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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (45 page)

El corazón le latía con fuerza mientras la esperaba. No dudaba de que aparecería. Rhoda no era de esas mujeres que se andan con juegos. Si no hubiera querido verle lo habría dicho sin rodeos, como la noche anterior.

Pasados unos minutos de la hora Everard miró hacia el pueblo y vio su figura recortada contra el cielo dorado. Bajaba de la duna muy lentamente, a paso tranquilo y despreocupado. Él se adelantó sólo un poco para salirle al paso y se detuvo. Había cumplido su parte; ahora le tocaba a ella ejercer los privilegios de la mujer y obedecer a la llamada del amor. El crepúsculo acariciaba su rostro, resaltando la belleza que Barfoot había aprendido a ver en él. Ella seguía avanzando, sin inquietud, agachándose a coger un trozo de alga; pero él no se movió de su sitio. Por fin Rhoda se acercó.

—¿Ha visto la luz del crepúsculo en las montañas?

—Sí —le respondió Everard.

—No ha habido una noche así desde que estoy aquí.

—Y querías quedarte leyendo en casa. No era un buen final para un día perfecto como éste.

—He recibido una carta de su prima. Ayer estuvo con sus amigos, los Goodall.

—Los Goodall… creo que les conocí hace tiempo.

—Sí.

La palabra llevaba doble carga. Everard entendió la alusión, pero no se molestó en demostrarlo.

—¿Cómo te llevas con Mary?

—Todo va bien entre nosotras.

—¿Tiene a alguien que pueda sustituirte?

—Sí, la señorita Vesper puede ocuparse de todo.

—¿Hasta de animar a las chicas a que escojan una vida independiente.

—Quizá hasta para eso.

Siguieron caminando cerca de las olas, en la calidez del crepúsculo, hasta perder de vista las casas de Seascale. Entonces Everard se detuvo.

—¿Vamos mañana a Coniston? —dijo, sonriendo, justo delante de ella.

—¿Va usted?

—¿Crees que voy a ir sin ti?

Rhoda bajó la mirada. Sostuvo la larga tira de alga con las dos manos y la tensó.

—No, no quería decir eso.

Rhoda se adelantó un par de pasos, dejándolo algo rezagado. Un instante después, los brazos de Everard se habían cerrado en torno a ella en un abrazo y sus labios se posaban en los de Rhoda. Ella no opuso resistencia. El abrazo de Barfoot se hizo mas fuerte y empezó a besarle en la boca una y otra vez. Vio con exquisito placer el profundo sonrojo que transfiguraba el rostro de Rhoda.

La vio mirarle a los ojos durante un segundo y fue consciente del brillo triunfante que vio en esa mirada.

—¿Recuerdas cuando te decía en mi carta que me moría de ganas de besar tus labios? No sé cómo he podido aguantar tanto…

—¿De qué es digno tu amor? —preguntó Rhoda, haciendo un gran esfuerzo. Había soltado el alga y una de sus manos descansaba en el hombro de Everard con una presión de leve repulsa.

—¡Digno de tu vida entera! —respondió él con una carcajada alegre y sobria.

—Eso es lo que dudo. Tendrás que convencerme.

—¿Convencerte? ¿Con más besos? ¿Y de qué es digno tu amor?

—Quizá de más de lo que tú hayas comprendido hasta ahora. Quizá más de lo que puedas comprender.

—Lo creo, Rhoda. No me cabe duda de que es algo de inestimable valor. Lo llevo sabiendo desde hace más de un año.

—Deja que me aparte de ti de nuevo. Hay más cosas que decir antes de… No, deja que me aparte.

Él la soltó después de otro beso.

—¿Me contestarás a una pregunta con absoluta sinceridad?

Su voz no era del todo firme, pero consiguió mirarle sin pestañear.

—Sí, contestaré cualquier pregunta que me hagas.

