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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (26 page)

¿Podía ser que ese hombre correspondiera, y aún más que eso, a sus complejos sentimientos? Esa tarde sólo un accidente le había impedido declararle su amor, a no ser que le hubiera interpretado mal. Durante toda la noche había estado dándole vueltas a esa idea; cada vez le parecía más asombrosa. ¿Acaso era él peor de lo que ella había imaginado? Bajo la excusa del pensamiento independiente, de serias teorías morales, ¿escondía mero libertinaje y crueldad? Resultaba extraordinario tener que hacerse esas preguntas. La hacía sentirse como si tuviera que volver a conocerse partiendo de cero y formarse una nueva concepción de su propia personalidad. ¡Ella, objeto de la pasión de un hombre!

Y la idea era exultante. Incluso a su edad, la satisfacción de la vanidad le había sido otorgada; bueno, no sólo de la vanidad.

Él tenía que ser sincero. ¿Qué motivo podía tener para estar jugando? ¿Acaso no podía ser cierto que era un hombre que había cambiado en ciertos aspectos y que finalmente se había dejado controlar por una genuina emoción? Si así era, sólo tenía que esperar a su próxima conversación en privado. No podría juzgar erróneamente una declaración de amor.

El interés no era mas que comedia. Rhoda no amaba a Everard Barfoot y no veía posibilidad alguna de que eso llegara a suceder; se trataba, de hecho, de una razón por la que mostrar agradecimiento. Tampoco él podía anticipar que ella aceptara su propuesta de una unión libre. Al declarar que el matrimonio legal quedaba fuera de cuestión, había llevado su cortejo al terreno del mundo de los sentimientos ideales. Pero, si la amaba, esas teorías tarde o temprano serían barridas de un plumazo; le rogaría que se convirtiera en su esposa legal.

Ahí quería llevarle. Fuera cual fuera su oferta, ella no la aceptaría; pero el secreto pesar que la acongojaba habría desaparecido. El amor ya no sería un privilegio reservado para otras mujeres. Al rechazar a un pretendiente a tantas luces deseable, causa de que tantas mujeres la envidiaran, reforzaría su autoestima y podría seguir adelante en su camino con paso aún más firme.

Era la una. El fuego se había extinguido y Rhoda empezaba a tiritar de frío, aunque al mismo tiempo un temblor de alegría le recorría el cuerpo; de nuevo sintió la misma exaltación, la misma sensación de triunfo. No le rechazaría perentoriamente. Él tendría que probar la fuerza de su amor, si de amor se trataba. Al ser tan tardía, la experiencia debía darle todo el placer y toda la satisfacción posibles.

CAPÍTULO XV
LAS ALEGRÍAS DEL HOGAR

Monica y su marido paseaban sin prisa hacia el este después de salir de la casa de Queen's Road. Aunque ya había caído la noche la temperatura era agradable. No tenían nada que hacer y durante cinco minutos cada uno se sumió en sus propios pensamientos. Entonces Widdowson se detuvo.

—¿Volvemos a casa? —preguntó, mirando primero a Monica y dejando luego vagar la mirada en la oscuridad.

—Me gustaría pasar a ver a Milly, pero me temo que no pueda llevarte conmigo.

—¿Por qué?

—Es una salita diminuta y puede que esté con alguna amiga. ¿No podrías irte un rato a algún sitio y encontrarnos más tarde? —Widdowson frunció el ceño mientras miraba el reloj.

—Son casi las seis. No tenemos mucho tiempo.

—Edmund, ¿por qué no te vas a casa y dejas que vuelva sola? Por una vez no pasa nada. Tengo tantas ganas de hablar un rato a solas con Milly. Si vuelvo a casa a eso de las nueve o nueve y media, podría cenar algo después.

Él respondió con brusquedad.

—Oh, pero no puedo dejar que vuelvas sola de noche.

—¿Por qué no? —respondió Monica con un deje apenas perceptible de indignación en la voz—. ¿Temes que me roben o que me asesinen?

