—Bonito ataúd —bromeó Candace, todavía en sostén, desde la puerta.
—Muy graciosa —contraatacó Melody—. Sin embargo, no quiero volver a nuestra casa de antes.
—Perfecto —Candace puso los ojos en blanco—. En ese caso, déjame que te dé envidia, por lo menos. Echa un vistazo a mi tocador.
Melody siguió a su hermana y, dejando a un lado el estrecho cuarto de baño, llegó a un cuadrado espacioso y lleno de luz. Tenía un hueco en la pared para instalar un escritorio, tres clósets de gran profundidad y una enorme ventana de cristal tintado que miraba a Radcliffe Way. Podrían haber compartido cuarto y, con todo, habría sobrado espacio para el ego de Candace.
—Muy bonita —masculló Melody, esforzándose por no mostrar ni una pizca de envidia—. Oye, ¿quieres ir al centro a tomar unos
bagels
o algo por el estilo? Me muero de hambre.
—No hasta que admitas que mi habitación es la mejor y que la envidia te corroe —Candace cruzó los brazos al frente.
—De ninguna manera.
En señal de protesta, Candace se giró hacia la ventana.
—Mmm, ¿qué me dices
ahora
? —sopló el aliento sobre el cristal y, con el dedo, dibujó un corazón sobre el círculo blanquecino.
Melody actuó con precaución.
—¿Es una trampa?
—Ya quisieras —repuso Candace al tiempo que fijaba la vista en el chico con el torso desnudo, en el jardín del otro lado de la calle.
Estaba regando las rosas amarillas en la parte frontal de una vivienda estilo campestre de color blanco, y blandía la manguera como si de una espada se tratara. Los firmes músculos de su espalda ondulaban cada vez que se lanzaba hacia delante para ejecutar una estocada. Sus jeans desgastados se le habían bajado lo suficiente para dejar al descubierto el elástico de sus calzoncillos a rayas.
—¿Será el jardinero o vivirá en la casa? —preguntó Melody.
—Vive allí —repuso Candace con seguridad—. Si fuera el jardinero, estaría bronceado. A ver, átame.
—¿Cómo?
Al darse la vuelta, Melody se encontró a su hermana vestida con un overol de Missoni de estampado en zigzag con tonos púrpura, negro y plata. Se sujetaba los cordones de la parte superior, sin mangas ni espalda, por detrás de la cabeza.
—¿Cómo encontraste eso? —preguntó Melody al tiempo que efectuaba una lazada perfecta—. Las cajas con la ropa siguen en el camión.
—Sabía que mamá me lo regalaría si seguía protestando, de modo que me lo metí en el bolso antes del viaje.
—¿Así que todo ese rollo en el coche era un montaje? —el corazón de Melody empezó a latir a toda prisa.
—Más o menos —Candace encogió los hombros con aire despreocupado—. Soy capaz de hacer amigos y conocer a chicos nuevos en todas partes. Además, tengo que sacar buenas notas este curso para entrar en una buena universidad. Y ya sabemos que eso no iba a pasar si estudiaba el último año en California.
Melody no sabía si abrazar a su hermana o darle un bofetón pero no había tiempo ni para lo uno ni para lo otro.
Candace ya se había calzado unas sandalias plateadas de plataforma heredadas de su madre y regresó corriendo a la ventana.
—A ver, ¿preparada para conocer a los vecinos?
—¡Candace, no! —suplicó Melody, pero su hermana ya estaba forcejeando con el pasador de hierro. Intentar domar a Candace era como intentar detener con las manos una montaña rusa en movimiento: una agotadora pérdida de tiempo.
—¡Eh, guapo! —gritó Candace por la ventana. Acto seguido, se agachó bajo el alféizar.
El chico se giró y elevó la vista, protegiéndose los ojos del sol.
Candace levantó la cabeza y miró a hurtadillas.
—No. No me interesa —masculló—. Demasiado joven. Y encima, cuatro ojos. Te lo puedes quedar.
Melody sintió ganas de gritar: «¡No hace falta que me digas a quién me puedo o no quedar!», pero ahí abajo estaba un chico sin camisa, con gafas de montura negra y una mata de pelo castaño, que la miraba fijamente. No podía hacer más que devolverle la mirada y preguntarse de qué color tendría los ojos.
El chico, un tanto incómodo, la saludó con la mano pero Melody permaneció inmóvil. Tal vez el vecino la tomaría por uno de esos carteles recortados en tamaño real que colocan en el vestíbulo de los cines, en vez de tomarla por lo que era en realidad: una chica con escasas habilidades sociales que estaba a punto de dar una patada en la espinilla a su hermana.
—¡Ay! —gimió Candace, sujetándose la espinilla.
Melody se apartó de la ventana.
—No puedo creer que me hayas hecho esto —dijo entre susurros.
—Bueno, no es que
tú
fueras a dar el primer paso —replicó Candace mientras abría sus ojos azul verdoso de par en par movida por la fortaleza de su propia convicción.
—¿Y por qué iba a hacerlo? Ni siquiera lo conozco —Melody se apoyó en la desigual pared de troncos y, bajando la cabeza, la enterró entre las manos.
