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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (25 page)

Valía la pena pensarlo, pero mientras tanto deseaba volver a ver a Rhoda Nunn. Había empezado a clasificarla dentro del grupo de mujeres que resultan atractivas tanto física como mentalmente. Era sorprendente lo que había cambiado su percepción del rostro de Rhoda desde su primer encuentro. Ahora sonreía al imaginarlo; sonreía como lo hace un hombre cuando sus sentidos se ven plenamente afectados por lo que imagina. Conocía muy bien esa cara y estaba preparado para sus cambios constantes, para ciertos movimientos de cejas y labios cuando él decía según qué cosas. Aquel enérgico forcejeo de su mano entre las suyas había marcado un hito en el aprecio que sentía por ella y que sin duda iba en aumento. Desde entonces sentía el deseo de repetir la experiencia.

Oh si tu amada muestra gran cólera
Aprisiona su suave mano y deja que muestre su enfado
[9]
.

Éstos fueron los versos que le vinieron a la cabeza y que comprendió mejor que nunca. Le habría encantado encolerizar a Rhoda y luego detener su cólera a la fuerza, imponerse a sus sentidos y ver caer sus largas pestañas sobre la elocuencia de sus ojos. Pero eso era algo parecido a estar enamorado, y de ningún modo deseaba enamorarse en serio de la señorita Nunn.

Tres semanas más tarde tuvo la oportunidad de hablar con ella en privado. Un domingo por la tarde, hacia las cuatro, encontró a Rhoda sola en el salón. La señorita Barfoot se había ido de la ciudad. Rhoda le saludó con una sincera simpatía que no le había demostrado desde hacía tiempo; sin duda, desde que había regresado de Cheddar. Tenía muy buen aspecto, se reía con prontitud, y parecía en una prometedora disposición. Barfoot vio que la tapa del piano estaba levantada.

—¿Toca usted? —preguntó—. Qué raro que tenga todavía que preguntarle eso.

—Oh, sólo un himno los domingos —respondió ella sin pensarlo.

—¿Un himno?

—¿Y por qué no? Me encantan algunas viejas melodías. Me recuerdan la época dorada.

—¿Se refiere a la época dorada de su vida? —Ella asintió.

—Ha hablado una o dos veces de esa época como si ahora no fuera usted feliz.

—Claro que no lo soy. ¿Qué mujer lo es? Es decir, ¿qué mujer que sea algo más que una simple gatita domesticada?

Everard estaba inclinado hacia ella en el respaldo del sofá en el que estaba sentado. La miró fijamente a los ojos.

—Ojalá estuviera en mis manos poder librarla de alguna de sus penas. Eso me haría mucho más feliz de lo que puede imaginar.

—Es usted muy bondadoso, señor Barfoot —replicó echándose a reír—, pero desgraciadamente no puede usted cambiar el mundo.

—No a gran escala. Pero ¿no podría cambiar su forma de verlo… en algunos aspectos?

—No se me ocurre cómo. Creo que prefiero seguir fiel a mis ideas antes que sustituirlas por cualquiera de las que usted pueda ofrecerme.

Con esa actitud Rhoda le parecía más que nunca un reto. No le asustaba nada de lo que él pudiera decir. Ni una muestra visible de aprensión, ni un temblor nervioso, ni la menor señal de timidez. Sin embargo, él la veía como a una mujer, y deseable.

—Mis opiniones no son innobles —murmuró Everard.

—Eso espero. Pero son las de un hombre.

—Los hombres y las mujeres deberían ver la vida con los mismos ojos.

—¿Usted cree? Quizá, no estoy segura. Pero si ocurre no creo que lleguemos a verlo.

—Los individuos sí pueden lograrlo. Aquel hombre y aquella mujer que se hayan deshecho de todo prejucio y superstición. Usted y yo, por ejemplo.

—Oh, esas palabras tienen significados tan distintos. A sus ojos debo parecer llena de prejuicios.

A Rhoda le gustaba esa conversación. Él lo leía en la expresión de su rostro y veía en sus ojos una chispa de alegre desafío. Y sentía que el pulso se le aceleraba.

—Tiene usted prejuicios respecto a mí, por ejemplo.

—Dígame, ¿fue usted por fin al Savoy? —preguntó Rhoda, ausente.

—No tengo la menor intención de hablar del Savoy, señorita Nunn. Es la hora del té, pero todavía tenemos la habitación para nosotros solos.

Rhoda se levantó e hizo sonar la campanilla.

—Servirán el té en seguida.

Soltó una leve risilla y la miró desde sus párpados entornados. Rhoda siguió hablando de naderías hasta que sirvieron el té y tuvo su taza en la mano. Después de vaciarla de dos sorbos, él se recostó sobre el respaldo del sofá, retomando su postura.

—Bueno, estaba usted diciendo que tiene prejuicios respecto a mí. Sin duda mi prima Mary es la culpable de eso. Antes de haberme visto yo representaba para usted algo muy desagradable. No fue nada acertado por parte de mi prima.

Rhoda, sorbiendo su té, tenía una expresión fría y desinteresada.

