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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (50 page)

En compañía de las dos mujeres, Rhoda sentía revivir su vieja ambición. Era un ejemplo para ellas. Sonrió al pensar lo poco que podían imaginar lo que había experimentado durante las últimas semanas. Si en alguna ocasión se apoderaba de ellas un momentáneo descontento, sin duda pensaban en ella, en las palabras de ánimo y aliento que tan a menudo habían oído de sus labios. Las había abandonado durante un tiempo, abandonando a la vez un camino que su razón aprobaba con firmeza por otro que la abocaba a la pérdida de su dignidad. Se sentiría tremendamente avergonzada si ellas llegaran a saber la verdad, y a la vez deseaba poder decirles que había sido apasionadamente cortejada. Pero eso sólo respondía a un despreciable sentimiento de vanidad, así que lo borró al instante de su cabeza.

Le pareció que cabía la posibilidad de que durante la ausencia de la señorita Barfoot Everard pudiera aparecer por su casa. Mary le había escrito, por tanto él sabía que su prima no estaba en Londres. ¿Qué mejor oportunidad para visitarla, si todavía no la había apartado de su pensamiento?

Todas las noches Rhoda se preparaba para recibir a una posible visita. Se preocupaba mucho de su aspecto. Pero las ruedas de los coches pasaron de largo, la señorita Barfoot volvió y Everard no dio señales de vida.

Decidió fijar una fecha límite. Si antes de Navidad Everard no escribía ni aparecía todo habría terminado. Después no volvería a verle, por mucho que suplicara. Una vez convencida de que su decisión era irrevocable, decidió también satisfacer la curiosidad de la señorita Barfoot, ya que para entonces se veía capaz de relatar lo ocurrido en Cumberland con cierto orgullo (la misma sensación que había tenido cuando, al principio de conocer a Everard, se había sentido halagada al advertir el creciente interés que despertaba en él). Su relato, que Mary escuchó sin apartar la mirada del suelo, presentó con veracidad la historia a grandes rasgos. Habló del deseo de Everard de evitar el compromiso legal, de su propia indecisión, y de todo en general.

—Cuando recibí tu carta, ¿podría haber actuado de otro modo? No es que me negara en redondo a creerle; lo único que pedí fue que las cosas se aclararan antes de la boda. Por su bien él tendría que haberlo aceptado de buen grado. Prefirió entender mi petición como un insulto. Su inexplicable enfado dio pie también al mío. Y ahora no creo que volvamos a vernos, a menos que lo hagamos en calidad de meros conocidos.

—Creo —comentó Mary— que Everard se comportó con un descaro tremendo.

—¿En su primera propuesta? Pero yo tampoco le doy ninguna importancia a la ceremonia del matrimonio.

—Entonces ¿por qué insististe tanto en ello? —preguntó Mary, con una sonrisa que bien podía parecer sarcástica.

—¿Nos habrías aceptado?

—De muy buen grado, tanto en un caso como en el otro. —Rhoda se quedó callada y pensativa.

—Quizá nunca tuve plena confianza en él. —Mary sonrió y suspiró.

CAPÍTULO XXVIII
EL PESO DE LAS ALMAS FÚTILES

Querida mía, ¡si pudiera contarte cuánto he sufrido antes de poder sentarme a escribirte esta carta! Desde la última vez que nos vimos no he tenido ni un segundo de tranquilidad. Y pensar que no estaba en casa cuando viniste y me dejaste esa nota. Porque fuiste tú, ¿verdad? El viaje fue horrible, y la semana que he pasado aquí… te aseguro que no he dormido más de unos minutos seguidos, y estoy totalmente embargado por la infelicidad. Querida […]. Me considero un criminal. Si tú has llegado a sufrir la milésima parte de lo que he sufrido yo, merezco el peor de los castigos, puesto que es mía la culpa. Sabiendo que nuestro amor no podía terminar felizmente, era mi deber ocultar mis sentimientos. Nunca debí haber planeado nuestro primer encuentro a solas, porque sí, lo planeé. Conseguí que mis hermanas no estuvieran a propósito. Nunca debí […]. La única reflexión que puede consolarme es que nuestro amor ha sido puro. Siempre podremos pensar en nosotros sin avergonzarnos. ¿Y por qué debería tener fin este amor? Estamos separados y quizá no volvamos a vernos, pero ¿acaso no pueden nuestros corazones seguir siendo sinceros para siempre? ¿Acaso no podemos pensar […]? Si te pidiera que dejaras tu casa y vinieras aquí conmigo, estaría una vez más actuando de forma vil y egoísta. Arruinaría tu vida y jamás podría dejar de reprochármelo. Ahora me encuentro con que circunstancias aún más ajenas no permiten lo que por un momento imaginamos posible, y me alegro de que sea así, puesto que me ayuda a superar la terrible tentación. Oh, si tú supieras hasta qué punto esa tentación […]. El tiempo será nuestro aliado, querida Monica. Nunca podremos olvidarnos el uno al otro, nunca. Pero nuestro amor sin tacha…