—¿Qué pasa?
—Pasa que estoy harta de que la gente me tome por una
friqui
. Ya sé que tú no lo entiendes, pero…
—Supéralo de una vez, ¿quieres? —Candace se puso de pie—. Ya no eres Narizotas. Ahora eres bonita. Ahora puedes conseguir chicos guapos. Bronceados, y que vean bien. Y no ratones de biblioteca que empuñan mangueras —cerró la ventana—. ¿Es que nunca se te ocurre usar los labios para otra cosa que no sea ponerte cacao?
Melody notó un escozor familiar bajo los párpados. Se le secó la garganta. La boca se le contrajo. Los ojos le ardían. Y entonces, llegaron: como diminutos paracaidistas impregnados de sal, las lágrimas descendieron en masa. Odiaba que Candace pensara que nunca se había involucrado con un chico. Pero ¿cómo convencer a una chica de diecisiete años —con más novios que pelos en la cabeza— de que Randy, el cajero de Starbucks (también conocido como Cara Paella, por sus marcas de acné) besaba de maravilla? Imposible.
—No es tan fácil, ¿sabes? —Melody mantuvo oculto su rostro empapado de llanto—. Tu sueño es ser guapa el mío era cantar. Y ya no es posible.
—Pues vive mi sueño una temporada —Candace se aplicó una capa de brillo en los labios—. Es más divertido que compadecerte de ti misma, eso seguro.
¿Cómo podía Melody explicar sus sentimientos cuando ni ella misma acababa de entenderlos?
—A ver, Candace, lo de mi belleza es un engaño. La manipularon. No soy yo.
Su hermana mayor puso los ojos en blanco.
—¿Cómo te sentirías si sacaras sobresaliente en un examen que le copiaste a un compañero?—preguntó Melody, adoptando una táctica diferente.
—Depende —repuso Candace—. ¿Me descubrieron?
Melody levantó la cabeza y soltó una carcajada. Una enorme burbuja de mocos le estalló en la nariz y se la limpió en sus
jeans
a toda prisa, antes de que su hermana se diera cuenta.
—Le das demasiadas vueltas al tema —Candace se echó su bolso al hombro y bajó la vista a su escote—. Nunca me he visto mejor —alargó la mano y tiró de Melody para levantarla—.Vamos, ha llegado el momento de enseñarle a la buena gente de Salem la diferencia entre la ropa deportiva y la alta costura —tras un fugaz examen de la sudada camiseta gris de Melody y sus jeans holgados, añadió—: Déjame hablar a mí.
—Es lo que hago siempre —suspiró Melody.
PERFECTO COLOR
Frankie se levantó y, descalza, empezó a bailar al ritmo de la música de Lady Gaga, que persistía en su cerebro.
—Entonces, ¿lo del instituto te parece bien? —las finas y negras pestañas de Viveka aletearon de incredulidad.
—¡Pues claro! —Frankie se plantó las manos encima de la cabeza y se puso a dar vueltas sin parar—. ¡Voy a hacer amigas! ¡Voy a conocer a chicos! ¡Voy a sentarme en la cafetería! Voy a salir afuera y…
—Espera un momento —interrumpió Viktor con la seriedad de un tratado científico—. No es tan sencillo.
—¡Tienes razón! —Frankie salió disparada hacia su armario de color azul cielo en el que, con pintura en
spray
de color fucsia, había escrito: «faldas y vestidos»—. ¿Qué voy a ponerme?
—Esto —Viktor se inclinó hacia delante, le colocó a los pies la bolsa de piel y luego, rápidamente, dio unos pasos hacia atrás, como quien le ofrece ensalada a un león hambriento.
Frankie cambió de rumbo al instante y se dirigió a la bolsa. Era típico de sus padres que le proporcionaran un conjunto para el primer día de clase. «¿Será la minifalda escocesa con el top de tirantes de cachemir negro? ¡Sí, por favor, que sea la minifalda escocesa con el top de tirantes de cachemir negro! ¡Síporfavorsíporfavorsíporfavorsíporfavorsíporfavor!»
Abrió la cremallera de la bolsa, introdujo la mano y se puso a palpar en busca de las suaves hebillas y el precioso alfiler extragrande que mantenía cerrada la falda escocesa.
—¡Ay! —retiró la mano de la bolsa como si la hubieran mordido—. ¿Qué es
eso
? —preguntó, aún afectada por el tejido áspero de algo en el interior.
—Un traje de chaqueta y pantalón de lana, muy sencillo y elegante —Viveka se recogió el pelo y se lo echó por detrás del hombro.
—Muy áspero, querrás decir —contraatacó Frankie—. Tiene el tacto de un rallador de queso.
—Es una preciosidad —presionó Viveka—. Pruébatelo.
Frankie colocó la bolsa boca abajo para evitar el contacto con la rugosa prenda. Un estuche de maquillaje color chocolate cayó sobre la alfombra.
—¿Qué es esto?
—Maquillaje —respondió Viktor.
—¿De Sephora? —preguntó Frankie, esperanzada, otorgando a sus padres la oportunidad de redimirse.