—No lo sabía —prosiguió él— cuando nos encontramos aquel día en el parque y la hice enfadar.

—No tenía intención de hablar de lo ocurrido.

—Tampoco yo. Creo que me interpretó mal. ¿Me dirá usted cómo terminaron con esa situación tan incómoda?

—Oh, naturalmente. Admití que había sido obstinada y colérica.

—¡Qué maravilla! ¿Obstinada? También yo lo soy. Toda mi vida laboral fue un largo arranque de obstinación. Cuando era niño me decidí por cierta carrera, y me aferré a ella a pesar de ser consciente de que no era lo mío, a pesar del gran sufrimiento que me causó una total obstinación. No sé si Mary se lo habrá contado.

—En una ocasión creo que dijo algo.

—Supongo que le habrá costado creerlo. Ahora soy una persona mucho más razonable. He cambiado tanto que apenas reconozco al hombre que fui cuando lo recuerdo. Sobre todo en lo que respecta a mi forma de pensar sobre las mujeres. Si me hubiera casado a los veinte habría elegido, como todo hombre a esa edad, alguna tontuela, y el resultado habría sido nefasto. Si me caso ahora será con una mujer con carácter e inteligencia. Aunque nunca me casaré por lo legal. Mi compañera debe ser tan independiente respecto de los formalismos como yo.

Rhoda detuvo la mirada en su taza durante un par de segundos y luego preguntó con una sonrisa:

—¿También es usted un reformista?

—En ese sentido sí.

Everard pasaba apuros para disimular su nerviosismo. Su brusca declaración había llegado sin premeditación, y la calmada aceptación de Rhoda le encantó.

—El matrimonio —siguió ella— no me interesa demasiado, y esta reforma en particular no me parece demasiado práctica. Trata de crear un estado ideal de cosas mientras todavía estamos luchando contra obstáculos elementales.

—No abogo por esta libertad para toda la humanidad. Tan sólo para aquellos que sean merecedores de ella.

—¿Y cuáles —soltó una risa breve— son los signos de que alguien la merece? Creo que sería indispensable identificarlos.

Everard mantuvo su expresión seria.

—Cierto. Pero una unión libre presupone igualdad de posiciones. Ningún hombre que se considere sincero se la propondría, por poner un ejemplo, a una mujer incapaz de entender todo lo que conlleva, o incapaz de recuperar su vida por separado si así lo deseara. Admito todas las dificultades. Hay que tener en cuenta las que conciernen a los sentimientos y las relativas al plano material. Si mi esposa manifestara el deseo de ser liberada, puede que eso me hiciera sufrir muchísimo, pero, siendo un hombre inteligente, debería admitir que nada podría hacer para combatir ese sufrimiento. La brutalidad que supone el matrimonio forzado no parece dejarme otra alternativa. Lo mismo pensarían esas mujeres a las que me estoy refiriendo.

¿Tendría ella el valor de nombrar alguna grave dificultad que él hubiera olvidado? No. La animó a que hablara, pero Rhoda terminó por ofrecerle otra taza de té.

—Al fin y al cabo, ¿no es ése su ideal? —dijo Everard.

—No tengo nada que decir al respecto —dijo Rhoda con cierto ademán impaciente—. Dedico mi trabajo y mis ideas a las mujeres que no se casan, a las «mujeres sin pareja», como yo las llamo. Sólo ellas me interesan. No hay que intentar cargar con demasiado.

—¿Y se declara usted incuestionablemente parte de ellas?

—Naturalmente.

—Por tanto tiene ciertas opiniones sobre la vida que me gustaría cambiar. Hace usted un buen trabajo, pero preferiría ver a cualquier otra mujer hacerlo. Soy lo suficientemente egoísta para desear…

Se abrió la puerta y la sirvienta anunció:

—El señor y la señora Widdowson.

Con completo dominio de sí misma, la señorita Nunn se levantó y se dirigió a la puerta. Barfoot, levantándose más despacio, miró con curiosidad al marido de la bella mujer de cejas negras que ya conocía. Widdowson le sorprendió y le divirtió. ¿Cómo se las había arreglado ese tipo estirado y sombrío de barba entrecana para cazar a una mujer así? Tampoco es que la señora Widdowson fuera una mujer extraordinaria, pero no había duda de que se trataba de una pareja poco afortunada.

Ella se acercó y se dieron la mano. Mientras intercambiaban unas palabras, Everard se dio cuenta de que el marido no le quitaba la vista de encima, ¡y cómo le miraba! Si había algún hombre con una mirada que revelara los peores celos, ése era el señor Widdowson. Su pétrea sonrisa se volvió sardónica.

Por fin ambos hombres fueron presentados. No tenían nada que decirse, pero Everard mantuvo con él una breve conversación simplemente para observarle. Finalmente se dio la vuelta y se puso a hablar con la señora Widdowson y, consciente de la mirada celosa del marido, asumió una vivacidad especial y un aire de familiaridad que fueron correspondidos por la señora, aunque no sin cierta indecisión nerviosa.

