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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (41 page)

Había algo que podía hacer para recobrar la cordura. Iría a Lavender Hill y acompañaría a su esposa de vuelta a casa. Tomó esa decisión cuando se vio incapaz de soportar la espera encerrado en casa. No podía concentrarse en nada y sabía que su imaginación, una vez despierta, no iba a dejar de torturarle ni un solo instante. Sí, iría a Lavender Hill y deambularía por los alrededores hasta que Monica hubiera tenido tiempo suficiente para hablar con su hermana.

Hacia las tres cayó un tremendo chaparrón. Sorprendentemente, Widdowson se metió en una taberna y estuvo sentado en la barra durante quince minutos, tomándose un whisky. Durante la última semana había estado bebiendo más vino en las comidas de lo que era habitual en él; parecía necesitar el apoyo que el alcohol le brindaba. Mientras bebía su whisky empezó a conversar con la camarera, una jovencita encantadora que resultó ser sinceramente modesta. Hacía veinte años que Widdowson no hablaba con una camarera. Su conversación fue de lo más trivial: el tiempo, un accidente de ferrocarril, lo deseables que eran las vacaciones en esa época del año… Cuando por fin se levantó y puso fin a la conversación, lo hizo con apreciable desgana.

«Una buena chica —se decía mientras se alejaba—. Qué lástima que tenga que trabajar en un bar escuchando conversaciones inoportunas y viendo cosas horribles. Qué chiquilla más dulce y simpática.»

Y siguió caminando, pensando en el rostro de la joven con una complacencia que apaciguaba sus sentimientos.

De pronto esos sentimientos le dieron qué pensar. ¿No habría sido mucho más feliz si se hubiera casado con una chica que tuviera una posición y una inteligencia claramente inferiores a las suyas? Si fuera una chica dulce, fácil de querer y dócil… una esposa así le habría ahorrado toda la infelicidad que había soportado con Monica. Desde un principio había sido consciente de que Monica no era la típica dependienta y precisamente por eso había luchado tanto por conseguirla. Pero había sido un error. La había amado, todavía la amaba, con toda la emoción de que era capaz. ¿Cuántas horas de verdadera felicidad le había dado ese amor? Una ínfima fracción de los doce meses que llevaba casado con ella. Y habían sido varias las semanas de sufrimiento, un sufrimiento que a menudo se convertía en frenético dolor. ¿Podía un matrimonio así ser juzgado como tal, en el sentido real de la palabra?

«Si Monica fuera totalmente libre para elegir entre seguir viviendo conmigo o recuperar su libertad, ¿hasta qué punto puedo estar seguro de que seguiría siendo mi mujer? No, no lo haría. Ni un día más, ni siquiera una hora más. De eso estoy moralmente convencido. Y reconozco las causas de su insatisfacción. No estamos hechos el uno para el otro. El nuestro es un matrimonio físico, nada más. Mi amor… ¿qué es mi amor? No amo su cabeza, su parte intelectual. Si así fuera, estos terribles celos no tendrían sentido. Mi esposa ideal se acerca mucho más a esa camarera que a Monica. Los ideales independientes de Monica me irritan constantemente. No sé lo que piensa ni lo que significa su vida intelectual. Y sin embargo me aferro firmemente a ella. Si intentara liberarse sería capaz de matarla. ¿No es eso extraño, brutal?»

Widdowson no había llegado nunca tan lejos en sus especulaciones. En ese momento, el simple hecho de admitir que Monica y él no tendrían que vivir juntos le hizo más merecedor de la compañía de su esposa de lo que hasta entonces había sido.

De acuerdo, sería más indulgente. Lucharía para ganarse su respeto respetando la libertad que ella tanto reclamaba. Sus recientes sospechas eran monstruosas. Si ella llegaba a enterarse, ¡cuánto podría alejarse de él! ¿Y si Monica empezaba a fijarse en otros hombres, quizá más parecidos a ella que él? Bueno, ¿acaso no había estado él pensando en otra mujer, y llegado a dudar de si ésta, u otra parecida, habría sido mejor esposa que Monica? Aunque, pensándolo bien, eso no podía considerarse infidelidad.

