Muerte de la luz (11 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Ciencia Ficción

—¿Votaste por Larteyn? —preguntó Dirk—. ¿Para vivir allí?

Ella meneó la cabeza, y el cabello, ahora suelto, onduló suavemente.

—No —dijo con una sonrisa—. Eso era lo que querían Jaan y Garse. Yo… en fin, temo que tampoco voté por Duodécimo Sueño. Jamás habría podido vivir aquí. El aroma de la decadencia es muy fuerte. Estoy de acuerdo con Keats, ¿sabes? Nada es tan melancólico como la muerte de la belleza. En Larteyn nunca hubo tanta belleza como aquí, aunque Jaan refunfuñaría si me oyera decirlo. Así que éste es el lugar más triste de los dos. Además, en Larteyn hay alguna compañía, al menos. Aunque sea Lorimaar y los suyos. Aquí sólo quedan fantasmas.

Dirk contempló el agua, donde el gran sol rojo, macilento y prisionero, se mecía ominoso al ritmo indolente del oleaje. Y casi pudo ver los fantasmas de que hablaba Gwen, espectros que se apiñaban en ambas márgenes y entonaban lamentos por cosas perdidas hacía muchos años. Y también un fantasma que le pertenecía exclusivamente: un barquero de Draque que se deslizaba río abajo empuñando una larga pértiga negra. Ese barquero se acercaba cada vez más, y venía en busca de Dirk. Y la barcaza negra vacía y desolada, avanzaba casi a ras del agua.

Dirk se incorporó y obligó a Gwen a levantarse, sin darle demasiadas explicaciones. Y se alejaron de los fantasmas para regresar a la terraza donde los esperaba el aeromóvil gris.

El vehículo se elevó nuevamente y los condujo a otro interludio de viento y cielo y cavilaciones silenciosas. Gwen se dirigió hacia el sur y luego hacia el este, y Dirk observaba y rumiaba calladamente, y de vez en cuando ella lo miraba y sin darse cuenta esbozaba una sonrisa.

Finalmente llegaron al mar.

La ciudad de la tarde estaba construida a lo largo de la costa de una bahía dentada donde oscuras olas verdes rompían contra muelles destartalados. Se había llamado Musquel-junto-al-Mar, explicó Gwen mientras la sobrevolaban trazando una lenta espiral. Aunque se había fundado con las otras ciudades de Worlorn, ésta tenía un aire antiguo. Las calles de Musquel eran serpientes con el espinazo roto, callejones retorcidos y pedregosos entre torres inclinadas de ladrillos multicolores. Era una ciudad de ladrillos. Azules, rojos, amarillos, verdes, naranjas, pintados y estriados y moteados, ladrillos unidos con una argamasa negra como la obsidiana o roja como el Gordo Satanás, unidos en diseños contrastantes y estrafalarios. Aun más gárrulos eran los toldos de lona pintada de los puestos comerciales que aún decoraban las tortuosas calles o se erguían solitarios en los abandonados espigones de madera.

Aterrizaron en un espigón que parecía más fuerte que los demás, escucharon un rato el mugido de las olas y luego se internaron en la ciudad, totalmente vacía y polvorienta. El viento barría las calles abandonadas, las cúpulas y las torres esféricas estaban vacías, y el sol gordo y rojo desteñía los colores otrora vívidos. También los ladrillos cedían; el polvo multicolor y asfixiante lo impregnaba todo. Musquel no era una ciudad de construcción sólida, y ahora estaba tan muerta como Duodécimo Sueño.

Estaban en la unión de dos callejas, donde un profundo manantial había sido emparedado y bordeado de piedras. Abajo gorgoteaba un agua negra.

—Es primitiva —dijo Dirk, entre las ruinas—. La sensación es pre-espacial, y los letreros dicen lo mismo acerca de la cultura. Braque es así, aunque no a tal punto. Conocen fragmentariamente la vieja tecnología, cuando menos hasta donde lo consienten las interdicciones religiosas. Musquel da la impresión de que no se tuvieran noticias de esos conocimientos.