Monica volvió a leer la larga lista de disparates. Desde que la recibió, dirigida a la señora Widdowson y enviada a la pequeña tienda de Lavender Hill, un día antes de acceder a acompañar a su hermana a su nueva residencia, la carta no se había movido de su escondite. Esa tarde se había quedado sola, sola y desesperada, puesto que Virginia había ido a visitar a la señorita Nunn. A pesar de que cada una de las páginas escritas le agotaba la vista, sacó el sobre con matasellos francés e intentó pensar que su contenido le interesaba. Pero ninguna de las palabras de la carta motivó en ella la menor atracción ni la más mínima repulsión. Las tiernas frases la afectaban menos que si hubieran sido escritas por un desconocido. No podía entender cómo había podido llegar a tener ese tipo de relación con el autor de la nota. Miedo e ira eran los únicos sentimientos que sobrevivían en su recuerdo de aquellos días que habían transformado violentamente su vida, y no era con Bevis, sino con su marido, con quien estas emociones estaban relacionadas. La imagen de Bevis había quedado en ese ya distante pasado como una figura quieta, apenas parecida a la de un hombre. Y su carta correspondía plenamente a la concepción que Monica tenía de él; era artificial, vacía, como sacada de una novela insulsa.

Pero no debía destruirla. Todavía podía serle de utilidad. Tenía que volver a esconder la carta y su sobre, y esperar el día en que éstos tuvieran poder sobre las vidas humanas.

Como siempre, víctima de la jaqueca y del cansancio, estaba sentada junto a la ventana, viendo pasar a la gente. Así pasaba el día. El salón estaba en la planta baja. En la habitación que quedaba justo encima alguien recibía clases de música; de vez en cuando se oía la voz del profesor, que se alzaba, impaciente, generalmente acompañada por un golpe sobre las teclas del piano. En el jardín de la casa de enfrente una criada hablaba enfadada con el chico de los recados de algún tendero, quien terminó por meterse el dedo en la nariz con intención insultante y salió corriendo. En ese momento, en la casa de al lado se detuvo un coche del que se bajaron tres hombres de aspecto atareado. Siempre se detenían frente a esa puerta coches llenos de gente. Monica se preguntaba por qué, quién viviría ahí. Pensó preguntárselo a la casera.

El regreso de Virginia la animó. Subió con su hermana a la habitación doble que ocupaban en el piso de arriba.

—¿Qué has oído?

—Ha estado allí. Se lo ha contado todo.

—¿Qué aspecto tenía la señorita Nunn? ¿Qué ha dicho?

—Oh, ha estado muy, muy distante —se lamentó Virginia—. Todavía no entiendo por qué me mandó llamar. Ha dicho que no veía para qué tenía que venir a verte, y no creo que lo haga. Le he dicho que no era cierto que tú…

—Pero ¿qué aspecto tenía? —preguntó Monica impaciente.

—Creo que no demasiado bueno. Ha estado de vacaciones fuera de Londres, pero no parece haberle sentado demasiado bien.

—¿Él ha estado allí y se lo ha contado todo?

—Sí, justo después de que ocurriera. Pero no ha vuelto a verlas. Por lo que he podido ver ellas le han creído. Mis palabras no han servido de nada. La señorita Nunn parecía tan severa y…

—¿Has preguntado por el señor Barfoot?

—Querida, no me he atrevido. Ha sido imposible. Pero estoy casi segura de que han roto todo trato con él. Sea lo que sea lo que ha dicho, evidentemente no le han creído. La señorita Barfoot está fuera.

—¿Y qué le has dicho de mí?

—Todo lo que me has permitido decirle, querida.

—Nada más, ¿estás segura?

Virginia enrojeció, pero le aseguró que nada más había salido de sus labios.

—No habría cambiado nada si lo hubieras hecho —dijo Monica con indiferencia—. No me importa.

La hermana, luchando contra la vergüenza, estaba irritada ante la gratuidad de sus mentiras.

—Entonces ¿por qué me lo prohibiste con tanta insistencia, Monica?

—Era lo mejor, pero no me importa. Ya no me importa nada. Que piensen y que digan lo que quieran.

—Monica, si llego a enterarme de que me has mentido…

—¡Oh, calla, calla! —gritó Monica, abatida—. Me iré a algún sitio a vivir sola… o a morir sola. No haces más que preocuparme ¡Estoy harta!

—No eres muy agradecida, Monica.

—¡No puedo serlo! No debes esperar nada de mí. Si sigues hablando y preguntándome tendré que marcharme. No me importa lo que sea de mí. Cuanto antes muera mejor.

