—¿Qué tiene? ¡Es verdad!
Las facciones de Jackson se relajaron hasta esbozar una amplia sonrisa. Era como si la confesión de Melody hubiera sacado a bailar a su seguridad en sí mismo, y ésta hubiera aceptado.
—Bueno, mmm, ¿has oído hablar del instituto Merston? —preguntó ella sus palabras proporcionaban la música necesaria para el baile.
—Sí —Jackson se deslizó hacia un lado, ofreciendo en silencio la mitad del banco—. Ahí estudio yo.
Melody se sentó, con los brazos aún pegado a los costados por si estuviera situada a favor del viento.
—¿En qué curso?
Candace estaba de pie, al lado de ambos, escribiendo mensajes en el celular.
—Voy a entrar a cuarto de bachillerato.
—Yo también —Melody sonrió más de lo necesario.
—¿De veras? —Jackson le devolvió la sonrisa. O, más bien, su sonrisa seguía ahí, desde antes.
Melody asintió.
—Bueno, ¿cómo es la gente? ¿Agradable?
Jackson bajó los ojos y se encogió de hombros. Su sonrisa se desvaneció. La música dejó de sonar. El baile había terminado. El olor aceitoso de sus pinturas al pastel se quedó flotando, como la colonia de alguien que te gusta.
—¿Qué pasa? —preguntó Melody, ahora triste, mientras el corazón le daba golpes al ritmo de un desconsolado canto fúnebre.
—La gente está bien, supongo. Sólo que mi madre es la profesora de ciencias y es bastante estricta, así que no estoy, lo que se dice, en la lista de marcación rápida de nadie.
—Puedes estar en la mía —se ofreció Melody con amabilidad.
—¿En serio? —preguntó Jackson, a quien la frente se le empezaba a empapar de sudor.
Melody hizo un gesto de asentimiento ahora, su corazón latía a un ritmo más animado. Se encontraba sorprendentemente cómoda con aquel desconocido. Tal vez porque no estaba sólo mirándola a la cara la miraba
más allá
. Y no dejaba de hacerlo aunque Melody siguiera vestida con ropa de viaje sudada y a los chicos superlindos les contara que tenía asma.
—De acuerdo —Jackson le examinó la cara por última vez y luego garabateó su número de celular en el bloc, con una pintura al pastel de color rojo—. Toma —arrancó la hoja del bloc, se la entregó y, con un gesto fugaz, se secó la frente con el dorso de la mano—. Será mejor que me vaya.
—De acuerdo —Melody se levantó al miso tiempo que él, movida por la energía de la conexión entre ambos.
—Nos vemos —Jackson hizo un torpe gesto de despedida con la mano, se giró hacia el tiovivo en movimiento y se alejó a toda prisa.
—Bien hecho —Candace soltó su celular en el interior del bolso metálico—. Los chicos
superlindos son geniales para practicar. Y ahora, vayamos a buscar algo de comer —paseó la vista por el parque—. Tiene que haber algún sitio por aquí donde no vayamos a pescar salmonera.
Melody siguió a Candace por los serpenteantes pasajes, sonriendo abiertamente al número de teléfono escrito en rojo. Una cosa era pedírselo armarse de valor para llamar sería otra bien distinta. Aun así, lo había conseguido. Él se lo había dado. Voluntariamente. De ese modo, permitiendo a Melody reproducir en su cabeza los detalles de la conversación entre ambos tantas veces como quisiera, sin tener que preguntarse si la atracción era mutua o no.
Y eso era lo que pensaba hacer.
—¿Qué tal un
hot-dog
y una Coca-Cola
light
? —sugirió Candace.
—Paso —Melody sonrió al hermoso cielo cubierto de nubes. Ya no se sentía el estómago vacío. Para nada.
NADA ES LO QUE PARECE
Viveka llamó a la puerta del laboratorio.
—¡Apúrense! ¡Vamos a llegar tarde!
—¡Ya voy! —respondió Frankie, al igual que las cuatro veces anteriores. Pero lo que en realidad quería decir era: «Las prisas no son buenas consejeras si buscas la perfección». Porque el modelito que estaba preparando para las
fashionratas
era, en efecto, la perfección. O lo sería MUY pronto, en cuanto eligiera unas gafas de sol.
—¿Les gustan las blancas? —se colocó una montura extragrande de plástico y adoptó una pose con la mano en la cadera y la barbilla hacia fuera—. ¿O las verdes?
Un volcán de ropa en plena erupción cubría el suelo, dificultando que Frankie pudiera desplazarse y efectuar giros frente a las ratas blancas de laboratorio, sobre todo con las supercuñas de tono rosa metálico. Pero las ratas captaron la idea sin necesidad de gran alharaca. Después de todo, llevaban colaborando las últimas tres horas, y, hasta el momento, habían hecho un papel más que aceptable. Rascando una vez para indicar «sí» y dos veces para decir «no», habían elegido el top de tirantes a rayas blancas y negras y la minifalda de flores. La mezcla de estampados era de lo más fashion.
—¿Blancas o verdes? —insistió Frankie.