Ella asintió, acariciando con la mano el brocal del pozo. Un torrente de polvo y guijarros se despeñó en la oscuridad. El jade-y-plata destelló, opaco y rojizo, en el brazo izquierdo de Gwen, y atrajo la atención de Dirk, que parpadeó y volvió a preguntarse qué era; si un signo de esclavitud o una ofrenda amorosa o qué. Pero desechó ese pensamiento, se negó a considerarlo.

—La gente que construyó Musquel tenía muy pocos conocimientos —decía ella—. Venían de la Colonia Olvidada, a la que los demás habitantes de los mundos exteriores a veces llaman Leteo, y a la que sus propios habitantes siempre llaman Tierra. En Alto Kavalaan llaman a esa gente el Pueblo Perdido. Quiénes son, cómo llegaron al mundo de ellos, de dónde vinieron, nadie lo sabe… —se encogió de hombros—. Sin embargo llegaron aquí antes que los kavalares, y posiblemente antes que el
Mao Tse-tung
, que según las crónicas fue la primera nave estelar humana que atravesó el Velo del Tentador. Los kavalares tradicionalistas tienen la certeza de que el Pueblo Perdido está compuesto por Cuasi-hombres y demonios hranganos, aunque ellos han demostrado que su raza puede mezclarse con otros especímenes humanos de mundos más conocidos. Pero la Colonia Olvidada es, ante todo, un planeta solitario que no se interesa demasiado en el resto del espacio. Tienen una cultura de la Edad del Bronce, la mayoría son pescadores, y se ocupan de sus propios problemas.

—Entonces me asombra que hayan venido aquí —dijo Dirk—, y se hayan molestado en construir una ciudad.

—Ah —dijo ella, sonriendo y arrancando más guijarros flojos que cayeron en el pozo con un chapaleo sordo—. Pero todos tenían que construir una ciudad, las catorce culturas de los mundos exteriores. Esa era la idea. Lobo había descubierto la Colonia Olvidada hacía pocos siglos, así que Lobo y Tóber arrastraron aquí al Pueblo Perdido, que ni siquiera contaba con naves estelares propias. Eran pescadores en su mundo natal y se hicieron pescadores aquí. También fueron los lobunos, junto con el Mundo del Océano Vinonegro, quienes les reservaron los mares. Pescaban con redes en pequeñas embarcaciones, hombrecitos y mujeres atezados con el torso desnudo, y freían lo que pescaban en fosas abiertas, para los visitantes. Tenían bardos y cantantes callejeros que les alegraban la ciudad. Durante el Festival, todos se detenían en Musquel para escuchar sus extraños mitos, comer pescado frito y alquilar botes. Pero creo que el Pueblo Perdido no amaba demasiado la ciudad. Al mes de la clausura del Festival todos se marcharon. Ni siquiera desarmaron los toldos, y si hurgas en los edificios todavía podrás encontrar cuchillos, lienzos y alguno que otro hueso.

—¿Tú te has fijado?

—No. Pero oigo historias. Kirak Acerorrojo Cavis, el poeta que vive en Larteyn, se quedó una vez aquí y vagabundeó y compuso algunas canciones.

Dirk miró en torno, pero no había nada que ver. Ladrillos descoloridos y calles desiertas, ventanas sin cristales que parecían cuencas oculares vacías, toldos pintados restallando al viento. Nada.

—Otra ciudad fantasma —comentó.

—No —dijo Gwen—. No, no lo creo. Los del Pueblo Perdido nunca entregaron las almas a Musquel, ni a Worlorn. Se llevaron los fantasmas de regreso a casa.

Dirk se estremeció, y de pronto la ciudad le pareció más vacía que un momento antes. Más vacía que el vacío. Era una idea extraña.

—¿Larteyn es la única ciudad habitada? —preguntó.

—No —repuso ella, alejándose del brocal—. No, ahora te enseñaré un poco de vida, si quieres. Ven conmigo.