—Tonterías. Pero de ningún modo debes volver sola.

—¿Acaso antes no estaba siempre sola?

Él hizo un gesto de enfado.

—Te he pedido que no hables de eso. ¿Por qué hablas de lo que sabes que me resulta desagradable? Hacías muchas cosas que no tendrías que haber hecho y me duele recordarlo.

Viendo que había gente que se aproximaba, Monica siguió caminando y ninguno de los dos volvió a hablar hasta que hubieron llegado casi al final de la calle.

—Creo que lo mejor es que volvamos a casa —puntualizó por fin Widdowson.

—Si así lo deseas, aunque de verdad no entiendo por qué no puedo visitar a Milly ahora que estamos aquí.

—¿Por qué no lo dijiste antes de salir de casa? Deberías ser más metódica, Monica. Todas las mañanas planeo mi día y todo iría mucho mejor si tú hicieras lo mismo. No serías tan insegura ni tan inquieta.

—Si voy a Rutland Street —dijo Monica, sin darle importancia a su admonición—, ¿no podrías esperarme durante una hora?

—¿Y qué se supone que debo hacer mientras tanto?

—Había pensado que quizá te apetecería dar un paseo. Es una lástima que no conozcas a más gente, Edmund. Las cosas serían para ti mucho más agradables.

Por fin Widdowson accedió a acompañarla hasta Rutland Street, pasar el tiempo durante una hora y volver a buscarla.

Cogieron un coche hasta Hampstead Road. Widdowson no se dio la vuelta hasta que tuvo una prueba visible de que su esposa entraba en la casa donde vivía la señorita Vesper, e incluso entonces estuvo paseando por las calles más cercanas a la casa, volviendo cada diez minutos para vigilarla de cerca, como si temiera que Monica tuviera proyectado escapar. Parecía malhumorado; arrastraba los pies de un lado a otro, intentando siempre pasear por donde menos gente había, sin levantar la mirada del suelo y andando a ritmo cansino, marcando el paso con su bastón. En los tres o cuatro meses que habían transcurrido desde su matrimonio, parecía haber envejecido. Ya no caminaba erguido.

En el instante exacto que habían acordado estaba esperando junto a la casa. Pasaron cinco minutos. Había mirado el reloj dos veces y estaba excesivamente impaciente, pateando el suelo como si intentara entrar en calor. Después de otros cinco minutos de espera, soltó un grito nervioso. Acababa de decidir acercarse a la casa y llamar a la puerta cuando apareció Monica.

—Espero no haberme retrasado mucho —dijo alegremente.

—Diez minutos. Pero no tiene importancia.

—Lo siento muchísimo. Estábamos tan a gusto conversando que…

—Sí, pero tenemos que ser puntuales. Ojalá pudieras convencerte de ello. La vida sin puntualidad es impensable.

—Lo siento de verdad, Edmund. Tendré más cuidado de ahora en adelante. Te ruego que no me sermonees. ¿Cómo vamos a casa?

—Lo mejor es que cojamos un coche hasta la estación Victoria. No sabemos cuánto tendremos que esperar al próximo tren una vez allí.

—Venga, no seas gruñón. ¿Dónde has estado todo este rato?

—Pues dando una vuelta. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Durante el trayecto no volvieron a hablar. Tuvieron que esperar una media hora en la estación antes de que saliera un tren a Herne Hill. Monica se sentó en una de las salas de espera y su marido se puso a caminar por el andén, de nuevo marcando su paso cansino con el bastón.

Los domingos almorzaban a la una y tomaban el té a las seis. Widdowson odiaba cualquier cambio en su rutina doméstica, y esa tarde había cedido a regañadientes al deseo de Monica de ir a Chelsea. Ahora el hambre se añadía a las causas de su enfado.

—Comamos algo ahora mismo —dijo al llegar a casa—. Esto no puede seguir así. De una manera u otra tenemos que conseguir organizarnos mejor.