Estaban unidos de por vida, y su unión se basaba en la tolerancia mutua y en la voluntad de entenderse el uno al otro sin restringir por ello la libertad mental de ninguno de los dos. ¿Cuántos matrimonios no eran más que mutua indulgencia? Quizá la prolongación forzada de un matrimonio fuera algo que no debiera existir. Aunque eso no eran más que especulaciones; no habría soportado oírlas en labios de Monica. Pero quizá, algún día, el matrimonio pudiera disolverse de acuerdo con la voluntad de una de las partes. Quizá el hombre que intentara retener a una mujer que no le amara fuera visto con desprecio y censura.

¡Qué simple le había parecido siempre el matrimonio y qué complicado le había resultado! Vaya, daba pie a especulaciones que trastocaban el orden del mundo y a ideas que arrojaban a la religión y a la moral a la peor de las confusiones. No era aconsejable pensar así. Era un hombre ligado a una mujer a la que costaba manejar, eso era lo que ocurría. Su deber era controlarla. Era su responsabilidad hacer que se comportara correctamente. Aun sin tener malas intenciones, ella podía caer en peligros desconocidos, especialmente ahora que estaba separándose a regañadientes de sus amigos. El peligro ayudaba a Widdowson a justificar su excepcional estado de vigilancia.

Así, de su excursión al reino de la razón, volvió a la segura esfera de los lugares comunes. Y ahora debía acelerar el paso hacia casa de la señora Conisbee, ya que eran las cuatro y media y Monica debía de llevar ya un par de horas hablando con su hermana.

La dueña en persona le abrió la puerta. Le comunicó la llegada y la posterior partida de la señora Widdowson. Ah, entonces seguro que Monica había ido directa a casa. Pero, como la señorita Madden había vuelto, decidió hablar con ella.

—La pobre no está muy bien, señor —dijo la señora Conisbee, jugueteando con el borde de su delantal.

—¿Que no está bien? Pero ¿puedo verla un momento?

Virginia contestó a su pregunta apareciendo en las escaleras.

—¿Alguien que quiere verme, señora Conisbee? —preguntó desde arriba— Oh, ¿es usted, Edmund? ¡Qué alegría! Estoy segura de que la señora Conisbee tendrá la amabilidad de hacerle pasar al salón. ¡Qué lastima no haber estado aquí cuando Monica pasó a verme! He estado… haciendo cosas en la ciudad, y he caminado y caminado hasta quedar… apenas puedo…

Se desplomó en una de las sillas de la habitación y se quedó mirando fijamente al visitante con una sonrisa amplia y benévola, moviendo la cabeza arriba y abajo. Widdowson se quedó perplejo durante unos instantes. Si podía creer lo que sus ojos veían, la indisposición de la señorita Madden respondía a una causa tan extraña que parecía increíble. Se volvió para mirar a la señora Conisbee, pero ésta se había retirado a toda prisa, cerrando la puerta al salir.

—Soy tan tonta —parloteaba Virginia, dirigiéndose a él con una familiaridad hasta el momento desconocida—. Cuando no estoy en casa me olvido de comer… me olvido por completo… y de pronto me doy cuenta de que estoy exhausta… como puede ver. Y lo peor es que cuando llego ya he perdido el apetito. No sería capaz de probar bocado… ni un solo bocado… se lo aseguro. Y eso le preocupa muchísimo a la señora Conisbee. Es muy buena conmigo… se preocupa mucho de mi salud. Oh, y he visto algo increíble en Battersea Park Road; un carro enorme ha atropellado a un perrito, que ha muerto en el acto. Me he quedado destrozada. ¿Sabe, Edmund?, creo que esos cocheros tendrían que ir con más cuidado. Justo el otro día le decía a la señora Conisbee… y eso me recuerda que… tengo tantas ganas de que me cuente cómo les fue en Clevedon. ¡Ah, queridísimo Clevedon! ¿De verdad ha alquilado allí una casa, Edmund? ¡Oh, ojalá pudiéramos terminar nuestros días en Clevedon! Ya sabe que nuestros queridos padres están enterrados en el viejo cementerio. ¿Recuerda los versos de Tennyson sobre la vieja iglesia de Clevedon? Oh, ¿y qué ha decidido Monica sobre… sobre…? ¿Qué iba preguntar? Soy tan estúpida que hasta me he olvidado de almorzar. Me agoto y hasta la memoria me falla.

