Muerte de la luz (26 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Ciencia Ficción

Gwen palideció visiblemente.

—Bueno, sí.

—Tú ganas, entonces. Vamos a hacerlo.

—¿Los ascensores? —dijo ella reflexivamente—. ¿Si siguen funcionando?

—No podemos confiar en los ascensores, aunque sigan funcionando. Bretan podría detenerlos mientras estamos adentro.

—No sé si las escaleras. Y no podríamos encontrarlas sin la ayuda de la Voz, aunque existan. Podríamos subir a pie por la galería, pero…

—Sabemos que hay al menos dos partidas de caza batiendo la galería. Tal vez más. No.

—¿Entonces?

—¿Qué nos queda? —arrugó el ceño—. El hueco central.

Dirk se asomó por la baranda de hierro forjado; miró hacia arriba, luego hacia abajo, y tuvo la sensación de vértigo. El hueco central parecía interminable en ambas direcciones. Aunque había sólo dos kilómetros de la cima al pie, creaba la ilusión de una distancia infinita. Las corrientes ascendentes de aire tibio que servían para divertir a los residentes, también difundían por el hueco una neblina grisácea, y los balcones que formaban innumerables estrías en la circunferencia eran todos infatigablemente idénticos.

Gwen había sacado algo del sensor, un instrumento metálico plateado del tamaño de una palma. Se acercó a la baranda y lo arrojó al hueco. Los dos observaron cómo flotaba, giraba y lanzaba guiños de luz refleja flotando. Recorrió la mitad del diámetro del enorme cilindro antes de empezar a caer lenta y grácilmente sustentado por la masa de aire, una mota de polvo metálico bailando en la luz artificial. Transcurrieron siglos antes que lo tragara el abismo gris.

—Bien —dijo Gwen en cuanto el instrumento se perdió de vista—, la gravedad artificial sigue funcionando.

—Sí. Bretan no conoce bien la ciudad. Al menos, no lo suficiente —Dirk miró de nuevo hacia arriba—. Muy bien, en marcha. ¿Quién empieza?

—Los hombres primero —dijo ella. Dirk abrió la puerta del balcón y retrocedió hasta la pared. Se apartó un mechón de pelo de la frente, sacudió los hombros y se echó a correr, pateando con todas sus fuerzas al tocar el borde.

El salto lo impulsó hacia arriba. Por un segundo Dirk tuvo la sensación de caer, y el estómago se le encogió. Pero luego miró y vio y sintió, y en realidad no caía sino que volaba elevándose en el aire. Exultante, soltó una carcajada y levantó las manos, braceando con fuerza y cobrando velocidad. Las hileras de balcones vacíos pasaban de largo: un nivel, dos, cinco. Tarde o temprano empezaría a caer, un lento descenso en espiral hacia el abismo amortajado de gris, pero no tendría tiempo de bajar demasiado. El otro lado estaba a sólo treinta metros, una distancia fácil de atravesar con la gravedad artificial del hueco.

Finalmente se aproximó a la pared curva y rebotó contra una baranda de hierro negro, girando sobre sí mismo y rodando absurdamente hacia arriba antes de estirar el brazo y aferrar una barra del balcón inmediatamente superior al que había golpeado. Entrar no le costó ningún esfuerzo. Había subido once niveles. Sonriendo, extrañamente animado, se sentó y reunió fuerzas para un segundo brinco mientras observaba a Gwen, que ya lo había seguido volando como un pájaro grácil e imposible, la cabeza negra ondeando en el aire. Ella le ganó por dos niveles.

Cuando llegó al nivel 520 Dirk estaba magullado de tanto chocar contra las barandas de hierro, pero se sentía bien. Al emprender el último salto, el sexto, se resistía a llegar a su objetivo y volver a la gravedad normal, pero llegó. Gwen ya le estaba esperando, el sensor y el instrumental sujetos a la espalda, entre los omóplatos. Le dio una mano y le ayudó a encaramarse a la baranda.