Sin una sola réplica, Monica hizo sonar la campanilla del comedor y dio las órdenes pertinentes al servicio.

La casa había sufrido muy pocos cambios desde la boda de su dueño. El vestidor anexo a la suite principal había sido adaptado a las necesidades de Monica, y en el comedor se veían algunos adornos nuevos. Widdowson contaba con los elementos necesarios para acceder al gusto por lo artístico; a la hora de amueblar su residencia había recurrido al asesoramiento de buenos decoradores, y por un precio moderado se había construido un hogar en el que no se apreciaban rasgos originales, pero que tampoco ofendía al ojo experto. A primera vista, a Monica le encantaron las habitaciones. Dijo que todo era perfecto y que no deseaba hacer ningún cambio. En aquel momento, si le hubiera pedido a su marido que se gastara cien libras en reformas, él la habría obedecido, encantado de oírla expresar un deseo.

Aunque el dinero le había llegado después de toda una vida sin él, Widdowson no sentía la menor tentación de caer en la avaricia. Con la seguridad que le procuraban sus ingresos, no reparaba en gastos cuando se trataba de darse a él o a su esposa alguna satisfacción. Durante la luna de miel por Cornwall, Devon y Somerset, que duró unas siete semanas, entre otras cosas menos agradables Monica aprendió que su marido era muy generoso con el dinero.

Él insistía en que ella vistiera bien, aunque sólo fuera, como Monica descubrió bien pronto, por su propio interés. Poco después de haberse instalado en su nueva casa, Monica decidió renovar su vestuario de invierno y Widdowson no se preocupó en absoluto por los gastos siempre que el efecto causado por los vestidos nuevos fuera convincente para él.

—Estás haciendo de mí una mariposilla —le dijo Monica alegremente, cuando él dio su efusiva aprobación a un precioso vestido que acababan de traerle.

—Una mujer hermosa —replicó él con la seriedad nerviosa que todavía le embargaba cuando le dedicaba algún cumplido o cuando le decía algo tierno—, una mujer hermosa debe tener vestidos hermosos.

Al mismo tiempo él se había empeñado en concienciarla de la gravedad que encerraban sus obligaciones de mujer casada. Su embeleso, absolutamente sincero, se veía a veces interrumpido de la forma más inoportuna si Monica soltaba un comentario imprudente que de ningún modo podía parecerle bien, y esas interrupciones a menudo se convertían en la oportunidad para dar un repaso largo y solemne a su condición de mujer casada. Sin demasiados problemas, Widdowson había conseguido imponerle una rutina diaria que le resultaba satisfactoria. Durante toda la mañana Monica estaba ocupada en las tareas de la casa. Por la tarde la llevaba a dar un paseo, a pie o en coche, y las noches debía pasarlas en el salón o en la biblioteca, leyendo. Monica no tardó en darse cuenta de que el concepto que Widdowson tenía de la felicidad matrimonial era estar siempre juntos. Casi nunca la dejaba salir sola, fuera cual fuera el motivo de su salida. No le gustaba salir a divertirse, pero cuando vio lo mucho que a Monica le gustaban el teatro y los conciertos no puso objeción en acompañarla cada quince días. Su gran afición por la música le hizo más fácil su misión. Se ponía celoso ante la posibilidad de que ella hiciera nuevas amistades; como era un hombre que vivía de espaldas a la sociedad pensaba que su esposa debía tener suficiente con sus amistades actuales, y no entendía por qué quería verlas tan a menudo.