—Así habla un hombre. Dime entonces: ¿hay en este momento alguna mujer que tenga algún derecho sobre ti… algún derecho moral?

—No, no hay ninguna mujer.

—¿Hablamos el mismo idioma?

—Sin duda —respondió con gran vehemencia—. No estoy atado a ninguna mujer.

Una gran ola se levantó, rompió y se retiró, mientras Rhoda seguía en silencio, dubitativa.

—Lo preguntaré de otro modo. ¿Durante el último mes… durante los últimos tres meses, has confesado tu amor… has llegado aunque sea a fingir estar enamorado… de alguna mujer?

—En absoluto —respondió él con firmeza.

—Eso me satisface.

—¡Si pudiera saber lo que te preocupa! —exclamó Everard echándose a reír—. ¿Qué tipo de vida crees que llevo? ¿Tiene esto algo que ver con lo que haya dicho Mary?

—No exactamente.

—Pero ha sido ella quien te ha hecho sospechar. Créeme, estás totalmente equivocada. Nunca he sido la clase de hombre que Mary creía. Algún día lo entenderás. Mientras tanto tendrás que conformarte con mi palabra. Eres la única mujer a la que amo. ¿Te asusté con esas jocosas confesiones que te escribí en mis cartas? Las escribí a propósito, como ya te habrás dado cuenta. Odio profundamente los celos mezquinos y viles de todas esas mujeres que uno conoce a diario. Si tuviera la desgracia de amar a una mujer que pusiera mala cara cuando alabo una cara bonita, rompería nuestra unión como se rompe un pedazo de hilo. Pero tú no eres una de esas pobres criaturas.

La miró con seriedad en los ojos.

—¿Me considerarías una pobre criatura si me ofendiera alguna muestra de infidelidad, tuviera o no el amor parte en ella?

—No. Ese es el acuerdo razonable entre un hombre y su mujer. Si te exijo fidelidad, y sin duda lo haré, debo considerarme exactamente bajo idéntica obligación.

—Dices «un hombre y su mujer». ¿Empleas esos términos con su significado habitual?

—No en lo que a nosotros concierne. Ya sabes a lo que me refiero cuando te pido que seas mi mujer. Si no podemos confiar el uno en el otro sin ataduras legales, cualquier unión entre nosotros quedaría totalmente injustificada.

Reprimiendo la agitación que sentía, Barfoot esperó la respuesta de Rhoda. Podían todavía ver y analizar a la perfección sus rostros en la pálida luz amarillenta que llegaba del mar. La expresión de Rhoda manifestaba un intenso conflicto.

—Después de todo, ¿dudas de tu amor por mí? —dijo él bajando la voz.

Ésa no era su duda. Rhoda amaba apasionadamente, abandonándose al lujo de la emoción como nunca se había abandonado con anterioridad. Deseaba volver a sentir los brazos de Everard alrededor de su cuerpo, pero aun así no podía olvidar la importancia del paso que se le exigía dar. Estuvo terriblemente tentada de ceder, puesto que le parecía mucho más fácil y más noble proclamar su emancipación de los estatutos sociales que anunciar simplemente a sus amigos que se casaba. Tal anuncio suscitaría algo más que mera sorpresa. Mary Barfoot no podría sonreír sin cierta ironía; otras mujeres se reirían de ella en privado; las chicas quedarían atónitas, como ante la caída de alguien que ha vivido pregonando pretensiones heroicas. La mejor forma de evitar ese ridículo era causando un asombro aún mayor. Si llegaba a saberse que había dado un paso que pocas mujeres se habrían atrevido a dar, estableciendo con él un ejemplo de nueva libertad, su posición a ojos de todos aquellos que la conocían sería la de una mujer orgullosa de su independencia. El carácter de Rhoda era especialmente sensible a la tentación que suponía un motivo de ese tipo. Durante meses había acariciado este argumento; una y otra vez había decidido que un paso sensacional era preferible a una renuncia vulgar a todo lo que con tanta vehemencia había estado predicando. Y ahora que había llegado el momento de elegir, se sentía con fuerzas para cualquier cosa, siempre que el peligro la afectara a ella sola. Pero creía más que nunca que no sólo estaba en juego su futuro. ¿Cómo afectaría una herejía así a la posición de Everard?

