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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (43 page)

—¿Y qué si es así? No es lo que crees.

—¿Qué? ¿Vas una y otra vez al piso de un hombre soltero, un hombre como ése, y pretendes que crea que no haces nada malo?

—Era la primera vez que iba.

—¿Y quieres que te crea? —gritó Widdowson sintiéndose salvajemente afrentado. Por fin la había soltado y Monica estaba ya de pie frente a él con ojos desafiantes, a pesar de que cada músculo de su cuerpo temblaba descontroladamente—. ¿Cuándo empezaste a mentirme? ¿Fue cuando me dijiste que habías ido a escuchar la conferencia de la señorita Barfoot, cosa que en realidad nunca hiciste?

Lanzó la acusación a ciegas, y el rostro de Monica le demostró que sus sospechas eran fundadas.

—¿Cuántas semanas, cuántos meses hace que estás deshonrándonos a ambos?

—No soy culpable de lo que tú crees, pero no voy a intentar defenderme. Gracias a Dios, esto es el final entre nosotros. Acúsame de lo que quieras. Te dejo y espero que no volvamos a vernos nunca.

—Sí, ya lo creo que te vas, de eso no hay duda, pero no hasta que hayas respondido a mis preguntas, tanto si me mientes como si no. Vas a darme tu versión de lo que has estado haciendo.

Los dos jadeaban como si hubieran hecho un esfuerzo de un desgaste físico extraordinario. Se miraban. Se veían el uno al otro bajo una luz totalmente transformada. Monica jamas habría imaginado ver en el rostro de su marido una ferocidad de esa índole, y sus propios ojos manifestaban una indiferencia tan fiera, y era tal la burla y el asco en cada una de las líneas de su rostro, que Widdowson se sentía como si tuviera delante a una desconocida.

—No pienso responder a ninguna pregunta —replicó Monica—. Lo único que quiero es salir de tu casa y no volver a verte.

Él se arrepintió de lo que había hecho. El primer día de espionaje había arrojado pruebas tan incompletas que Widdowson había abrigado la esperanza de poder contenerse hasta tener en las manos otras más sólidas de la falta cometida por su mujer. Pero los celos eran demasiado fuertes para tanta prudencia, y al ver a Monica mentir había enloquecido. Predispuesto a creer una historia semejante, no podía razonar como lo habría hecho si Barfoot no se hubiera interpuesto en sus pensamientos. El principio de su deshonra parecía clarísimo; se remontaba a los primeros encuentros entre Barfoot y su mujer en Chelsea. Luchando entre el impulso de castigarla con todas las muestras de vergüenza pública y el patético deseo de apartarla de su camino a la destrucción, se decidió por una vía intermedia, compatible con ninguna de esas dos intenciones. Si a estas alturas decidía contarle a Monica todo lo que sabía, tenía que hacerlo con rigurosa calma y con dignidad suficiente para hacer que ella se avergonzara de sus faltas. Pero dadas las circunstancias, había dado al traste con todas sus oportunidades en todos los sentidos. Quizá Monica así lo entendía; había empezado a verla como una experta en el arte de la intriga y de la mentira.

—¿Dices que era la primera vez que ibas al piso de ese hombre? —preguntó, bajando la voz.

—Tendrás que tomarte la molestia de acordarte de lo que te he dicho. No pienso responder a ninguna de tus preguntas.

De nuevo le asaltó el deseo de aterrorizarla para que confesara. Dio un paso adelante; su rostro era el del demonio. En ese momento Monica pasó por delante de él y llegó a la puerta antes de que pudiera alcanzarla.

—¡No des ni un paso más! —gritó ella—. Si vuelves a tocarme pediré ayuda hasta que venga alguien. ¡No soportaré que me toques!

—¿Te declaras inocente de todos los crímenes que has cometido contra mí?

—No soy lo que me has llamado. Encuentra tú la explicación que quieras. Yo no pienso explicar nada. Sólo quiero librarme de ti.

Abrió la puerta, cruzó rápidamente el vestíbulo y subió. Seguro como estaba de que era inútil seguirla, Widdowson dejó que la puerta siguiera abierta y se quedó esperando. Cinco minutos después Monica volvió a bajar, vestida para salir.

—¿Adónde vas? —le preguntó, saliendo de la habitación para cortarle el paso.

—No te importa. Me marcho.

Bajaron la voz para que los sirvientes no les oyeran desde el piso de abajo.

—¡No, no te irás!

Se adelantó con la intención de bloquear las escaleras, pero de nuevo Monica fue demasiado rápida para él. Bajó como una exhalación, cruzó el vestíbulo y llegó a la puerta de la calle. Fue allí, mientras intentaba abrir los dos cerrojos, donde Widdowson le dio alcance.

—Arma el escándalo que quieras, pero no te irás de esta casa.

Su tono era, más que decidido, violento. ¿Qué podía hacer? Si Monica insistía en marcharse, ¿qué podía hacer para obligarla a quedarse en la casa… a no ser que la llevara a la fuerza a una de las habitaciones del primer piso y la encerrara? Sabía que no tenía valor para algo así.