Widdowson no pudo seguir dudando. Esa pobre mujer había sucumbido a una de las tentaciones que se derivan de una vida inactiva y solitaria. Sentía por ella lástima y asco a la vez.

—Sólo quería decirle —dijo con voz grave— que hemos alquilado una casa en Clevedon…

—¿De verdad? —empezó, juntando las manos—. ¿En qué parte?

—Cerca de Dial Hill.

Virginia empezó un monólogo que su cuñado no tenía ninguna intención de escuchar. Se levantó bruscamente.

—Quizá sea mejor que venga a vernos mañana.

—Pero Monica me ha dejado un mensaje diciendo que no estaría en casa los próximos días y que no les visitara hasta que volviera a ponerse en contacto conmigo.

—¿Que no estaría en casa? Debe de tratarse de un error.

—¡Imposible! Se lo preguntaremos a la señora Conisbee.

Fue hasta la puerta y tocó el timbre. La casera le dijo a Widdowson exactamente lo que Monica había dicho. Él se quedó pensando unos segundos.

—Entonces le escribirá. No venga todavía. Ahora tengo que irme.

Y con un apretón de manos salió de la casa.

Las sospechas le atenazaban. Jamás habría imaginado que la señorita Madden fuera capaz de denigrarse de forma tan vulgar, y el impacto de aquel descubrimiento afectó a la opinión que tenía de Monica. Eran hermanas; tenían características comunes, rasgos de familia, debilidades. Si la hermana mayor podía llegar a degradarse de esa forma, ¿no habría en el carácter de Monica posibilidades como la que se había negado a considerar? ¿No había verdaderas razones para desconfiar de ella? ¿Qué había querido decir con el mensaje que le había dejado a Virginia?

Triste y taciturno, volvió a casa lo más rápido que el coche pudo llevarle. Llegó a las cinco y media. Su mujer ni estaba ni había estado allí.

En ese momento Monica estaba cogiendo el tren en Bayswater, después de haberse despedido de Bevis. Una vez en Victoria, cruzó hasta llegar a la estación principal y fue al servicio de señoras con la intención de refrescarse. Tenía los ojos rojos e hinchados y el cabello ligeramente desordenado. Cuando terminó, preguntó por el próximo tren a Herne Hill. Acababa de salir uno y el siguiente salía en quince minutos.

Una terrible duda la torturaba. ¿Debía, se atrevería a volver a casa después de todo? Aunque conservara fuerzas suficientes para simular naturalidad, ¿sería capaz de representar un papel tan bajo?

Sólo le quedaba una alternativa. Iría a casa de Virginia y desde allí escribiría a su marido, diciéndole que le había dejado. No hacía falta que le confesara la verdadera razón que la impulsaba a hacerlo. Simplemente le diría que la vida a su lado se había vuelto insoportable y que le exigía su libertad. Su inminente traslado a Clevedon propiciaba la ocasión. Le diría también que su aguante se había desmoronado ante la perspectiva de la soledad y que, sintiéndose así, era deshonroso seguir fingiendo que cargaba con sus deberes de esposa. Luego, si Bevis le escribía y conseguía con ello revivir su amor, si de verdad le pedía que se reuniera con él, desaparecería y eso resolvería todas las dificultades.