Decidió expresar lo que pensaba.

—¿Estás dispuesto, por defender esta idea, a perder a todos aquellos que no aprueben o no acepten lo que has hecho?

—Yo lo veo así: no tenemos por qué ir declarando nuestros principios allí donde vayamos. Si nos consideramos casados, entonces lo estamos. No soy ningún Quijote, no quiero cambiar el mundo. Esto es entre tú y yo… nuestra propia opinión de lo que es razonable y digno.

—Pero ¿no lo ocultaremos?

—Por supuesto se lo diremos a Mary y a quien tú quieras.

Rhoda le creyó. Otra mujer habría sospechado que quizá él intentaba simplemente poner a prueba su valor, ya fuera para cerciorarse de su amor o para halagar su vanidad. Pero el idealismo de Rhoda la llevó a tomar sus palabras al pie de la letra. Ella personalmente había mantenido durante años un nivel exagerado de méritos y obligaciones; deseosa de ver a Everard bajo una luz más noble que hasta el momento, se esforzó por considerar digna del mayor respeto su reticencia a una unión formal.

—No puedo responderte todavía —contestó, dando media vuelta.

—Tienes que hacerlo. Aquí y ahora.

Una sola palabra de asentimiento le habría bastado. Y era esa palabra la que exigía, obstinado. Creía que así su amor quedaría confirmado más allá de cualquier otra satisfacción que ella pudiera concederle. Tenía que poder verla como una mujer magnánima, una mujer por la que sin duda valiera la pena vivir o morir. Y tenía que poder gozar del placer de someterla a su voluntad.

—No —dijo Rhoda con firmeza—. No puedo darte una respuesta esta noche. No puedo decidirme así, de inmediato.

En aquellos momentos no era sincera y se sintió humillada por su propio subterfugio. No era una decisión repentina lo que se le estaba pidiendo. Ya había previsto esta coyuntura antes de salir de Chelsea y, anticipando la propuesta que iba a recibir, se había preparado para la posibilidad de no volver a casa de la señorita Barfoot. Pero el verdadero paso exigía un esfuerzo mayor del que había imaginado. Sobre todo temía que su determinación la abandonara una vez hubiera dado su palabra. Eso la empequeñecería a ojos de Everard y la avergonzaría de tal modo que cualquier esperanza de felicidad en el matrimonio se vería truncada.

—¿Todavía dudas de mí, Rhoda?

La tomó de la mano y la atrajo hacia él, pero cuando intentó besarla ella apartó la cara.

—¿O dudas de tu amor por mí?

—No. Si de verdad entiendo lo que significa amar, te amo.

—Entonces dame el beso que estoy esperando. Todavía no me has besado.

—No puedo… hasta que esté segura… de estar preparada…

Sus palabras entrecortadas traicionaban la pasión contra la que estaba luchando. Everard la notaba temblando a su lado.

—Dame la mano —le susurró—. Tu mano izquierda.

Antes de que ella pudiera adivinar su propósito él le había deslizado un anillo en el dedo. Era una alianza. Rhoda se apartó y se quitó de inmediato el peligroso símbolo.

—No, eso prueba que no puedo. ¿Qué ganaríamos con ello? ¿Lo ves? No te atreves a ser consecuente. Sólo estamos engañando a la gente que no nos conoce.

—Pero ya te lo he explicado. Se trata de ser consecuentes con nosotros mismos, con nuestras creencias…

—Tómalo. La tradición es demasiado fuerte para nosotros. Lo único que haríamos sería jugar a desafiarla. Tómalo o… lo dejaré caer en la arena.