Entraron en el ancho corredor que rodeaba el hueco central, donde los recibió la familiar penumbra azul. Los globos resplandecían lánguidamente en las intersecciones, donde largos pasajes rectos se alejaban del centro de la ciudad como rayos de una enorme rueda. Eligieron uno al azar y avanzaron rápidamente hacia la periferia. Era un trecho más largo de lo que Dirk había pensado. Cruzaron muchas intersecciones más (él dejó de contar al llegar a la cuarenta), todas idénticas, siempre pasando frente a puertas negras que sólo diferían en la numeración. Ninguno de los dos hablaba. La exaltación fugaz que había sentido Dirk, la dicha de volar, se fue tan pronto como había venido en cuanto caminaron por esa turbia media luz, y fue reemplazada por una vaga zozobra. Ruidos imaginarios atenaceaban los oídos de Dirk, aullidos distantes y las pisadas de los cazadores; los globos de luz más alejados parecían algo extraño y amenazador, los rincones oscuros se poblaban de acechanzas. Pero no se toparon con nada ni con nadie; no eran más que trucos de su imaginación.

Sin embargo, los Braith habían estado ahí. Cerca de la periferia de Desafío, donde el corredor transversal se cruzaba con la galería exterior, encontraron uno de los vehículos neumáticos-balón que la Voz utilizaba para trasladar a los huéspedes. Estaba vacío y volcado, en parte sobre la alfombra azul y en parte sobre el impecable y frío suelo de plástico de la galería. Los dos se detuvieron, y mirándose a los ojos esbozaron un comentario sin palabras. Estos vehículos, recordó Dirk, no tenían mandos para los pasajeros; era la Voz que los conducía. Y ahí yacía uno, de lado, sin energía
e
inmóvil. También notó otro detalle. Cerca de una rueda trasera una mancha viscosa humedecía la alfombra azul.

—Vamos —susurró Gwen, y reanudaron la marcha por la galería silenciosa, con la esperanza de que los Braith que habían pasado por allí ya no pudieran oírlos.

La pista aérea y el aeromóvil estaban ahora muy cerca; sería una ironía cruel que no lo alcanzaran. Pero a Dirk le parecía que los pasos reverberaban con estrépito en la superficie dura del bulevar; sin duda el edificio entero podía oírlos, hasta Bretan Braith en el sótano más profundo. Y cuando llegaron al paso peatonal que atravesaba la franja de aceras mecánicas detenidas, los dos echaron a correr. Dirk no supo quién fue el primero, si él o Gwen. En un momento caminaban juntos, tratando de avanzar lo más rápido posible sin hacer ruido; de golpe estaban corriendo.

Cruzaron la galería. Un corredor sin alfombrar, dos vueltas, un portón empecinado en no abrirse. Al fin Dirk le dio un empellón con el hombro magullado, y él y el portón lanzaron un gemido de protesta. Se abrió, y estaban de nuevo en la pista aérea del nivel 520 de Desafío.

La noche era fría y oscura. El eterno y gemebundo viento de Worlorn azotaba la torre emereli, y apenas una estrella titilaba en el rectángulo largo y bajo que enmarcaba el cielo de los mundos exteriores. Adentro, la pista era igualmente negra.

Cuando entraron no se encendió ninguna luz.

Pero el aeromóvil seguía allí, acurrucado en las tinieblas como una criatura viviente, como el banshi al que se asemejaba. Y no había ningún Braith custodiándolo.

Se acercaron. Gwen tomó el sensor y el instrumental y los depositó en el asiento trasero, al lado de los aeropatines. Dirk, de pie junto al vehículo, la observaba tiritando; ya no tenía el gabán de Ruark, y la noche estaba helada.

Gwen tocó una clavija del panel de instrumentos y en el centro de la parte superior del aeromóvil se abrió una ranura negra. Varios paneles metálicos se corrieron hacia atrás y hacia arriba, y las entrañas de la máquina kavalar quedaron expuestas. Ella se acercó al frente y encendió una luz en la cara interior de uno de los paneles. Dirk vio que el otro panel estaba cubierto de herramientas metálicas con agarraderas.

