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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (48 page)

—¿Has visto a Everard desde que te fuiste? —empezó preguntando la señorita Barfoot.

Así que no había estado allí para relatar su historia y defender su causa, o eso parecía.

—Sí, le vi en Seascale —replicó Rhoda sin señal alguna de emoción.

—¿Antes o después de enterarte de la noticia?

—Antes y después. Le enseñé tu carta y lo único que dijo fue que no sabía nada.

—Eso es todo lo que me ha dicho. No le he visto. Me contestó a la carta que le envié a su casa una semana después desde un lugar del que jamás había oído hablar, desde… Arromaches, Normandía. La carta más corta y grosera que me ha escrito en la vida. Prácticamente me decía que me ocupara de mis asuntos. Y ahí quedó todo.

Rhoda sonrió levemente, consciente de la extrema curiosidad de su amiga y decidida a no satisfacerla, ya que para entonces, a pesar de que sus mejillas hundidas difícilmente encontraban forma de dar razón de unas vacaciones de verano, había resuelto no decir nada de lo que había sufrido. Su estado de ánimo era comparable al del asceta que ha conseguido encontrar un placer morboso en torturarse. La invadía una extrema amargura, y estaba convencida no sólo de que pensar en Everard Barfoot era algo odioso, sino de que la pasión sexual se había convertido para ella en un concepto impuro, uno de los vicios de la sangre.

—Supongo —dijo, indiferente— que el señor Widdowson intentará divorciarse de su esposa.

—Eso me temo. Aunque quizá se hayan reconciliado.

—¿Estás totalmente segura de que ella es culpable?

Mary intentaba comprender el rostro austero y endurecido de Rhoda, y su toque de cinismo. No era difícil adivinar su significado pero, careciendo de la menor información, sin duda podía ser que no tuviera ninguno. En todo caso, era de esperar que Rhoda hablara de la señora Widdowson con la misma severidad que de la errante Bella Royston.

—Tengo mis dudas —fue la respuesta de la señorita Barfoot—. Pero me gustaría tener la opinión favorable de alguien más para afianzar mi caridad.

—Como puedes ver, la señorita Madden no ha venido a verte. No hay duda de que habría venido si hubiera estado convencida de que su hermana era acusada sin motivo.

—A menos que en un par de días el conflicto se haya resuelto, en cuyo caso ninguna de las dos volvería a hablar de ello.

Ésa era la posibilidad que ocupaba el pensamiento de Rhoda mientras pasaba la noche en vela.

Tuvo una sensación muy extraña cuando entró en su dormitorio. Antes de irse de vacaciones se había despedido de él, y en Seascale, la noche siguiente al «día perfecto», lo había visto como parte de su vida pasada, un lugar que había dejado para siempre, infinito y remoto. Su primera impresión cuando vio la cama blanca fue de asco. Pensó que le sería imposible ocupar esa habitación en adelante y que debía pedirle a la señorita Barfoot que le permitiera cambiarse a otra. Esa noche no colocó en su sitio ninguno de los adornos que seguían embalados. El olor de la habitación le hizo revivir tantas horas de conflicto, de esperanza, que estuvo al borde del desmayo. En un arranque de odio, maldijo al hombre que había mancillado y perturbado la corriente ligera y pura de su vida.

¿Arromanches, Normandía? El domingo buscó ese nombre en el mapa, pero no aparecía, probablemente porque era un lugar insignificante. No era posible que hubiera ido hasta allí solo. Seguro que estaba divirtiéndose con algunos amigos, sin preocuparse lo más mínimo de ella. Después de dejar pasar todo ese tiempo, no volvería a buscarla. Everard había descubierto que ambos eran igualmente fuertes y como no podía someterla la había añadido a la lista de mujeres con las que había vivido una experiencia interesante y a las que era mejor olvidar.

Durante la semana siguiente volcó toda su energía en el trabajo, superando la repugnancia que había sentido en un principio y recuperando por fin su antiguo entusiasmo. Ésa era la única vía de salvación. La inactividad y la falta de objetivos no tardarían en hacerla más desgraciada de lo que nunca hubiera imaginado. Se marcó un calendario de tareas diarias que no le dejaría ni un solo minuto libre desde primera hora de la mañana hasta última hora de la noche y la haría caer rendida en la cama. Empezó nuevos estudios una o dos horas después del desayuno. Llegó incluso a restringir su dieta y comía sólo lo necesario para poder seguir adelante, olvidándose del vino y de todo lo que le era agradable al paladar.

Quería hablar en privado con Mildred Vesper, y podría haber propiciado la oportunidad de hacerlo pero, como parte de su plan de disciplina, pospuso esa conversación hasta la segunda semana. Tuvo lugar una noche después del trabajo.

—Quería preguntarle —empezó Rhoda— si sabe algo de la señora Widdowson.

—Le escribí hace poco y me respondió desde una nueva dirección. Decía que había dejado a su marido y que no volvería con él.

Rhoda asintió con gravedad.

—Entonces es verdad lo que he oído. ¿No la ha visto?

—Me pidió que no fuera a verla. Está viviendo con su hermana.

