

—¿Abanica con la cola de un modo curioso, capitán, antes de zambullirse, capitán? —dijo reflexivamente el indio Gay-Head.

—¿Y tiene también un curioso chorro —dijo Daggoo—, con mucha copa, hasta para un cachalote, y muy vivo, capitán Ahab?

—¿Y tiene uno, dos, tres..., ¡ah!, muchos hierros en la piel, capitán —gritó Queequeg, entrecortadamente—, todos retorcidos, como eso... —y vacilando en busca de una palabra, retorcía la mano dando vueltas como si descorchara una botella—, como eso...?

—¡Sacacorchos! —gritó Ahab—, sí, Queequeg, tiene encima los arpones torcidos y arrancados; sí, Daggoo, tiene un chorro muy grande, como toda una gavilla de trigo, y blanco como un montón de nuestra lana de Nantucket después del gran esquileo anual; sí, Tashtego, y abanica con la cola como un foque roto en una galerna.

¡Demonios y muerte!, hombres, es Moby Dick la que habéis visto; ¡Moby Dick, Moby Dick!

—Capitán Ahab —dijo Starbuck, que, con Stubb y Flask, había mirado hasta entonces a su superior con sorpresa creciente, pero al que por fin pareció que se le ocurría una idea que de algún modo explicaba todo el prodigio—. Capitán Ahab, he oído hablar de Moby Dick, pero ¿no fue Moby Dick la que le arrancó la pierna?

—¿Quién te lo ha dicho? —gritó Ahab, y luego, tras una pausa—: Sí, Starbuck; sí, queridos míos que me rodeáis; fue Moby Dick quien me desarboló; fue Moby Dick quien me puso en este muñón muerto en que ahora estoy. Sí, sí —gritó con un terrible sollozo, ruidoso y animal, como el de un alce herido en el corazón—: ¡Sí, sí!, ¡fue esa maldita ballena blanca la que me arrasó, la que me dejó hecho un pobre inútil amarrado para siempre jamás! —Luego, agitando los brazos, gritó con desmedidas imprecaciones—: ¡Sí, sí, y yo la perseguiré al otro lado del cabo de Buena Esperanza, y del cabo de Hornos, y del Maelstrom noruego, y de las llamas de la condenación, antes de dejarla escapar! Y para esto os habéis embarcado, hombres, para perseguir a esa ballena blanca por los dos lados de la costa, y por todos los lados de la tierra, hasta que eche un chorro de sangre negra y estire la aleta. ¿Qué decís, hombres: juntaréis las manos en esto? Creo que parecéis valientes.

—¡Sí, sí! —gritaron los arponeros y marineros, acercándose a la carrera al excitado anciano—: ¡Ojo atento a la ballena blanca; un arpón afilado para Moby Dick!

—Dios os bendiga —pareció medio sollozar y medio gritar—: Dios os bendiga, marineros. ¡Mayordomo!, ve a sacar la medida grande de grog. Pero ¿a qué viene esa cara larga, Starbuck; no quieres perseguir a la ballena blanca; no tienes humor de cazar a Moby Dick?

—Tengo humor para su mandíbula torcida, y para las mandíbulas de la Muerte también, capitán Ahab, si viene por el, camino del negocio que seguimos; pero he venido aquí a cazar ballenas, y no para la venganza de mi jefe. ¿Cuántos barriles le dará la venganza, aunque la consiga, capitán Ahab? No le producirá gran cosa en nuestro mercado de Nantucket.

—¡El mercado de Nantucket! ¡Bah! Pero ven más acá, Starbuck: necesitas una capa un poco más profunda. Aunque el dinero haya de ser la medida, hombre, y los contables hayan calculado el globo terráqueo como su gran oficina de contabilidad, rodeándolo de guineas, una por cada tercio de pulgada, entonces, ¡déjame decirte que mi venganza obtendrá un gran premio aquí!

¡Demonios y muerte!, hombres, es Moby Dick la que habéis visto; ¡Moby Dick, Moby Dick!

—Capitán Ahab —dijo Starbuck, que, con Stubb y Flask, había mirado hasta entonces a su superior con sorpresa creciente, pero al que por fin pareció que se le ocurría una idea que de algún modo explicaba todo el prodigio—. Capitán Ahab, he oído hablar de Moby Dick, pero ¿no fue Moby Dick la que le arrancó la pierna?