La llegada de esa gente le había molestado de verdad. Un cuarto de hora más y las cosas habrían llegado a un excitante punto entre Rhoda y él; habría oído cómo recibía ella una declaración de amor. A pesar del dominio de Rhoda, estaba convencido de que tenía algún poder sobre ella. Le gustaba hablar con él, disfrutaba de la libertad que él se permitía en cuanto a la elección de los temas de conversación. Quizá ningún hombre hubiera apreciado jamás sus cualidades como mujer. Pero ella no iba a rendirse y por ello no corría peligro de ceder a su cortejo. No, el peligro amenazaba sólo su propia tranquilidad. Everard se daba cuenta de que la resistencia intensificaría el ardor de su galanteo, y posiblemente le convertiría en víctima de una pasión sincera. En fin, si ella era capaz de adjudicarse el triunfo, mejor dejarle que disfrutara de él.

Había decidido esperar a que se fueran los Widdowson, que sin duda no iban a quedarse demasiado. Pero el destino jugaba en su contra. Llegó otra visita, una señora de apellido Cosgrove que se instaló como si fuera a quedarse como mínimo una hora. Peor aún, oyó que le decía a Rhoda:

—Oh, entonces le ruego que venga a cenar con nosotros.

—Será un placer —fue la respuesta de la señorita Nunn—. ¿Puede esperar y llevarme con usted?

No había razón para quedarse. Tan pronto como los Widdowson se fueron, Everard se acercó a Rhoda y le tendió la mano en silencio. Ella apenas le miró y en ningún caso le devolvió el apretón.

Rhoda cenó en casa de la señora Cosgrove y volvió a las once. Cuando las puertas de la casa estuvieron cerradas y los criados se hubieron acostado, se sentó en la biblioteca y empezó a hojear un libro que había traído de casa de su amiga. Era un volumen de ensayos, uno de los cuales trataba de las relaciones entre los sexos desde una perspectiva muy moderna; trataba el tema de forma totalmente abierta y llegaba a conclusiones en absoluto ortodoxas. La señora Cosgrove le había hablado de esa disertación con gran interés. Rhoda la leyó con mucha atención, interrumpiendo la lectura de vez en cuando para reflexionar.

Everard había estado más que acertado en la lectura que había hecho de su forma de pensar.

Nunca un hombre la había cortejado; ningún hombre, que ella supiera, lo había intentado. En ciertos estados de ánimo pensar en ello le producía satisfacción y lo utilizaba para reforzar el propósito de su vida. Ya cumplidos los treinta, podía dar por hecho que nunca le propondrían matrimonio, y por eso podía cerrar las puertas a todo instinto que amenazara con interferir en sus decisiones intelectuales. Pero a veces esos instintos se negaban a ser tratados así. Como le había dicho la señorita Barfoot, era demasiado joven para su edad: demasiado joven, física y emocionalmente. Había sido una niña tremendamente soñadora y la fuerza de su naturaleza, aunque oculta bajo capas de aprendizaje moral y mental, no había quedado sofocada del todo. Una hora de cansancio la llenaba de desazón, no menos real porque se avergonzara de ella. Ojalá la hubieran querido aunque fuera sólo una vez, como les había ocurrido a otras mujeres. Si hubiera recibido alguna oferta de devoción y la hubiera rechazado, su corazón habría estado sin duda mucho más en paz. O eso pensaba. En secreto consideraba una dura prueba no haber conocido ese triunfo tan común de su sexo. Y, lo que es más, le restaba méritos a su posición como líder y como instigadora del movimiento que pretendía la independencia de las mujeres. Quizá hubiera gente que dijera (o pensara) que hacía de la necesidad virtud.

El galanteo de Everard la sorprendió mucho. Como le juzgaba hombre sin principios, supuso que así era él con todas las mujeres y le ofendió su impertinencia. Pero ni siquiera entonces le desagradó verse así homenajeada. Lo que su cabeza veía con desdén era un manjar que, después de tan larga hambruna, su corazón estaba más que deseoso de probar. Sentía interés por Barfoot, incluso a pesar de su mala reputación. Era uno de los hombres por quien las mujeres (sin duda mas de una) se habían sacrificado. No podía evitar mirarle con interés sexual. Su interés aumentó y su curiosidad se intensificó a medida que la relación se convertía en algo parecido a una amistad. Notó que sus reparos morales flaqueaban, o que desaparecían del todo. Quizá fue el deseo de compensar eso lo que la llevó a herir los sentimientos de la señorita Barfoot en el asunto de la muerte de Bella Royston.

Sin duda pensaba con frecuencia en Barfoot y esperaba sus visitas. Nunca había deseado tanto volver a verle como después de su encuentro en los jardines de Chelsea, y por ello se obligó a desaparecer cuando él llegaba. No era amor, ni el principio del amor. Lo consideraba algo que le era más difícil reconocer. La presencia del hombre le causaba una turbación que no le costaba esfuerzo disimular en el momento, pero que después la avergonzaba y la afligía. Se refugió en el innegable hecho de que las cualidades de su inteligencia la impresionaban, que le agradaba su conversación. La señorita Barfoot se hacía partícipe de esta influencia; confesaba que la conversación de su primo siempre había tenido para ella un encanto muy especial.

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