—No —Viktor pasó la mano por los surcos de su cabello peinado hacia atrás—. Procede de Nueva York. Es una espléndida línea de maquillaje para actores que se llama F&F (Feroz y Fabuloso), creada para resistir bajo las luces más potentes de los teatros de Broadway. Sin embargo, no es demasiado espeso —Viktor sacó una toallita desmaquillante de la bolsa y se la frotó en el brazo. Una mancha entre rosa y amarillo ensució la toallita. Una franja verde apareció en el brazo de su padre.
Frankie ahogó un grito.
—¡Tú también tienes la piel de menta!
—Igual que yo —Viveka dejó al descubierto una veta similar en su mejilla.
—¿Qué? —las manos de Frankie echaban chispas—. ¿Siempre fueron verdes?
Ambos asintieron, orgullosos.
—¿Y por qué se lo tapan?
—Porque vivimos en un mundo de normis —Viktor se limpió el dedo en sus pants— Y muchos se asustan de quienes tienen un aspecto diferente.
—¿Diferente a
qué
? —se preguntó Frankie en voz alta.
Viktor bajó la vista.
—Diferente a ellos.
—Formamos parte de un grupo muy especial que desciende de lo que los normis califican como «monstruos» —explicó Viveka—, pero nosotros preferimos llamarnos RAD.
—Son las siglas en inglés de
Regular Attribute Dodgers
, es decir, «fugitivos de los atributos normales» —aclaró Viktor.
Frankie se llevó la mano a los puntos que le rodeaban el cuello.
—¡No te jales! —exclamaron sus padres al unísono.
Frankie bajó la mano y soltó un suspiro.
—¿Ha sido siempre así?
—No
siempre
—Viktor se levantó. Empezó a recorrer la estancia de un lado a otro—. Lamentablemente nuestra historia, como la de otros muchos, está plagada de periodos de persecución. Por fin, habíamos superado la Edad Media y vivíamos abiertamente entre los normis. Trabajábamos juntos, sociabilizábamos y nos enamorábamos. Pero en las décadas de los años veinte y treinta del siglo pasado todo eso cambió.
—¿Por qué? —Frankie se subió al diván y se acurrucó junto a Viveka. El olor al aceite corporal de gardenia de su madre le resultaba reconfortante.
—Llegó el auge del cine de terror. Los RAD eran seleccionados para protagonizar toda clase de películas, como Drácula, El fantasma de la ópera, El doctor Jeckyll y míster Hyde… Y si no sabían interpretar…
—Como tu bisabuelo Vic —bromeó Viveka.
—Sí, como el bueno de Víctor Frankenstein —el padre de Frankie se rió por lo bajo cuando el recuerdo le vino a la mente—. No era capaz de memorizar el guión y, para ser sincero, se ponía más bien rígido. Así que fue sustituido por un normi llamado Boris Karloff.
—Suena divertido —Frankie enroscó un dedo en el cinturón de seda de su bata, lamentando no haber estado viva en aquel entonces.
—Lo
era
—Viktor detuvo su marcha y miró a su hija cara a cara su amplia sonrisa se fue desvaneciendo como la luz en el atardecer—. Hasta que las películas se proyectaron.
—¿Por qué? —preguntó Frankie.
—Nos retrataban como terroríficos y malvados enemigos de la gente, a la que en algunos casos les chupábamos la sangre —Viktor volvió a pasear de un lado a otro de la estancia—. Los niños normis chillaban, aterrados, al vernos. Sus padres dejaron de invitarnos a su casa. Y ya nadie quería hacer negocios con nosotros. Nos convertimos en marginados de la noche a mañana. Los RAD experimentamos la violencia, el vandalismo. Nuestra vida, tal como la conocíamos, había terminado.
—¿Nadie se rebeló? —preguntó Frankie, recordando las numerosas batallas históricas libradas por razones semejantes.
—Lo intentamos —Viktor negó con la cabeza, apenado por el intento fallido—. Pero las protestas resultaron inútiles. Se convirtieron en frenéticas sesiones de autógrafos para los intrépidos aficionados al terror. Y cualquier acción más enérgica que una manifestación de protesta nos habría hecho parecer las bestias rabiosas por las que los normis nos tomaban.
—¿Y entonces qué hicieron? —Frankie se pegó más a su madre.
Se envió una alerta secreta a todos los RAD, urgiéndolos a que abandonaran sus hogares y negocios y se reunieran en Salem, donde vivían las brujas. La esperanza residía en que las brujas se identificaran con nuestra lucha y nos acogieran. Juntos, formaríamos una comunidad nueva y empezaríamos desde el principio.
—Pero los juicios a las brujas de Salem tuvieron lugar en 1692 o por ahí, ¿no? Y tú me estás hablando de la década de 1930 —argumentó Frankie.
Viktor dio una palmada de aprobación y señaló a su hija como el efusivo presentador de un concurso televisivo.
—¡Eso es! —exclamó con entusiasmo, enorgulleciéndose de los conocimientos implantados de su niña.
Viveka besó a Frankie en la frente.
—Lástima que el zombi descerebrado que lanzó la alerta no fuera tan listo como tú.