Profundamente humillado, Everard volvió a colocar el anillo de oro en su escondrijo y se quedó mirando el pálido horizonte. Pasaron unos segundos y a continuación oyó murmurar su nombre. No se volvió.

—Everard, cariño…

¿Era ésa la voz de Rhoda, tan profunda, tierna y suave? Al oírla se estremeció. Con una silenciosa carcajada, burlándose de su propia locura, se volvió hacia ella henchido de pasión.

—Bésame.

Por respuesta ella puso las manos sobre sus hombros y le miró. Barfoot comprendió. Sonrió, confuso, y dijo en voz baja:

—¿Me estás pidiendo ese viejo e inútil formalismo…?

—No te pido que nos casemos por la Iglesia, puesto que no significa nada para ninguno de los dos. Pero…

—Llevas viviendo aquí siete u ocho días. Quédate una semana más y podremos obtener una licencia en el registro del distrito. ¿Es eso lo que quieres?

Los ojos de Rhoda le dieron la respuesta.

—¿Me quieres menos por ello, Everard?

—Bésame.

Le besó y perdieron toda conciencia cuando sus bocas se unieron y sus corazones palpitaron en un solo latido.

—¿No crees que es lo mejor? —preguntó Rhoda, ya de camino de regreso en la oscuridad—. ¿No crees que nuestra vida será así mas fácil y más feliz?

—Quizá.

—Sabes que sí —añadió riéndose alegremente, intentado verle los ojos.

—Quizá tengas razón.

—No quiero que nadie se entere hasta que… Y luego vayámonos al extranjero.

—¿No te atreves a enfrentarte a Mary?

—Me atreveré, si así lo deseas. Sin duda se reirá de mí. Todas se reirán de mí.

—Bueno, también tú puedes reírte.

—Pero ya sabes que me has arruinado la vida. Podría haber sido una vida magnífica. ¿Por qué tuviste que aparecer? Y has sido tan tremendamente obstinado.

—Por supuesto. Soy así. Pero después de todo he sido débil.

—¿Cediendo en algo que no te importa en absoluto? Era la única forma de estar segura de que me amabas.

Barfoot se echó a reír, burlón.

—¿Y qué pasaría si fuera yo el que necesitara la otra prueba de que tú me amas?

CAPÍTULO XXVI
LOS IDEALES A PRUEBA

Ninguno de los dos estaba contento.

Barfoot, con su cigarro y un vaso de whisky en el hotel, cayó en un estado de contrariedad. La mujer que amaba sería suya, y eso era suficiente para que dejara volar la imaginación; pero su estado de ánimo le molestaba. Al fin y al cabo no había triunfado. Como siempre la mujer se había salido con la suya. Había jugado con sus sentidos, convirtiéndole en su esclavo. Prolongar el conflicto no habría servido de nada. Sin duda Rhoda actuaba en parte movida por el deseo de conquista, y era consciente del poder que tenía sobre él. Así que era la repetición de la historia de siempre: un matrimonio como cualquier otro. ¿Y funcionaría?

Rhoda tenía grandes cualidades, pero ¿no había en ella demasiadas cosas que someter, que reformar, si de verdad iban a pasar juntos el resto de sus vidas? Las energías de Rhoda eran quizá más fuertes que las suyas. Una mujer así no le concedería la libertad en el matrimonio que en teoría le garantizaba para ser justa. Quizá fuera a atormentarle con celos terribles, sospechando de él infidelidades a la mínima ocasión. Desde ese punto de vista habría sido mucho más sensato rechazar la opción del matrimonio legal y que dependiera así de él de forma más completa. Más adelante, si todo iba bien, le habría hecho esa concesión si, por ejemplo, ella se hubiera quedado embarazada. Pero de nuevo volvía a torturarle la idea de que Rhoda no se había sometido a su voluntad. ¿No era eso una mala señal?

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