—¿Le ha dado alguna explicación de por qué se ha separado de su marido?

—Ninguna —respondió Mildred—. Pero decía que no era ningún secreto, que todo el mundo lo sabía. Por eso no le he comentado nada, como lo habría hecho después de nuestra última conversación.

—Lo ocurrido no es ningún secreto —dijo Rhoda fríamente—. Pero ¿por qué no da ninguna explicación?

Mildred meneó la cabeza, mostrando plena incapacidad para dar una respuesta satisfactoria, y ahí terminó la conversación, puesto que Rhoda no podía seguir hablando sin dar la sensación de estar alimentando el escándalo. La esperanza de obtener alguna información aclaratoria se había esfumado, pero dudaba que Mildred hubiera confesado todo lo que sabía.

Al término de la semana la señorita Barfoot se fue de vacaciones. Fue a Escocia e iba a estar ausente casi todo septiembre. En esa época del año no había mucho trabajo en Great Portland Street. No había demasiados encargos que pasar a máquina y las alumnas no superaban la media docena. Sin embargo, a Rhoda le encantaba tener el establecimiento a sus órdenes. Deseaba autoridad, y acentuando la importancia de lo que ahora tenía entre manos, se puso como objetivo sobrevivir a la secreta infelicidad que, a pesar de sus esfuerzos, no disminuía con el paso del tiempo. Era una terrible farsa. La primera noche de soledad en Chelsea derramó lágrimas de amargura; no sólo lloraba, sino que agonizaba en un mudo ataque de cólera, mientras las pasiones de la carne la torturaban hasta el punto de que llegó a pensar en la muerte como único consuelo. Susurraba el nombre del amado con las mayores expresiones de cariño que su corazón era capaz de sugerir. Al instante siguiente le maldecía con la furia que alimentaba el peor de los odios. En el delirio del insomnio, hacía planes imposibles y enloquecidos de venganza o, cuando le cambiaba el ánimo, se veía dispuesta a sacrificarlo todo por su amor, reconocer sus innobles celos y suplicar perdón. Había sido la noche más terrible de su vida.

La había devuelto con gran viveza a su juventud, incluso a su niñez. Había vuelto a ver esa figura desdibujada del pasado, aquel hombre tosco de rasgos duros en quien había hallado el primer atisbo de independencia. Tenía tres veces su edad: aquel que había despertado esas tumultuosas emociones en su ignorante corazón había sido su amigo de Clevedon, el señor Smithson. Una pregunta de Mary Barfoot había hecho que volviera a acordarse de él después de muchos años, aunque fue sólo durante un breve instante y se había sentido ridícula al hacerlo. Lo que ahora sentía era la plena intensidad de un dolor que ya había conocido a los quince años, cuando el señor Smithson murió, desapareciendo de su lado para siempre. ¡Qué infantil locura! Pero, ay, cuánto dolor, cuántas noches en vela, qué vacío futuro. Qué locura volver a revivir esas sensaciones, con un intelecto maduro, y después de haberse impuesto una disciplina tan prolongada y severa.

Temiendo la llegada del domingo, tan terrible para la gente sola e infeliz, desayunó lo más temprano que pudo y salió a pasear, a ejercitarse físicamente, con el objeto de cansarse y poder dormir. El cielo estaba gris, aunque no amenazaba lluvia. Hacia mediodía el tiempo mejoró un poco. Caminó sin detenerse, sin rumbo, hasta que la última campanada hubo acallado su repiqueteo enloquecedor. Había llegado a los suburbios de la zona oeste y el cansancio empezaba a hacer mella en el ritmo de su paso. Entonces dio la vuelta. Sin pretenderlo pasó frente a la casa de la señora Cosgrove. De hecho, habría seguido si no hubiera visto a la señora Cosgrove haciéndole señas desde la ventana del comedor. Unos segundos después se abrió la puerta y Rhoda entró en la casa. Se alegraba de la casualidad; quizá la señora Cosgrove pudiera decirle algo sobre la señora Widdowson, que la visitaba a menudo.

—¡Se lo ruego, entre y hágame un poco de compañía! —exclamó la señora Cosgrove—. Estoy muy sola y a punto de subirme por las paredes. ¿Tiene que ir a alguna parte?

—No. Estaba dando un paseo.

—¿Un paseo? ¡Cuánta energía tiene usted! Nunca se me ocurriría salir a dar un paseo por Londres. Llegué anoche del campo y esperaba encontrar aquí a mi hermana, pero no llegará hasta el martes. Llevo una hora pegada a la ventana, volviéndome loca de aburrimiento.

Pasaron al salón. No transcurrió mucho tiempo antes de que la señora Cosgrove hiciera un comentario que permitió a Rhoda hablar de la señora Widdowson. Hacía más de un mes que la señora Cosgrove no sabía nada de ella; había estado fuera de la ciudad todo ese tiempo. Rhoda lo pensó dos veces, pero no pudo guardar silencio acerca del asunto que para ella se había convertido en una morbosa preocupación. Le contó a la señora Cosgrove todo lo que sabía, excepto las sospechas que implicaban a Everard.