Gwen, de pie en un estanque de luz amarilla, estudiaba el intrincado mecanismo. Dirk se le acercó. Finalmente, ella meneó la cabeza.

—No —dijo con voz fatigada—. No funcionará.

—Podemos sacar energía del control de gravedad. Ahí tienes las herramientas —sugirió Dirk.

—No sé bien cómo usarlas —dijo Gwen—. Un poco, sí. Tenía esperanzas de poder arreglármelas… Pero no. No es sólo un problema de alimentación. Los lásers de las alas ni siquiera están conectados. Por lo que pueden servirnos, daría lo mismo que fueran de adorno —se volvió hacia Dirk—. Supongo que tú no…

—No.

—Comprendo. Entonces no tenemos armas.

Dirk miró, más allá del aeromóvil, el cielo desnudo de Worlorn.

—Podríamos volar fuera de aquí.

Gwen tomó los paneles, uno en cada mano, y los cerró simultáneamente. El banshi recobró su aspecto temible.

—No —replicó ella con voz inexpresiva—. Recuerda lo que dijiste. Los Braith estarán afuera. Sus coches están armados. No tendríamos la menor oportunidad. No —pasó al lado de Dirk y se metió en el aeromóvil.

Al cabo de un rato él la siguió. Se despatarró en el asiento a mirar la estrella solitaria que tachonaba el frío cielo nocturno. Sabía que estaba muy cansado, y también que ese agotamiento no era meramente físico. Desde su llegada a Desafío las emociones lo habían hostigado como olas derrumbándose sobre la playa, una tras de otra. Pero de pronto, el océano parecía haberse evaporado. No había más oleaje.

—Supongo que antes tenías razón, en el corredor —dijo con voz cavilosa e introspectiva, sin mirar a Gwen.

—¿Razón?

—En cuanto a mi egoísmo. En cuanto… bueno…, a que yo no soy un caballero blanco.

—¿Un caballero blanco?

—Como Jaan. Tal vez nunca fui un caballero blanco. Pero en Avalon me gustaba pensar que lo era. Me creía cosas. Ahora casi ni me acuerdo de qué. Salvo tú, Jenny. A ti te recordé. Por eso fue que…, bueno, tú me entiendes. En estos siete años hice cosas, nada terrible, ¿sabes? Pero cosas que nunca habría hecho en Avalon. Me porté como un cínico, un egoísta. Pero hasta ahora nadie ha muerto por mi culpa.

—No te maltrates tanto, Dirk —dijo ella, también con la voz fatigada—. No es elegante.

—Quiero hacer algo —dijo Dirk—. Es necesario. No puedo… Bueno, tenías razón.

—No podemos hacer nada, salvo correr y morir. Y eso no ayudará a nadie. No tenemos armas.

Dirk rió con amargura.

—Entonces, esperamos que Jaan y Garse vengan a salvarnos, y después… Nuestro reencuentro no duró demasiado, ¿verdad?

Ella se inclinó hacia adelante, sin responder. Apoyó la cabeza en el antebrazo, sobre el panel de instrumentos. Dirk la miró de soslayo, y luego miró de nuevo hacia afuera. Aún tiritaba de frío, pero en cierto modo no le importaba.

Permanecieron así, en silencio.

Hasta que de repente Dirk se volvió y apoyó una mano en el hombro de Gwen.

—El arma —dijo, extrañamente animado—. Jaan dijo que teníamos un arma.

—Los lásers del aeromóvil —dijo Gwen—. Pero…

—No —dijo Dirk, con una súbita sonrisa—. ¡No, no, no!

—¿A qué otra cosa iba a referirse?

Por toda respuesta, Dirk tendió el brazo y puso en marcha los elevadores del coche, y el banshi de metal gris despertó a la vida y se elevó ligeramente.

—El aeromóvil —dijo—. El aeromóvil mismo.