Tres ratas exhaustas yacían amontonadas. Sin embargo, las dos restantes rascaron una vez a favor de las gafas blancas. Una elección muy acertada, ya que las verdes no resaltaban precisamente sobre el cutis de Frankie, y pasar inadvertida era lo último que deseaba en su primer día en el instituto de normis.
Se recogió el pelo en una coleta alta y oscilante, se aplicó brillo en sus labios carnosos y frotó una muestra de revista de Sensuous, el perfume de Estée Lauder, en los tornillos del cuello. Porque, como decía el ejemplar: «Cada mujer lo lleva a su manera».
—¡Deséenme suerte, ratitas! —besó la jaula de cristal dejando la huella de unos labios rosa brillante.
Las otras dos ratas se desplomaron sobre el montón de pelaje salpicado de purpurina.
—¡Ya estoy! —anunció Frankie.
Sus padres se encontraban de pie en la cocina, junto a la isla de acero inoxidable, alternando mordiscos del mismo pan y bebiendo café a gran velocidad, lo que obviamente hacían a modo de entrenamiento, para aparentar que eran normales. Porque, al igual que Frankie, recargaban sus respectivas baterías y no necesitaban comer. La vivienda en forma de «L», con sus pronunciadas aristas y su tendencia minimalista al color blanco, desprendía el olor eléctrico a tostadas quemadas y el olor a amoniaco propio de la eficacia. La luz matinal se aproximaba a las ventanas esmeriladas en busca de un resquicio por donde entrar.
El ambiente era el de siempre pero, al mismo tiempo, resultaba muy distinto. Vivo. Alegre. Electrizante. Y es que, por primera vez en su vida, Frankie tenía autorización para salir de la casa.
—¡No vas a ir a ningún sitio vestida así! —Viktor golpeó su tazón blanco de café sobre el periódico abierto.
—Frankie, ¿dónde está el traje de pantalón? —Viveka se dirigió a su hija. El maquillaje de su madre, el vestido gris de cuello tortuga, los
leggings
negros y las botas por encima de la rodilla habían adquirido un nuevo significado ahora que Frankie conocía la verdad.
—¿Por qué no llevas tu F&F? —bramó Viktor.
—¡Ve de verde! —exhortó Frankie, al estilo de las revistas—. Es uno de los mensajes más importantes de nuestro tiempo. Además, estoy orgullosa de quién soy y de cómo me hiciste. Y si a la gente no le gusto por no ser normi es su problema, no el mío.
—De ninguna manera vas a salir de casa así —Viktor se mantuvo firme—, con los tornillos y las costuras al aire. Ni hablar.
—¡Papá! —las yemas de los dedos de Frankie echaban chispas—. Los trajes de pantalón no se usan —pateó la moqueta blanca con su plataforma. Lamentablemente, el mullido tejido amortiguó su frustración y no acertó a expresar la urgencia de Frankie.
—Tu padre tiene razón —intervino Viveka.
Frankie lanzó una mirada asesina a sus padres, del color de la masa de galletas, al tiempo que respiraba al ritmo condescendiente de la obstinación recíproca.
—Ve a cambiarte —exigió Viktor—, antes de que se nos haga tarde.
Frankie se marchó a su habitación dando pisotones. Segundos después, emergió con una bufanda marrón y brazaletes de cuero, pero sólo porque
Teen Vogue
los había aprobado como accesorio fundamental para el otoño. Esbozó una sonrisa insolente.
—Ya está. Las costuras y los tornillos no se ven. ¿Nos vamos?
Viveka y Viktor intercambiaron una mirada y luego se encaminaron a la puerta lateral que conectaba con el garaje. Frankie los siguió con su conjunto superfabuloso y su sonrisa triunfal. A toda velocidad, iba camino de convertirse en una chica de fábula.
Biiip
. Las puertas de todoterreno Volvo de color negro se abrieron.
—¿Y si llevamos a
Mutt
? —sugirió, acariciando un recuerdo implantado de un viaje familiar a Silver Falls y deseando experimentarlo en la vida real.
—Creo que deberíamos llevar algo menos llamativo —insistió Viktor.
—Pero, papá, tunear los coches está de supermoda —explicó Frankie—. Y
Mutt
es la cocheficación del tuneo. A la gente del instituto le va a encantar.
—¡
Cocheficación
no es una palabra, Frankie! —amonestó su padre con tono severo—. Y ya hemos terminado de negociar.
El trayecto hasta el instituto fue interminablemente aburrido. Los árboles, los coches, las casas e incluso los normis que vio al otro lado de las ventanillas tintadas no resultaban diferentes en la vida real a los de sus recuerdos simulados.
La gran emoción consistiría en respirar aire puro. Pero las ventanillas abiertas estaban estrictamente prohibidas, ya que no se había aplicado una capa de maquillaje F&F. Así que lo de la respiración tendría que esperar.
Tras un trayecto de dos horas, por fin el Volvo negro llegó a Mount Hood High. Frankie no daba crédito a que no hubiera un instituto más cercano, pero no se atrevió a decir palabra. Sus padres ya estaban bastante enfadados, y temía que otra discrepancia con ellos la devolviera a casa.