Caminaron juntos calle abajo, en dirección a la costa. Y nuevamente en el aire, surcaban la creciente penumbra.

El viaje a Musquel y el recorrido de la ciudad les había llevado casi toda la tarde; el Gordo Satanás descendía hacia el oeste, y uno de sus cuatro servidores amarillos ya se había hundido en el horizonte. El crepúsculo había vuelto, tanto en la realidad como en la apariencia.

Dirk, muy inquieto, se encargó esta vez de conducir, y Gwen iba a su lado con el brazo ligeramente apoyado en el de él, impartiéndole breves instrucciones. Ya había transcurrido casi todo el día, y él tenía tanto que decir, tanto que preguntar, tanto que decidir. Y sin embargo no había hecho nada de eso. Pronto, se prometió sin embargo mientras conducía. Pronto.

El aeromóvil ronroneaba suave, casi inaudiblemente. Abajo crecía la oscuridad, y los kilómetros pasaban muy veloces. Encontrarían vida, le había dicho Gwen, hacia el oeste, muy hacia el oeste, cerca del atardecer.

La ciudad del atardecer era un único edificio plateado, con la base hincada en las colinas que rodaban allá abajo, y la cima velada por las nubes que flotaban a dos kilómetros de altura. Era una ciudad de luz, con flancos metálicos y sin ventanas, que irradiaban un brillo blanco y titilante. La luz trepaba por la pared curva en ondas trémulas y centelleantes, y desde la base enclavada en la roca viva ascendía, ganando en resplandor e intensidad, por la torre que se elevaba y estrechaba como una aguja inmensa. La onda de luz subía con creciente rapidez hasta esa altura increíble, y envolvía la cima plateada, coronada de nubes, en un estallido de gloria enceguecedora. Y por entonces, tres ondas ya empezaban a seguirla en su ascenso.

—Desafío —dijo Gwen cuando se acercaron; era el nombre y el propósito de la ciudad que habían construido los urbanistas de di-Emerel, en cuyo mundo las ciudades eran torres de acero negro hincadas en colinas ondulantes. Cada ciudad emereli era una nación-estado; todo en una sola torre, y la mayoría de los emereli nunca dejaban el edificio donde habían nacido (aunque quienes lo hacían, a menudo se convertían en los vagabundos más empecinados del espacio, había dicho Gwen). Desafío era todas las torres emereli en una, blanco-plateada en vez de negra, con el doble de altivez y el triple de altura, la filosofía arcológica de di-Emerel corporizada en plástico y metal: dotada de energía nuclear, automática, programada para repararse a sí misma. Los emereli alardeaban de que la ciudad era inmortal, la prueba irrebatible de que las glorias de la tecnología del Confín (o de la tecnología emereli, en todo caso) brillaban con no menos fulgor que las de Nueva Ínsula, Avalon o la misma Vieja Tierra.

En la torre había oscuras ranuras horizontales, pistas de aterrizaje separadas por diez niveles de distancia entre una y otra. Dirk enfiló hacia una de ellas, y cuando se acercaron la ranura negra se iluminó. La abertura tenía fácilmente diez metros de altura, y a Dirk le fue fácil posar el vehículo en la espaciosa pista del centésimo nivel.

Cuando se apearon, una voz grave y profunda le habló desde ninguna parte.

—Bienvenidos —dijo—. Soy la Voz de Desafío. ¿Puedo atenderles?

Dirk miró por encima del hombro y Gwen soltó una carcajada.

—El cerebro de la ciudad —explicó ella—. Una super-computadora. Te dije que esta ciudad aún vive…

—¿Puedo atenderles? —repitió la Voz desde las paredes.

—Tal vez —aventuró Dirk—. Creo que tenemos hambre. ¿Puedes darnos de comer?

La Voz no respondió, pero el panel de una pared se deslizó varios metros, y un silencioso vehículo acolchado salió y se detuvo frente a ellos. Subieron y el vehículo entró por otra pared que también se abrió gentilmente.