La joven se mostraba dócil, y durante un tiempo él llegó a imaginar que no habría ningún conflicto entre su voluntad y la de ella. Mientras estuvieron de vacaciones iban a todas partes juntos, y apenas se separaron durante una hora, de día y de noche. En los sitios tranquilos de la costa, a solas los dos, a Widdowson se le soltaba la lengua y hablaba de su filosofía de vida con la feliz seguridad de que Monica le escuchaba pasivamente. La devoción que sentía por ella quedó mil veces probada; semana tras semana se mostraba cada vez más amable, más tierno; pero su visión de la relación era, inconscientemente, la de un completo déspota, un monumento a la autocracia masculina. Nunca se le había ocurrido que una esposa sigue siendo un ser individual, con derechos y obligaciones que nada tienen que ver con su condición de esposa. Todo lo que decía presuponía su propia supremacía; daba por hecho que era él quien dirigía y ella la que debía ser dirigida. Cualquier muestra de energía, de propósito o de ambición por parte de Monica que no guardara relación con asuntos domésticos le habría molestado sobremanera. Automáticamente habría puesto manos a la obra a fin de reducir, con toda suavidad, impulsos que resultaban hostiles a su concepto de la institución del matrimonio. Disfrutaba al verla mostrar tan poca simpatía por los principios que defendían la señorita Barfoot y la señorita Nunn; éstas le parecían dotadas de muy buenas intenciones, pero totalmente equivocadas. La señorita Nunn le parecía «poco femenina», y confiaba en secreto en que Monica no siguiera siendo amiga suya por mucho tiempo. Naturalmente las anteriores metas de su esposa le parecían una abominación; no podía soportar oír hablar de ellas.

—La mujer debe dedicarse al hogar, Monica. Desgraciadamente, hay muchas chicas que tienen que salir a ganarse la vida, pero eso no es natural, no es más que una necesidad que la civilización avanzada terminará por abolir. Debes leer a John Ruskin; cada una de sus palabras sobre las mujeres es preciosa y acertada. Si una mujer no puede tener su propia casa ni encontrar trabajo en casa ajena merece nuestra compasión; está condenada a la infelicidad. Creo firmemente que es mejor que una mujer educada trabaje de criada, a que intente imitar la vida de los hombres.

Monica parecía escucharle con atención, pero pronto se acostumbró a mirarle así mientras se dedicaba a pensar en sus cosas. Y muy a menudo éstas eran el tipo de cosas que su compañero jamás podría llegar a imaginar.

Widdowson se consideraba el más feliz de los hombres. Había arriesgado mucho, pero la fortuna le sonreía: Monica era todo lo que había imaginado en su fiebre de hombre enamorado. Hasta el momento no había visto en ella falsedad alguna, ni rasgo de carácter que pudiera condenar. Que ella correspondía a su amor era un hecho indudable. Y algo que ella le había dicho una vez, al principio de su luna de miel, colmaba la medida de su felicidad.

—¡Cómo has cambiado mi vida, Edmund! ¡Cuánto tengo que agradecerte!

Eso era lo que estaba esperando oír. Así lo había pensado él; se había preguntado si Monica veía de igual modo su propia situación. Y cuando por fin las palabras salieron de sus labios Widdowson resplandeció de felicidad. Ésa era para él la relación perfecta entre marido y mujer. Ella debía verle como su benefactor, su providencia. Habría preferido que no tuviera ni un solo penique, aunque felizmente Monica nunca parecía pensar en la suma que tenía a su disposición.

Convivir con él era sin duda lo más fácil del mundo. Al principio, cuando por alguna razón veía a Monica descontenta, se llevaba una desagradable sorpresa. En cuanto comprendió que ella deseaba mayor libertad de movimiento se volvió ansioso, desconfiado e irritable. Nunca habían tenido una sola pelea, pero Widdowson empezó a percibir que debía ejercer su autoridad como nunca hubiera pensado que sería necesario. Al fin y al cabo, sus temores parecían estar justificados. El desarraigo doméstico de Monica, y quizá también la compañía de esa gente de Chelsea, habían dejado huella en ella. Aplicando una disciplina suave, sugirió en primer lugar una mayor atención a las tareas de la casa. ¿No le vendría bien dedicar una hora al día a coser o bordar? La obediencia de Monica la llevó sólo a dedicarse a meras labores de costura, pero Widdowson observándola de cerca, se dio cuenta de que su dedicación a la aguja no era más que un amago. Edmund pasaba las noches en vela, pensando en la oscuridad.

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