—¿Quién te lo ha dicho? —gritó Ahab, y luego, tras una pausa—: Sí, Starbuck; sí, queridos míos que me rodeáis; fue Moby Dick quien me desarboló; fue Moby Dick quien me puso en este muñón muerto en que ahora estoy. Sí, sí —gritó con un terrible sollozo, ruidoso y animal, como el de un alce herido en el corazón—: ¡Sí, sí!, ¡fue esa maldita ballena blanca la que me arrasó, la que me dejó hecho un pobre inútil amarrado para siempre jamás! —Luego, agitando los brazos, gritó con desmedidas imprecaciones—: ¡Sí, sí, y yo la perseguiré al otro lado del cabo de Buena Esperanza, y del cabo de Hornos, y del Maelstrom noruego, y de las llamas de la condenación, antes de dejarla escapar! Y para esto os habéis embarcado, hombres, para perseguir a esa ballena blanca por los dos lados de la costa, y por todos los lados de la tierra, hasta que eche un chorro de sangre negra y estire la aleta. ¿Qué decís, hombres: juntaréis las manos en esto? Creo que parecéis valientes.

—¡Sí, sí! —gritaron los arponeros y marineros, acercándose a la carrera al excitado anciano—: ¡Ojo atento a la ballena blanca; un arpón afilado para Moby Dick!

—Dios os bendiga —pareció medio sollozar y medio gritar—: Dios os bendiga, marineros. ¡Mayordomo!, ve a sacar la medida grande de grog. Pero ¿a qué viene esa cara larga, Starbuck; no quieres perseguir a la ballena blanca; no tienes humor de cazar a Moby Dick?

—Tengo humor para su mandíbula torcida, y para las mandíbulas de la Muerte también, capitán Ahab, si viene por el camino del negocio que seguimos; pero he venido aquí a cazar ballenas, y no para la venganza de mi jefe. ¿Cuántos barriles le dará la venganza, aunque la consiga, capitán Ahab? No le producirá gran cosa en nuestro mercado de Nantucket.

—¡El mercado de Nantucket! ¡Bah! Pero ven más acá, Starbuck: necesitas una capa un poco más profunda. Aunque el dinero haya de ser la medida, hombre, y los contables hayan calculado el globo terráqueo como su gran oficina de contabilidad, rodeándolo de guineas, una por cada tercio de pulgada, entonces, ¡déjame decirte que mi venganza obtendrá un gran premio aquí!

—Se golpea el pecho —susurró Stubb—, ¿a qué viene eso? Me parece que suena como a muy grande, pero a hueco.

—¡Venganza contra un animal estúpido —gritó Starbuck—, que le golpeó simplemente por su instinto más ciego! ¡Locura! Irritarse contra una cosa estúpida, capitán Ahab, parece algo blasfemo.

—Pero vuelve a oír otra vez, ¿y esa capa más profunda? Todos los objetos visibles, hombre, son solamente máscaras de cartón piedra. Pero en cada acontecimiento (en el acto vivo, en lo que se hace sin dudar) alguna cosa desconocida, pero que sigue razonando, hace salir las formas de sus rasgos por detrás de la máscara que no razona. Si el hombre ha de golpear, ¡que golpee a través de la máscara! ¿Cómo puede el prisionero llegar fuera sino perforando a través de la pared? Para mí, la ballena blanca es esa pared, que se me ha puesto delante. A veces pienso que no hay nada detrás. Pero basta. Me ocupa, me abruma, la veo con fuerza insultante, fortalecida por una malicia insondable. Esa cosa inescrutable es lo que odio más que nada, y tanto si la ballena blanca es agente, como si es principal, quiero desahogar en ella este odio. No me hables de blasfemia, hombre; golpearía al sol si me insultara. Pues si el sol podía hacerlo, yo podría hacer lo otro, puesto que siempre hay ahí una especie de juego limpio que preside celosamente todas las criaturas. Pero ni siquiera ese juego limpio es mi dueño, hombre. ¿Quién está por encima de mí? La verdad no tiene confines. ¡Aparta tu mirada!, ¡una mirada pasmada es más intolerable que las ojeadas fulminantes del enemigo! Eso, eso; enrojeces y palideces; mi calor te ha hecho fundirte en llamarada de ira. Pero fíjate, Starbuck, lo que se dice acalorado, se desdice a sí mismo. Hay hombres cuyas palabras acaloradas son pequeñas indignidades. No quería irritarte. Déjalo estar. ¡Mira! ¡Observa esas mejillas salvajes de bronceado con manchas; pinturas vivas y con aliento, pintadas por el sol, esos leopardos paganos, esos seres vivos sin pensamiento ni piedad, y no busques ni des razones para la vida tórrida que llevan! ¡La tripulación, hombre, la tripulación! ¿No están, como un solo hombre, de acuerdo con Ahab, en este asunto de la ballena? ¡Mira a Stubb, cómo se ríe! ¡Mira a aquel chileno! Resopla de pensarlo. ¡Tu único retoño zarandeado no puede seguir en pie en medio del huracán general, Starbuck! ¿Y qué es? Calcúlalo. No es sino ayudar a herir, una aleta; no es una hazaña prodigiosa para Starbuck. ¿Qué más es? Sólo en esta pobre caza, entonces, la mejor lanza de todo Nantucket no se va a quedar seguramente atrás, cuando todos los marineros han agarrado una piedra de afilar. ¡Ah! Ya te invade un impulso, ya lo veo: ¡la ola te levanta! ¡Habla, habla nada más! ¡Sí, sí, tu silencio, entonces, es lo que te manifiesta! (Aparte.) Algo, disparado de mis narices dilatadas, lo ha aspirado en sus pulmones. Starbuck ya es mío; ya no se me puede oponer sin rebelión.