¿Era ese renacimiento de un amor descorazonado posible o probable? En esos momentos Monica tenía la sensación de que huir en secreto y vivir con Bevis como él proponía era un deshonor comparable a quedarse junto al hombre que reclamaba legalmente su compañía. Aquel al que había considerado su amante durante los últimos dos o tres meses no era más que un producto de su imaginación. Bevis había demostrado ser para ella un completo desconocido; debía reconsiderar el concepto que tenía de él. Su rostro era lo único que todavía podía contemplar con deseo; no, incluso eso había cambiado.

Los minutos pasaron insensiblemente. Su tren salió mientras ella seguía sentada en la sala de espera, y cuando lo vio partir sus dudas la torturaron aún más.

De pronto se apoderó de ella una sensación de mareo, de náusea. Empezó a sudarle la frente; se le nubló la vista y tuvo que echar hacia atrás la cabeza. El mareo pasó, pero volvió al cabo de uno o dos minutos; Monica soltó un gemido y perdió el conocimiento.

Las dos o tres mujeres que estaban en la sala de espera acudieron en su ayuda. Sus comentarios, aunque revelaban incertidumbre y eran discretamente ambiguos, habrían afectado a Monica. Cuando al cabo de unos segundos volvió en sí, se levantó rápidamente y, dando las gracias a las mujeres que la rodeaban, sin escuchar lo que decían y sin responder a ninguna de sus preguntas, salió al andén. Tenía el tiempo justo para coger el tren que iba a Herne Hill.

Atribuyó su desmayo a las horas de agitación que acababa de pasar. No le sorprendió. Había sufrido lo indecible y todavía seguía sufriendo. Deseaba volver a la quietud del hogar, descansar y refugiarse al amparo del sueño.

No vio a su marido al entrar. Su sombrero estaba en el perchero y quizá él estuviera en la biblioteca. Probablemente el hecho de que no hubiera salido a recibirla, como solía hacer cuando volvía de sus salidas a solas, se explicaba por la agitación de su nuevo estado de ánimo.

Se cambió y ocultó lo mejor que pudo las señales que el sufrimiento había impreso en su rostro. La debilidad y los temblores la empujaban a meterse en la cama, pero antes de eso tenía que hablar con su marido. Apoyándose en la barandilla, bajó lentamente y abrió la puerta de la biblioteca. Widdowson estaba leyendo el periódico. Aunque no levantó la vista, preguntó indiferente:

—¿Ya estás de vuelta?

—Sí, espero que no estuvieras esperándome.

—Oh, no pasa nada —le echó una ojeada por encima del hombro—. Supongo que has tenido una larga charla con Virginia.

—Sí, no he podido volver antes.

Widdowson parecía concentrado en algún párrafo. Acercó la cara a la página y guardó silencio durante uno o dos segundos. A continuación volvió a levantar la vista, esta vez para observar a su mujer fijamente, pero con una expresión que no revelaba nada fuera de lo normal.

—¿Ha aceptado venir?

Monica respondió que todavía no se había decidido, aunque pensaba que las objeciones de Virginia quedarían resueltas en breve.

—Pareces muy cansada —apuntó él.

—Sí, lo estoy.

Y se marchó, incapaz de controlarse por más tiempo; a duras penas se tenía en pie.

CAPÍTULO XXIV
PERSEGUIDA

Cuando esa noche Widdowson entró en su dormitorio, Monica ya dormía. Se dio cuenta al encender la lámpara. La luz le iluminó el rostro y él se acercó a la cama para mirarla. Tenía la boca entreabierta, sus párpados reposaban dulcemente, exquisitamente delineados por sus negras pestañas, y se había arreglado el cabello como siempre lo hacía para acostarse. Widdowson la miró durante cinco minutos y era tan profundo su sueño que no detectó en ella el más mínimo movimiento. A continuación se dio la vuelta y murmuró salvajemente: «¡Hipócrita, mentirosa!».

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