—Me da igual el escándalo —respondió Monica—. Voy a irme de esta casa como sea.

—¿Adónde vas?

—A casa de mi hermana.

Con la mano en la puerta, Widdowson no se movía, como si estuviera totalmente decidido a no dejarla salir. Pero Monica era más fuerte que él. Sólo mediante el homicidio puede un hombre conservar su dignidad en una situación así; Widdowson no podía matar a su esposa y cada segundo que pasaba apoyado contra la puerta se sentía más ridículo, más despreciable.

Volvió al vestíbulo y cogió su sombrero. Mientras lo hacía Monica abrió la puerta. Aunque llovía a cántaros ni siquiera se dio cuenta. En un segundo Widdowson corría tras ella, también él totalmente ajeno a la cortina de agua. Monica se dirigía a la estación, pero, cuando un cochero llamó su atención, aceptó su oferta y le pidió que la llevara a Lavender Hill.

Widdowson también cogió un coche para refugiarse de la lluvia y ordenó al cochero que fuera en la misma dirección. Se detuvo cerca de la casa de la señora Conisbee. No le cabía duda de que Monica estaba allí, pero quería asegurarse. Como seguía lloviendo entró en una taberna, donde acalló su terrible sed y satisfizo su hambre con una comida de calidad mas que dudosa. Eran casi las once y no había comido ni bebido desde el almuerzo.

A continuación caminó hasta la casa de la señora Conisbee y llamó a la puerta. Le abrió la casera.

—¿Sería tan amable de decirme —preguntó— si la señora Widdowson está aquí?

La curiosidad furtiva reflejada en el rostro de la mujer le informó de que veía algo poco común en lo que ocurría.

—Sí, señor. La señora Widdowson está con su hermana.

—Gracias.

Se fue sin decir más, pero sólo se alejó un poco de la casa, y estuvo vigilando la puerta de la señora Conisbee hasta medianoche. Llovía y hacía frío; a descubierto, y a menudo tiritando de fiebre, Widdowson recorría la acera con la regularidad de un policía. No podía evitar recordar todas las noches que había hecho guardia en Walworth Road y en Rutland Street, también entonces torturado por los celos, pero totalmente enamorado, algo que jamás recuperaría. ¡De eso hacía poco más de doce meses! Y durante media vida había estado esperando, deseando casarse con toda su alma.

CAPÍTULO XXV
EL DESTINO DEL IDEAL

El mal tiempo frustró la semana de vacaciones en la playa. Sólo salió el sol dos días. El resto del tiempo el cielo estuvo cubierto por nubes de tormenta que, muy de vez en cuando, filtraban algún que otro débil rayo de luz. Una bóveda negra cubría Wastdale; de Scawfell llegaban los murmullos del trueno y la última noche de la semana, justo cuando Monica salía de su casa bajo una cortina de lluvia, la tormenta cayó sobre el mar y las montañas. Rhoda, despierta hasta el amanecer y, a veces, contemplando el cielo desde su ventana con vistas a la montaña, veía las cumbres rocosas que se cernían sobre Wastwater iluminadas por el resplandor de los relámpagos, cuya duración e intensidad era tan fuerte que llegaban a aniquilar millas de distancia: daba la sensación de que los precipicios y los despeñaderos estaban a pocos pasos.

El domingo amaneció con lluvia, pero también con la promesa de mejoría en el tiempo; a lo lejos, sobre el mar, se apreciaba una gran extensión de cielo azul, y al poco rato la espuma de la marea baja resplandecía, reflejando rayos potentes y esperanzadores. Rhoda paseó por la orilla camino de St. Bees Head. Una fuerte corriente que iba a dar al mar le cortó el paso antes de que llegara demasiado lejos. La única forma de cruzarla era subir hasta la vía del tren, que en esa zona corre paralela a la playa. Pero no tenía ganas de seguir caminando. No había casas ni nadie a la vista, así que se sentó a mirar las gaviotas que pescaban en la pequeña desembocadura. Sus chillidos eran el único sonido que se mezclaba con el callado rasguño de las olas.

En el horizonte se veía una forma alargada y chata que bien podría haberse confundido con una nube, aunque parecía un trozo de tierra. Era la isla de Man. Al cabo de una o dos horas el contorno de la isla se veía con claridad; las montañas y los valles habían quedado perfectamente delineados. Al norte se hizo también visible otra extensión de tierra: era la costa de Escocia, más allá de Solway Firth.