—¡Dios me guarde, y nos guarde a todos! —murmuró en voz baja Starbuck.

Pero, en su alegría por la hechizada aquiescencia tácita de su oficial, Ahab no escuchó su fatídica invocación, ni la sorda risa que subía de la bodega, ni el presagio de las vibraciones de los vientos en las jarcias, ni la hueca sacudida de las velas contra los palos, cuando por un momento se desplomaron, como sin ánimo. Pues de nuevo los ojos bajos de Starbuck se iluminaron con la terquedad de la vida; se extinguió la risa subterránea, los vientos siguieron soplando, las velas se hincharon y el barco cabeceó y avanzó como antes. ¡Ah, admoniciones y avisos! ¿Por qué no os quedáis cuando venís? Pero ¡oh sombras! Sois más bien predicciones que avisos; y no tanto predicciones desde fuera, cuanto verificaciones de lo que acontece en el interior. Pues habiendo pocas cosas exteriores capaces de sujetarnos, las necesidades interiores de nuestro ser nos siguen empujando.

—¡La medida, la medida de grog! —gritó Ahab.

Recibido el rebosante recipiente, y volviéndose a los arponeros, les ordenó que sacasen las armas. Luego, alineándoles ante él, junto al cabrestante, con los arpones en la mano, mientras los tres oficiales se situaban a su lado con las lanzas, y el resto de la tripulación del barco formaba un círculo en torno al grupo, se quedó un rato escudriñando atento a todos los hombres de la tripulación. Pero aquellos ojos salvajes hacían frente a su mirada como los ojos sanguinolentos de los lobos de la pradera a los ojos de su guía, antes que éste, a la cabeza de todos, se precipite por el rastro del bisonte, aunque, ¡ay!, sólo para caer en el escondido acecho de los indios.

—¡Bebed y pasad! —gritó, entregando el pesado recipiente cargado al marinero más cercano—. Que ahora beba solamente la tripulación. ¡Dadle la vuelta, dadle la vuelta! Sorbos cortos, tragos largos; está caliente como la pezuña de Satanás. Eso, eso; da la vuelta muy bien. Se hace una espiral en vosotros; se bifurca; se bifurca en los ojos, que se disparan como las serpientes. Bien hecho, casi vacío. Por allá vino, por acá vuelve. Dádmelo: ¡vaya hueco! Hombres, sois igual que los años; así se traga y desaparece la vida rebosante. ¡Mayordomo, vuelve a llenar!

»Atendedme ahora, mis valientes. Os he pasado revista a todos alrededor del cabrestante; vosotros, oficiales, flanqueadme con vuestras lanzas; vosotros, arponeros, poneos ahí con vuestros hierros, y vosotros, robustos marineros, hacedme un cerco, para que pueda de algún modo resucitar una noble costumbre de mis antepasados pescadores. Marineros, ya veréis que... ¡Ah, muchacho!, ¿ya has vuelto? Las monedas falsas no vuelven tan pronto. Dádmelo. Vaya, ahora este cachorro estaría otra vez rebosante, si no fueras el duende de san Vito... ¡Vete allá, peste!

» ¡Avanzad, oficiales! Cruzad vuestras lanzas extendidas ante mí. ¡Bien hecho! Dejadme tocar el eje.

Así diciendo, con el brazo extendido, agarró por su centro cruzado las tres lanzas, formando una estrella al mismo nivel, y al hacerlo, les dio un súbito tirón nervioso, mientras que lanzaba atentas ojeadas, pasando de Starbuck a Stubb, de Stubb a Flask. Parecía que, por alguna inexpresable volición interior, hubiera querido darles un calambre con la misma feroz emoción acumulada en la botella de Leyden de su propia vida magnética. Los tres oficiales cedieron ante su aspecto recio, firme y místico. Stubb y Flask apartaron la mirada a un lado; los honrados ojos de Starbuck cayeron hacia abajo.

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