—No me sorprende en lo más mínimo —dijo su confidente, interesada—. Ya veía que no iban a poder vivir mucho tiempo juntos. Sin hijos era imposible. Supongo que ella le habrá contado algo.

—No la he visto desde que ocurrió todo.

—¿Sabe usted? Siempre me alegra saber que un matrimonio se separa. ¡Qué horrible les parecería a algunos de nuestros amigos! Pero no me alegro con maldad, no es nada personal. Como creo que ya le he dicho, fui muy feliz con mi marido. Pero en general el matrimonio es una gran farsa, perdone usted la expresión.

—Ya lo creo —asintió Rhoda, con una risa forzada.

—Estoy a favor de todo lo que amenace al matrimonio como institución en su forma actual. Me encanta enterarme de algún divorcio escandaloso, cualquier cosa que ponga de manifiesto cuánta infelicidad podríamos ahorrarnos si fuéramos capaces de civilizarnos un poco al respecto. Hay mujeres cuya conducta me parece absolutamente detestable y a las que, sin embargo, agradezco su forma de transgredir las normas sociales. Tendremos que pasar por un período de anarquía antes de que dé comienzo la verdadera reconstrucción. Sí, en ese sentido soy una anarquista. Estoy convencida de que si los escasos hombres y mujeres que gozan de una situación prominente contrajeran matrimonios libres, sin jueces ni curas como mediadores, de manera abierta y desafiante, serían mucho más beneficiosos a la humanidad que de cualquier otra forma. No crea que confieso esta opinión ante cualquiera, aunque eso se debe a que soy una cobarde. Lo que se cree de corazón debería hacerse público.

Rhoda parecía estar reflexionando, inquieta.

—Se necesita mucho valor —dijo—. Quiero decir, para dar ese paso.

—Naturalmente. Necesitamos mártires. Y sin embargo dudo de si el martirio sería demasiado largo, o demasiado duro, para los intelectuales. A una mujer con cabeza que actuara de acuerdo con sus ideales no le faltarían simpatizantes. La gente que más vale la pena se está volviendo más liberal de lo que se atreve a confesar. Espere a que alguien plantee el asunto a los demás y verá lo que ocurre.

Rhoda estaba tan absorta en sus tumultuosos pensamientos que sólo hablaba de vez en cuando, dejando que la señora Cosgrove se explayara con tan interesante tema.

—¿Dónde está viviendo ahora la señora Widdowson? —preguntó por fin la revolucionaria.

—No lo sé, pero puedo conseguirle la dirección.

—Se lo ruego. Iré a verla. Tenemos confianza suficiente para que me permita visitarla sin cometer con ello ninguna impertinencia.

Después de almorzar con su anfitriona, Rhoda fue a casa de Mildred Vesper. La señorita Vesper estaba en casa leyendo, plácida como de costumbre. Dio a Rhoda la dirección que figuraba en la última nota de la señora Widdowson y esa misma noche Rhoda se la envió a la señora Cosgrove con una carta.

Recibió la respuesta dos días después. La señora Cosgrove había ido a ver a la señora Widdowson a su casa de Clapham. «Todavía está enferma, destrozada, y no quiere hablar. Sólo pude quedarme un cuarto de hora y me fue imposible hacer ninguna pregunta. Mencionó su nombre y pareció realmente tener muchas ganas de saber de usted, pero cuando le pregunté si deseaba que usted fuera a verla se mostró de repente tímida y dijo que esperaba que no lo hiciera a menos que de verdad quisiera verla. ¡Pobre muchacha! Por supuesto no sé lo que todo eso significa, pero me fui de allí maldiciendo de corazón el matrimonio; una siempre está a salvo abrigando ese sentimiento»

Aproximadamente una semana después llegó una carta de Everard para la señorita Barfoot. Estaba sellada en Ostende. Nunca antes había sufrido Rhoda la tentación de traicionar la confianza de alguien de un modo que ella habría despreciado en cualquier otra persona. Naturalmente sabía de gente que abría cartas en secreto con vapor; no estaba segura de que ese método pudiera practicarse con la confianza total en que la falta no sería detectada, pero estuvo considerando la posibilidad durante varias horas. Era terrible tener en las manos esa carta de Everard y estar obligada a reenviarla sin enterarse de su contenido, que quizá era para ella de suma importancia. No podía pedirle a la señorita Barfoot que le dijera lo que Everard le había escrito. Quizá recibiera esa información de forma voluntaria, pero quizá no.

Pero abrir el sobre con vapor… ¿no dejaría alguna marca, alguna arruga o decoloración? El solo hecho de resultar sospechosa de tamaño deshonor sería para ella más amargo que la muerte. ¿Podía considerarlo? ¡Qué degradada se sentía por esa odiosa pasión que crecía en ella como una enfermedad!

Junto a otras dos que habían llegado durante el día, metió la carta en un sobre más grande y lo envió. Pero no se vio recompensada por ninguna satisfacción. Su corazón bullía de rabia contra el mundo y contra las leyes de la vida.

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