La visión de aquellos objetos distantes estimulaba la imaginación de Rhoda. Volvió a oír la voz de Everard Barfoot mientras le hablaba de viajar y del
Orient Express.
La libertad que él le ofrecía. Quizá en ese momento estuviera cerca de allí, deseoso de repetir su oferta. Si llevaba adelante el proyecto que le había sugerido en su último encuentro, le vería ese mismo día o quizá al día siguiente. Entonces tendría que decidirse. Pasear con él por las montañas durante todo un día significaba prácticamente haber tomado una decisión. Pero ¿para qué? Si rechazaba su oferta de una unión libre, ¿estaría dispuesto a casarse con ella legalmente? Y si obligaba a Barfoot a contraer matrimonio legal, ¿no llevaría eso a que la tuviera en menor estima y a que la solidez de su amor fuera menos probable? Barfoot no era la clase de hombre que acepta con franca satisfacción el menor indicio de ataduras, y con toda probabilidad el amor que sentía por ella se basaba en la idea de que en Rhoda había encontrado a una mujer capaz de ver la vida desde su mismo punto de vista: una mujer que, una vez enamorada, despreciaría las formalidades a las que se aferraban las mentes débiles. Si ella le exigía algún formalismo él accedería, pero después… cuando la pasión se hubiera extinguido…

Una semana no había sido suficiente para poner en orden sus ideas, sobre todo porque éstas se complicaban con dudas de naturaleza más molesta. No podía dejar de pensar en Monica. Tenía pruebas suficientes de que la señora Widdowson no era del todo honesta con su marido, aunque no podía decir si eso la inducía a sospechar la existencia de una relación íntima entre Monica y Everard. Sus motivos para esta suspicacia le parecían demasiado sólidos, tanto que durante los dos primeros días de su estancia en Cumberland había renunciado a las esperanzas que tanto tiempo había albergado. Se conocía lo suficiente a sí misma para ser consciente de hasta qué punto los celos podían destrozarle la vida, aunque fueran celos de una situación pasada. Si se casaba con Barfoot (por la forma que fuera, eso no tenía nada que ver con el dilema que ahora le preocupaba) le exigiría fidelidad absoluta. Su orgullo se rebelaba ante la idea de compartir sólo una parte de la devoción de Everard; en cuanto se enterara de cualquier infidelidad le dejaría, al instante y de forma inevitable… ¡Y cuánta infelicidad le esperaría entonces!

¿Era Everard Barfoot capaz de una completa fidelidad? Su prima a buen seguro ridiculizaría la mera posibilidad de algo así, o eso creía Rhoda. Sin duda una mujer convencional vería la más irrefutable prueba de su falta de credibilidad en el rechazo que producía en él el matrimonio legal; pero Rhoda era consciente de la debilidad de ese argumento. Si el amor no conseguía retenerle, sin duda ninguna forma de matrimonio conseguiría hacerlo; aunque se hubiera casado diez veces, él se declararía totalmente libre de cualquier obligación excepto la del amor. Pero ¿cómo concebía él esa obligación? Quizá la viera como algo totalmente compatible con el abandono al impulso casual. Y eso (que, según Rhoda sospechaba, era propio de todos los hombres) le resultaba intolerable. Tenía que ser o todo o nada, fe absoluta o ninguna fe en absoluto.

Pasó la tarde impaciente y en guardia. Si Barfoot aparecía (se lo imaginó en algún lugar cercano, aproximándose a Seascale a medida que se acercaba la hora de su cita), ¿iría a verla a su hotel? No le había dado su dirección, pero sin duda se la habría dado su prima. Quizá prefiriera encontrarse con ella de forma inesperada, algo nada complicado siendo Seascale un pueblo pequeño que albergaba tan sólo a un puñado de turistas y lugareños. No cabía duda de que esperaba su llegada. Se le aceleraba al corazón al pensar que esa misma noche podría estar con él. Quería verle en circunstancias distintas, y a poder ser hablarle con más franqueza que nunca, pues habría oportunidad para ello.

Hacia las seis un tren procedente del sur se detuvo en la estación, que era visible desde la ventana del salón de Rhoda. Había estado esperando ese momento. No podía ir a la estación, y ni siquiera se aventuró a esperar en algún sitio que quedara a la vista desde la salida. No podía saber si se había apeado algún pasajero. Si Everard había llegado en ese tren, sin duda iría al hotel, que quedaba a pocas yardas de la estación. Comería algo y después iría a verla.

Dejó pasar media hora, se vistió y salió en dirección a la playa. Seascale no tiene calles ni tiendas; sólo dos o tres cortas hileras de casas dispuestas irregularmente en el terreno que sube desde la playa. Para cruzar la vía del tren Rhoda podía pasar por la pequeña estación —en cuyo caso pasaría también por delante del hotel y podría ser vista desde las ventanas de la fachada—, o descender por un camino mas largo que pasaba por debajo de un puente y así evitar el hotel. Tomó la primera ruta. En la playa había poca gente, y algunos niños sometidos al decoro dominical. La marea estaba subiendo. Rhoda se dirigió a la zona mas cercana de arena dura y allí se quedó largo rato, mientras una suave brisa del este le acariciaba el rostro.

Si Barfoot había llegado debía de haber salido ya en su busca. Quizá desde lejos no la reconociera, puesto que llevaba un vestido con el que él jamás la había visto. Podía aventurarse a subir hacia la arena seca y blanca de las dunas, donde crecían en abundancia las pequeñas enredaderas y otras flores cuyo nombre ni conocía ni tenía interés por conocer. Apenas se había dado la vuelta cuando le vio acercarse. Todavía estaba lejos, pero era él. Se quitó el sombrero a modo de saludo y tardó pocos segundos en estar junto a ella.

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