Escenas como ésa habían sido frecuentes últimamente. Cada una de las hermanas ponía constantemente a prueba los nervios de la otra. El tedio y el dolor llevaban a Monica a buscar alivio en los altercados, y Virginia, debido a su vicio secreto, estaba empezando a perder el control. Reñían, se quejaban, amenazaban con separarse, y sólo se calmaban cuando las emociones las dejaban exhaustas. Pero tras sus disputas nunca quedaban sentimientos de rencor. Virginia tenía fe absoluta en la inocencia de su hermana. Cuando se enfadaba, sólo intentaba provocar a Monica para que le explicara con detalle el misterio, tan insoluble desde la mera conjetura. Y Monica, dijera lo que dijera, pagaba esa confianza con profunda gratitud. Sorprendentemente, había acabado considerándose no sólo inocente del cargo que se le imputaba, sino como una mujer maldita en todos los sentidos. Tan poca era la importancia que le daba, desde su actual punto de vista, a lo que había ocurrido entre ella y Bevis. Una de las razones era que, cuando intercambiaba declaraciones con su amante, ignoraba un hecho que, de haberlo sabido, habría impedido sus citas. A su marido nunca podría dejar de verlo como a un cruel enemigo; sin embargo, la naturaleza había sellado su matrimonio con algo contra lo que la rebeldía de su corazón carecía de poder. Si vivía lo suficiente para dar a luz, el hijo sería de él. Cuando Widdowson se enterara de su estado lo consideraría la prueba final de su infidelidad y era esa injusticia lo único que ocupaba sus pensamientos En ese sentido sólo podía pensar en la acusación que unía su nombre al de Barfoot, todo lo demás era completamente trivial. Si no hubiera existido la menor base para sospechar de su conducta, no habría podido tomarse peor la negativa de su marido a absolverla de la acusación de deshonor.

Al día siguiente, después del almuerzo, Monica dijo de repente que tenía que salir.

—Ven conmigo. Vamos a la ciudad.

—Pero si te negaste a salir esta mañana cuando hacía tan buen tiempo —protestó Virginia—. Y ahora va a llover.

—Entonces iré sola.

—No, no. Casi estoy lista. ¿Adónde quieres ir?

—A cualquier sitio fuera de esta tumba. Cogeremos el tren y caminaremos desde Victoria a cualquier parte. Si quieres, podemos ir a la Abadía.

—Tienes que ir con mucho cuidado y no resfriarte. Llevas tanto tiempo sin salir de casa…

Monica interrumpió la advertencia de su hermana y se vistió con impaciencia febril. Cuando por fin salieron empezaban a caer gotas, pero Monica se negó a esperar. El viaje en tren la puso nerviosa, pero pareció animarla. En Victoria llovía tanto que no pudieron salir a la calle.

—No importa. Aquí hay mucho que ver. Demos una vuelta y echemos un vistazo. Compraremos algo en el quiosco.

Cuando daban la vuelta para dirigirse hacia el andén, Monica se encontró de pronto frente a un rostro que reconoció al instante, a pesar de que había cambiado notablemente durante los dieciocho meses que llevaba sin verlo. Se trataba de la señorita Eade, su vieja conocida de la tienda. Pero la chica ya no vestía como entonces. Galas baratas y estridentes subrayaban sus formas, y no hacía falta ser muy observador para darse cuenta de que sus delgadas mejillas habían sido artificialmente coloreadas. La sorpresa del encuentro no fue la única razón para mostrar confusión. Al ver que la señorita Eade no sabía realmente si saludarla o no, Monica creyó que sería mejor pasar de largo. Pero no pudo escapar. Al cruzarse, la señorita Eade bajó la cabeza y susurró:

—Quiero hablar con usted. Será sólo un minuto.

Virginia pudo oír la petición, y miró sorprendida a su hermana.

—Es sólo una de las chicas de Walworth Road —dijo Monica—. Adelántate, nos veremos en el quiosco.

—Pero, querida, no me parece una chica respetable.

—Adelántate. Será sólo un minuto.

Monica le hizo una señal a la señorita Eade, que la siguió hasta un rincón más apartado.

—¿Ha dejado la tienda?

—Sí, eso parece. Hace casi un año. Ya le dije que no pensaba aguantar mucho más. ¿Se ha casado?

—Sí.

Monica no entendía por qué la chica la miraba con tanta desconfianza.

—¿Ah sí? —dijo la señorita Eade—. Nadie que yo conozca, supongo.

—No, no le conoce.

La otra chasqueó la lengua y miró a su alrededor. A continuación comentó, sin que viniera a cuento, que estaba esperando el tren en el que llegaba su hermano.

—Trabaja de representante para una tienda del West-end. Gana quinientas al año. Yo cuido de su casa, ya que, naturalmente, es viudo.

Ese «naturalmente» confundió a Monica, pero al instante recordó que era una expresión a menudo utilizada por gente de la categoría de la señorita Eade. No obstante, no pudo dar crédito a la historia. Para entonces sus desagradables conjeturas parecían más que fundadas.

—¿Hay algo en particular de lo que desee hablar?

—¿No sabe nada del señor Bullivant?

¡Qué remoto le sonó ese nombre a Monica! Miró rápidamente a su interlocutora y de nuevo detectó desconfianza en sus ojos.

—Ni le he visto ni he sabido nada de él desde que me fui de Walworth Road. ¿Ya no sigue allí?

—No. Se marchó al mismo tiempo que usted y nadie sabe dónde se escondió.

—¿Esconderse? ¿Por qué habría de esconderse?

—Quiero decir que se perdió de vista. Pensaba que quizá le habría visto.

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