Blandos neumáticos-balón les llevaban por una sucesión de inmaculados corredores blancos, frente a incontables filas de puertas numeradas, mientras una música serena los envolvía. Dirk señaló que las luces blancas contrastaban notoriamente con el pálido cielo crepuscular de Worlorn, y de inmediato los corredores se tiñeron de un azul suave y desvaído.

El coche de llantas gruesas los dejó en un restaurante y un mozo-robot les ofreció menús y listas de vino con un tono muy parecido al de la Voz. En ambos casos, la selección era extensa y no se limitaba solamente a la cocina de di-Emerel o de los mundos exteriores, sino que incluía platos famosos y vinos escogidos de todos los mundos dispersos del reinohumano, incluso algunos que Dirk desconocía absolutamente. En el menú, cada plato traía impreso su mundo de origen en cuerpo más pequeño. Tardaron un largo rato en decidirse. Finalmente Dirk eligió dragón de arena hervido en manteca, del Mundo de Jamison, y Gwen ordenó huevas azules al queso, de Viejo Poseidón.

El vino que eligieron era claro y blanco. El robot lo trajo congelado, en un cubo de hielo. Y rajó el hielo para descorchar el vino, que estaba muy frío pero líquido. Así correspondía servirlo, insistió la Voz. La cena vino en cálidas bandejas de plata y hueso. Dirk tomó una pata ganchuda, peló el caparazón y saboreó la carne blanca y tierna.

—Es increíble —comentó, cabeceando hacia el plato—. Viví un tiempo en el Mundo de Jamison, y los jamies tienen especial preferencia por el guiso de dragón de arena, y éste es tan sabroso como los que he probado allá. ¿Congelado? ¿Lo han traído congelado? Diablos, los emereli habrán ocupado una flota entera para trasladar todos los alimentos necesarios hasta este lugar.

—Congelado no —fue la respuesta; no era Gwen, que lo miraba con una sonrisa divertida, sin embargo—. Antes del Festival, la nave mercante
Placa Azul
de di-Emerel visitó todos los mundos que pudo, recogiendo y guardando muestras de las mejores comidas. El viaje, planeado por mucho tiempo, llevó unos cuarenta y tres años convencionales, con cuatro capitanes y cuatro tripulaciones. Finalmente la nave llegó a Worlorn, y en las cocinas y biotanques de Desafío las muestras recogidas fueron reproducidas por clonaje para alimentar a las multitudes. Así el pan y los peces fueron multiplicados, no por un falso profeta sino por los científicos de di-Emerel —explicó la Voz.

—Suena muy
chic
—dijo Gwen con una risita.

—Suena como un discurso estereotipado —dijo Dirk; luego se encogió de hombros y volvió a la cena, igual que Gwen.

Comieron a solas, salvo por el mozo robot y la Voz, en el centro de un restaurante diseñado para albergar cientos de personas. Alrededor, vacías pero impecables, otras mesas esperaban con manteles rojo oscuro y brillante vajilla de plata. Los clientes se habían marchado hacía una década; pero la Voz y la ciudad tenían una paciencia infinita.

Después, mientras tomaban el café (negro y espeso, con crema y especias, un regusto de gratos recuerdos de Avalon), Dirk se sintió tranquilo y relajado, tal vez más cómodo que nunca desde su llegada a Worlorn. Jaan Vikary y el jade-y-plata (que brillaba oscuro y hermoso a la luz tenue del restaurante, exquisitamente labrado pero curiosamente despojado de acechanzas y significaciones), habían perdido importancia ahora que estaba de nuevo con Gwen. Frente a él, mientras bebía de una taza de porcelana blanca y le sonreía con una expresión soñadora y distante, ella parecía muy accesible, muy semejante a la Jenny que Dirk había conocido y amado, la dama de la joya susurrante.

—Maravilloso —dijo él, abarcando con un gesto todo lo que les rodeaba.

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