Sin apenas molestarse en contemplar la espectacular montaña que dominaba el paisaje, o las hojas de tonalidades rojas y amarillas que se desprendían de los árboles y flotaban a la deriva, Frankie se bajó del coche y, por primera vez, disfrutó del aire libre. Limpio, fresco y sin formol, desprendía el aroma del agua de manantial al caer sobre un cuenco lleno de tierra. Se quitó las gafas de montura blanca y levantó su rostro verde en dirección al cielo. El sol, ahora sin filtros, le envolvió la piel y la calentó. Los ojos se le humedecieron por la luz deslumbradora. ¿O era sólo alegría?
Igual daba que Frankie no supiera adónde ir. O que nunca antes se hubiera arriesgado a alejarse de sus padres. Éstos le habían proporcionado tantos conocimientos, tanta seguridad, que no dudaba de que acabaría encontrando el camino. Y disfrutaría con ello.
Resultaba extraño ver el recinto del instituto desierto, con tan pocos coches en el estacionamiento. Estuvo tentada a preguntar a sus padres dónde estaba todo el mundo, aunque decidió abstenerse. No fueran a pensar que no estaba preparada.
—¿Estás segura de que no te quieres poner el maquillaje? —preguntó Viveka, sacando la cabeza por la ventanilla del pasajero.
—Convencida —declaró Frankie. El sol en los brazos le proporcionaba más energía que Carmen Electra—. Nos vemos después de las clases —esbozó una sonrisa y les lanzó un beso
al aire antes de que sucumbieran a la crisis emocional del nido vacío—. Buena suerte en su primer día de trabajo.
—Gracias —respondieron. Al unísono, claro.
Frankie se encaminó con paso tranquilo hacia las puertas de entrada, olfateando como si estuviera en un bufet al aire libre en el que se pudiera respirar a voluntad. Notaba que sus padres la seguían con la mirada mientras atravesaba el estacionamiento vacío, pero se negó a volver la vista atrás. A partir de ese momento, se trataba de avanzar hacia delante.
Subió los once escalones amplios que conducían a la entrada, disfrutando del leve hormigueo de dolor que el auténtico ejercicio provocaba en sus piernas. Sentirlo era muy distinto a conocer su existencia.
Tras una breve pausa para recobrar el aliento, Frankie alargó la mano para agarrar el picaporte y…
—¡Pum! —la puerta la golpeó en la mejilla. Con los tornillos echando chispas, extendió una mano sobre el dolorido semblante y agachó la cabeza.
—¡Ay, no! ¿Estás bien? —preguntó un grupito de chicas en diferentes tonos de voz. Se apiñaron a su alrededor como el horizonte urbano de Nueva York. Una mezcla de perfumes ahuyentó el aire fresco que tanto agradaba a Frankie y el aroma afrutado le provocó náuseas.
—Fue sin querer —explicó una de las chicas mientras le acariciaba la coleta, recogida en lo alto—. No te vimos. ¿Tienes problemas de vista?
El amistoso gesto proporcionó a Frankie una sensación más cálida que el mismísimo sol. ¡Las normis eran simpáticas!
—Estoy bien —sonrió y levantó la cabeza—. Sólo fue el susto, ya sabes.
—Pero ¿qué…? ¿Qué es esto? —una rubia con uniforme de animadora amarillo y verde dio un paso atrás.
—O te mareaste tremendamente en el coche o… tienes la piel… ¡verde! —observó otra rubia.
—¿Es una broma? —preguntó una tercera, retrocediendo por si las moscas.
—No, el color de menta es de verdad —Frankie sonrió modestamente y tendió la mano para estrecharla en señal de amistad. El puño de la manga se retiró hacia atrás y dejó al descubierto una muñeca rodeada de costuras, pero a Frankie le dio igual. Así era ella. Con sus tornillos y todo lo demás—. Soy nueva, me llamo Frankie y vengo de…
—¿Una fábrica de peluches? —preguntó una de las chicas, alejándose poco a poco.
—¡Es un monstruo! —chilló la única morena. Se sacó un celular del sostén, marcó el 911 de emergencias y salió disparada hacia el vestíbulo del instituto.
—¡Aaaaaah! —gritaron las demás, contorsionando sus extremidades como si las tuvieran plagadas de bichos.
—¡Te dije que entrenar los domingos traía mala suerte! —gimoteó una del grupo.
Las chicas regresaron despavoridas al interior del edificio y, a toda velocidad, empezaron a amontonar sillas tras las puertas, arrastrándolas por el suelo con gran estruendo.
«¿Domingo?»
Un escándalo de sirenas llegó desde la distancia. El volvo negro frenó al pie de los escalones con un chirrido de llantas y Viktor se bajó de un salto.
—¡Deprisa! —gritó Viveka desde la ventanilla abierta.
Con la mente en blanco y el cuerpo paralizado, Frankie observó que su padre corría hacia ella.
—¡Larguémonos de aquí! —vociferó él.
Las sirenas se aproximaban.