—Los Braith esperan afuera con aeromóviles, también. Pero
armados.

—Así es. Pero Jaan y yo no hablábamos de los que esperan afuera, sino de las partidas de caza de
adentro
, las que merodean por el edificio matando gente.

Una sonrisa iluminó de repente la cara de Gwen.

—Claro —exclamó con entusiasmo; tocó los mandos y el banshi gruñó, y desde la parte inferior del fuselaje unas brillantes columnas de luz blanca hendieron la oscuridad.

Mientras ella maniobraba a medio metro del suelo, Dirk se apeó de un brinco, corrió hacia la puerta maltrecha y valiéndose de su hombro igualmente maltrecho, abrió un segundo panel para dejar paso al aeromóvil. Luego Gwen se acercó con la raya metálica y Dirk volvió a subir.

Poco después flotaban sobre el bulevar de la galería, cerca del coche volcado. Los haces de los faros delanteros barrieron las aceras mecánicas detenidas y apuntaron directamente hacia adelante, alumbrando el camino que los conduciría cuesta abajo bordeando la alta torre de Desafío.

—Como verás —dijo Gwen antes de arrancar—, estamos en el carril de ascenso. A los que bajan les corresponde el otro lado de la franja intermedia.

—Sin duda esto está prohibido por las normas de di-Emerel —sonrió Dirk—. Pero no creo que a la Voz le importe demasiado.

Gwen le devolvió la sonrisa y puso el vehículo en marcha. La raya metálica arrancó de un brinco y aceleró. Luego se deslizaron calle abajo por la penumbra gris, cada vez más rápido, Gwen pálida y tensa, Dirk observando ociosamente los números indicadores mientras pasaban un corredor tras de otro.

Oyeron a los Braith mucho antes de verlos: de nuevo los aullidos, esos ladridos chillones y salvajes que no se parecían a los de ningún perro que Dirk conociera, multiplicados por los ecos que reverberaban en la galería. Cuando oyó a la jauría, Dirk estiró la mano y apagó los faros. Gwen lo interrogó con la mirada.

—No hacemos mucho ruido —explicó él—. Con los ladridos de los perros y sus propios gritos, no podrán oírnos. Pero podrían ver la luz que se acerca, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dijo ella.

Nada más. Estaba concentrada en los mandos. Dirk la observó bajo la luz pálida y gris de la galería. Los ojos de Gwen eran nuevamente de jade, duros y lustrosos, tan feroces como a veces los de Garse Janacek. Finalmente ella tenía el arma deseada, y los cazadores kavalares estaban a poca distancia.

Cerca del nivel 497 sobrevolaron unos jirones de tela desgarrada que aletearon succionados por el viento del aeromóvil. Un retazo mayor que los otros siguió tendido en el centro del bulevar; los restos de un gabán castaño reducido a hilachas.

Adelante, los aullidos eran cada vez más intensos.

Una sonrisa fugaz cruzó los labios de Gwen. Dirk la vio, y recordó intrigado a la dulce Jenny de Avalon.

Luego vieron las figuras, formas negras y pequeñas en la galería en sombras, formas que crecían con rapidez, convirtiéndose en hombres y perros a medida que la raya metálica corría hacia ellos. Cinco de los enormes sabuesos bajaban libremente por el bulevar, a la zaga de un sexto, mayor que todos ellos, sujeto de dos gruesas cadenas negras. Dos hombres empuñaban las cadenas y se bamboleaban siguiendo a la jauría guiada por ese líder descomunal.

Las figuras crecían de tamaño con increíble celeridad. Los sabuesos fueron los primeros en oír al aeromóvil. El líder se volvió bruscamente y el tirón arrancó la cadena de manos de un cazador. De los otros sabuesos, tres se dieron vuelta con un gruñido y un cuarto corrió cuesta arriba al encuentro del vehículo; los hombres titubearon un instante. Uno estaba enredado en la cadena que el perro líder le había obligado a soltar. El otro, con las manos vacías, se tanteó la cadera en busca de un arma.

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